Soy obsesivo-compulsiva en una de las ciudades más caóticas del mundo

"La Ciudad de México es caótica para todos, pero en especial a las personas como yo: la ciudad multiplica por veinte mi desesperación"

Soy Mini García, tengo 34 años y soy fotógrafa profesional. Nací y he vivido toda mi vida en la Ciudad de México. Siempre he sido “la ordenada” de la familia y la “organizada” de mis amigos, pero no supe que tenía Trastorno Obsesivo Compulsivo (TOC) hasta hace muy poco. Siempre intuí que algo pasaba conmigo desde muy pequeña, desde los siete u ocho años me encantaba tener las cosas a mi manera, es decir, perfectamente arregladas.

Todo empezó por mi espacio. Mis muñequitos -que entonces eran todos Playmobil- tenían que ir bien formados y desde luego, cada uno con las herramientas que les correspondían: si era el indio, solamente podía tener el arco y el vaquero solo podía tener la pistola. De ninguna manera podían intercambiar sus armas. Y todos con una separación definida... exacta.

De niña, siempre ordené el espacio de mi habitación de la forma que me gustaba. Tengo tres hermanos y, afortunadamente, todos entendieron que, para que no hubiera problemas en casa, lo mejor era dejar las cosas en su sitio.

El problema fue al ir creciendo, porque ya no solo era mi espacio. Cuando iba al baño también acomodaba las cosas exactamente como a mí me gustaban. En mis ratos libres me dedicaba a arreglar todo: en la cocina ordenaba las especias por tamaño y las etiquetas por colores. En el baño, hacía lo mismo con los frascos de shampoo y de jabón.

Tiempo después ya no solo eran los juguetes y los frascos, sino que trasladé el orden y el control a la ropa que usaba todos los días. Y, aún peor, la ropa que los demás usaban a diario. “Eso no te combina”, “ese botón está chueco” les decía a mi familia y a mis amigos... Mi malestar ante el desorden iba creciendo y, en vez de controlarlo, lo fomentaba.

Cuando cumplí 21 años, supe que tenía un verdadero problema. Empecé a sentir que ningún espacio era mío, que jamás encontraría uno a mi gusto. Ya no era únicamente que los objetos estuvieran desacomodados, sino que tenía que caminar a una esquina en un número de pasos pares. Y si calculaba que no iba a llegar en un número par, cambiaba el ritmo para dar pasos más chiquitos.

Salir a la calle, ir a la casa de mis amigos o estar en la escuela implicaba que todo se saliera de control. En la escuela, por ejemplo, siempre llegaba temprano -siempre llego temprano a todos lados- para alinear las bancas con los azulejos. Y todo para que poco después llegaran cuarenta cabrones a desarreglarlo todo. No entendía por qué tenían que hacer tanto desorden.

Cuando aprendí a manejar dejaba que pasaran cinco o seis autos antes de cambiar de carril. La ciudad es desesperante, especialmente el tráfico, porque escapa completamente a mi control. Una vez, atorada en un congestionamiento, me solté a llorar en pleno auto al darme cuenta de que no llegaría temprano a mi destino. Los conductores a mi alrededor me miraban confundidos.

No hay un momento en que tu cabeza descanse, todo el tiempo estaba contando pasos, viendo si no había pisado rayas o si no se ha salido algo de su lugar. En esta ciudad todo resulta muy caótico, pero hay cosas con las que definitivamente no puedo lidiar. Hace años que dejé de ir a grandes conciertos. Y, en caso de que vaya a uno, debe ser en un lugar pequeño, donde la entrada y salida se hagan de forma ordenada.

En general, sufro ataques de ansiedad cuando hay grandes aglomeraciones. Ir a las rebajas queda completamente fuera de mi alcance. También sufro mucho en el metro: en alguna ocasión he visto desde el andén cómo pasaban incontables vagones, uno tras otro, atiborrados y en desorden, para acabar tomando un taxi por no atreverme a abordar ninguno.

Otra de las cosas que tiene la Ciudad de México son las calles empedradas. Son zonas muy bonitas, como Coyoacán o Tlalpan. Pero prefiero no pasear por ahí porque las piedras me transmiten sensación de desorden.

Durante todo este tiempo, he vivido una lucha interna constante. No había ni un solo momento en que mi cabeza descansara. Algo en mí sabe que, aunque las cosas no se hagan a mi modo, no debía expresar mi furia hacia los demás -aunque sí me tocó hacerlo con los amigos de mayor confianza-. Por tanto, trataba de controlarme, aunque no siempre lo lograba. Esto fue creciendo y yo dejé que creciera. Me empecé a desesperar mucho por todo y, al mismo tiempo, tenía también la idea de que algo no estaba bien.

Así llegué con el primer psicólogo. Me dijo las frases que podía imaginarme, ya sabes: “Cuéntame de tu vida, de cuando eras chiquita”. Ese discurso no me sirvió de nada. Y ahí empezó mi periplo de tres años de psicólogo en psicólogo. Recuerdo que, durante todo ese tiempo, mi estado de ánimo sufrió muchos altibajos: a veces solo me sentía triste, pero otras veces me echaba a llorar cuando alguien me dirigía la palabra.

Apreciaba muchísimo el apoyo de mi familia, de la misma manera en que me sentía afortunada por mi trabajo maravilloso. Pero me enervaba la facilidad con la que perdía el control de las cosas. En esa época tomé muchísimos medicamentos: desde pastillas para nivelar mi ritmo cardiaco hasta pastillas para el sueño. Y es que, cuando me metía a la cama, mi mente no se detenía, sino que me daba por contar cosas.

Así pasaron los meses hasta que un nuevo psiquiatra dio en el clavo. Llegué hasta él con una depresión diagnosticada, pero finalmente puso nombre a lo que sentía: Trastorno Obsesivo Compulsivo. Me dijo que la incapacidad de controlar las cosas a mi alrededor me provocaba momentos de desesperación, que después se transformaron en angustia y que finalmente terminaron en depresión

Hoy, después de una temporada con varios medicamentos y con terapia, he logrado superar ciertas cosas. Pero sigue siendo un reto salir a las calles de la ciudad cada día. Uno de los "ejercicios" que me han mandado en terapia consiste en salir a la calle y darme cuenta de que no somos capaces de controlar todo lo que nos pasa. Para mí el mero hecho de salir a la calle se ha convertido en un reto diario.

Este reto está compuesto por pequeñas pruebas que, para mí, suponen un éxito asombroso. La gente con la que me cruzo quizás no sea consciente de mis esfuerzos por pisar las rayas sobre el concreto o de no empezar a contar cada cosa que se cruza en mi camino. Entiendo que la ciudad es caótica para todos, y que a todos nos saca de quicio, pero en especial a las personas como yo: la ciudad multiplica por veinte mi desesperación.

Lo confieso: en mis paseos, de vez en cuando, aún sigo contando. Y, aunque trato de no hacerlo, a veces me fijo en las rayas. Pero lo importante es que ya no me angustia como antes, porque sé que son cosas que no puedo controlar.

Las rutinas cómicas de Mini incluyen bromas sobre su trastorno.

Otra de las herramientas que empleo para superar mi trastorno es el Stand Up Comedy. La mayoría de mis compañeros hablan en voz alta de aquellas cosas que les causan conflicto. Hablarlas en voz alta es una manera de evidenciarlas e incluso de hacerlas chistosas. Por esta razón, uno de los temas que trato en mis actuaciones es mi TOC. Abordar con naturalidad mis problemas, buscar su lado amable, dulce o cómico, es algo que me está viniendo verdaderamente bien. Para mí, es la mejor forma de que te cause menos pedo.

Texto redactado por Darinka Rodríguez a partir de entrevistas con Mini García.