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Estas últimas semanas se habla mucho de nacionalismos de diversas clases. Los movimientos nacionalistas cogieron carrerilla en Europa durante el Romanticismo y, ya que es imposible librarse del tema, me gustaría aprovechar para hablar una de las cosas que más me gustan del siglo XIX. El concepto “amor y lujo”.
Para empezar, cuando hay amor y lujo siempre hay música. Una de las cosas maravillosas que salieron de todo ese sentimiento nacionalista del XIX fue la música inspirada en los elementos nacionales y los paisajes naturales. Para darte esa sensación de “sí joder Dvořák, estás hablando de mi barrio” utilizaban los acordes mayores, propios de las canciones populares. Si quieres que te explote la cabeza intentando entender cómo se transmite una imagen estética a través de la música, puedes ver el vídeo de esta semana de Jaime Altozano.
Sobre cómo poner una imagen en tu cabeza a través de la música se habló el sábado pasado en En clave de 5 (RNE), durante la emisión de un programa sobre piezas inspiradas en ríos, como esta maravilla cantada por el coro del Ejército Rojo. Una cierra los ojos y se imagina perfectamente a un grupo de fornidos remeros soviéticos remontando el Volga. No aparecía en este programa, no obstante, una de las mejores piezas musicales que se pueden escuchar un domingo por la mañana: El Danubio azul.
Para aumentar el efecto, es recomendable escucharlo mientras desayunas de forma generosa en tu casa. Imaginar, quizá, que estás en una de esas terrazas o salones opulentos, disfrutando del brunch en compañía de otros jóvenes laxos y sin preocupación ninguna más allá de la fogosidad de sus pasiones. Obviando (e incluso abrazando) toda esa fastuosa decadencia.
Hacerlo, si es posible, vestida como una auténtica mamarracha, con uno de esos incomodísimos vestidos con los que puedes asistir a una fiesta en los Doce Robles y que aún te puedes comprar en sitios como este, si estás dispuesta a pagarlos.
Pero hay una cosa mejor que escuchar a Strauss mientras te aprietas un desayuno pantagruélico. Bailarlo. Bailar un vals. O intentarlo, ya que por alguna razón hemos perdido la costumbre de saber bailar el vals, igual que la de llevar sombrero en la calle (con la terrible excepción de los sombreros de canallita). No obstante, el futuro te lo quita, pero te lo puede volver a dar, porque si hay algo que agradecer al progreso es la penicilina YouTube. Si no aprendes a bailar el vals es porque no quieres.
Una vez que has desayunado, tienes la posibilidad de dedicar tu día al ocio al aire libre; puede que incluso a pasear por tus tierras. Porque tienes tierras. Si estamos imaginando que estamos en el siglo XIX no vamos a imaginar que somos pobres. De hecho, en este cuadro no hay pobres, ni discriminación por raza o género. Estamos en una arcadia en la que todos los caballeros llevan patillas, botas, levita y sobretodo y les queda bien. Todos van vestidos como Fitzwilliam Darcy. Todos son Torrijos afrontando la muerte.
También puede una dedicarse a algo tan de ser rico y culto o querer pretende serlo como el mecenazgo de las artes. Quizá pasaba así los domingos Sir John Aird (que poseía el título nobiliario más divertido de decir: baronet), supervisando el trabajo de Lawrence Alma-Tadema mientras pintaba Las rosas de Heliogábalo. El cuadro -que encabeza esta carta- había sido encargado por el propio baronet, que importó las rosas semanalmente desde el sur de Francia durante cuatro meses porque cuando eres tan rico todo te da igual. También sudaba bastante Heliogábalo; según la leyenda, el emperador romano organizó una fiesta y sorprendió a sus invitados haciendo que cayeran sobre ellos miles de rosas de un falso techo, muriendo algunos de ellos ahogados. Todo diversión.
Aunque también puede uno dedicarse, simple y llanamente, a yacer en cualquier sitio y no hacer absolutamente nada en todo el día.
Puede que no seas un rico aristócrata del siglo XIX, pero los domingos puedes fingirlo.