Si alguien escribiese mi biografía, tendría dos partes muy diferenciadas.
La primera abarcaría hasta mis 32 años y carecería de grandes sobresaltos. Contaría la infancia de una chica de provincias con bastantes amigas en el colegio. Que se pondría especialmente nerviosa al salir a la pizarra, sí, pero bastante sociable.
Luego, esa primera parte narraría la adolescencia de una chica que prefería ir de excursión con sus amigos antes que salir por las noches. Que se pondría especialmente nerviosa al hablar con los chicos, sí, pero con las relaciones típicas para su edad.
Y, por último, esa primera parte contaría la historia de una mujer con un trabajo estable: el de cuidar a las niñas de una familia. Y, en el plano más personal, se hablaría de que estaba a punto de marcharse a vivir con su pareja de aquel entonces. Que igual se tomaba demasiado en serio ciertas cosas, sí, pero nada del otro mundo.
Hasta que llegó aquel día del mes de mayo de 2004.
Ese día empezaría la segunda parte de mi biografía: de vacaciones, viendo la televisión y sentada al lado de mi expareja. Justo en ese momento, envuelta en tanta tranquilidad, mi corazón empezó a latir desbocado.
Me marché al dormitorio, me tumbé en la cama y me dije: "Tranquila, Pilar, relájate, que todo esto pasará". Pero mi corazón seguía pensando por su cuenta.
Mi expareja y una amiga me condujeron hasta el centro de salud, donde me rodearon los médicos: en ningún otro lugar del mundo habría podido sentirme más segura. Pero mi corazón seguía sin atender a razones.
Del trayecto desde el centro de salud al hospital más cercano, recuerdo especialmente un detalle: en la UVI móvil, los médicos colocaron disimuladamente un desfibrilador al alcance de su mano y giraron los monitores para que yo no pudiera ver mi ritmo cardíaco.
Aquel día sufrí el primer ataque de ansiedad de mi vida. Y, aunque logré reponerme, me pidieron que descansara durante una temporada. No lo hice. Pensé que se trataría de una cosa puntual, que no tendría mayor repercusión.
Y ahora arrastro trece años de ataques continuos. Con mayor o menor intensidad, pero continuos.
Resulta bastante complicado describir un ataque. En mi caso, quizás sea como un alud de nieve. Empiezas a notar los primeros síntomas y ya no hay refugio que valga.
En el momento en el que me ocurren los ataques -y puede ser en cualquier momento, especialmente en los lugares con mucha gente-, todo se suspende. Trato de ser consciente de mi propia situación e intento cambiar el rumbo de mis pensamientos, pero entonces no existe nada más que ese presente angustioso.
La reacción de quienes te rodean despierta más preocupación. Suena paradójico, pero empiezas a tener miedo al miedo, y el ataque cobra la fuerza de cien tornados.
Por mucho que lo intentes, ya no estás en tu cuerpo. Esta es una sensación que se conoce como "despersonalización". Y es uno de los trece síntomas -junto a los ahogos, la taquicardia, el temor a la muerte o los hormigueos, entre otros-, que suelen estar presentes en los ataques de ansiedad.
Durante todo este tiempo, no he dejado de preguntarme si volveré a ser la de antes. Mi mente ha luchado sin tregua para retornar a la primera parte de mi biografía. Pero no ha habido manera.
Ahora, si voy a una playa, alguien tiene que acompañarme hasta la orilla. Si voy a un centro comercial y pierdo de vista por un instante a quien me acompaña, siento el desamparo de una niña. E incluso, aunque no me gustaba mucho salir de noche, envidio a las personas que salen de fiesta.
Si una persona se cruzase conmigo, podría reconocerme porque siempre tengo las manos ocupadas. Ya sea con piedras o con abanicos. Estos trucos me permiten sentirme como si alguien me llevara de la mano.
Como esta, he desarrollado otras estrategias que me hacen sentir más tranquila. Por ejemplo, siempre llevo una bolsa para respirar en ella si siento la proximidad de un ataque. Llevar una bolsa no le sirve a todo el mundo que padece ataques de ansiedad, pero a mí me genera tranquilidad.
Al fin y al cabo, cada persona con ansiedad debe hallar su propia receta. En mi caso, procuro mantenerme alejada de actividades estresantes. Y también me relaja pasear por lugares tranquilos, contemplar el mar y escuchar los Nocturnos de Chopin.
Pero llega un momento en que todas estas herramientas no sirven de nada: los ataques, en mi caso, siempre regresan implacables.
Mucha gente sufre ataques de ansiedad. Según un estudio publicado por la Sociedad Internacional de trastornos afectivos, más del 10% de la población adulta en España los ha sufrido.
Según explican los expertos, hay factores personales y ambientales que influyen en que una persona los padezca. Por ejemplo, son más vulnerables las personas más perfeccionistas o nerviosas o quienes pasan mucho tiempo pensando en las reacciones fisiológicas de su cuerpo. Del mismo modo, los períodos de estrés son especialmente proclives a los ataques. En realidad, nadie está a salvo de ellos.
Sin embargo, en pocos casos, como en el mío, llegan a cronificarse.
Ocurre a veces que, con la misma rapidez con la que irrumpieron, los ataques se marchan. Pero yo tardé demasiado tiempo en darles la importancia que se merecían. Una intervención temprana habría mejorado las cosas. Al no abordar el problema adecuadamente, fueron surgiendo otros problemas aparejados, como la somatización, la depresión o la agorafobia.
La agorafobia me ha mantenido encerrada en casa durante algunas épocas. Por suerte, la ayuda de mi hermana y la de la amiga que me acompañó al hospital en mi primer ataque, han sido mi salvavidas. Ellas siempre han estado a mi lado, aunque solo fuera para acompañarme hasta el rellano de mi escalera porque no me atrevía a caminar más lejos.
En estas condiciones, cuesta conocer gente. Cada vez que hablo con alguien, siento la amenaza de que me sobrevenga un nuevo ataque. Me he convertido en una persona huidiza, así que me aferré con fuerza a quienes ya conocía. En mi situación crees que, sin ellos, ya nunca conocerás a nadie más y acabarás sola.
Y eso nos convierte en personas especialmente vulnerables. En el caso de mi expareja, con quien incluso llegué a casarme, no me sentí tan acompañada como esperaba. Es cierto que mis ataques alteraron nuestra vida en pareja. No lo escondo. En una ocasión, tuve que salir corriendo de un restaurante, a mitad de la cena, para esconderme en nuestro coche.
Pero eso no justifica los reproches que me dedicaba. "Siempre lo mismo", me decía. "Estás siempre drogada", me recordaba, a propósito de los seis fármacos diarios que, por ejemplo, tomo en la actualidad.
El efecto de estas palabras puede ser catastrófico en personas con trastornos mentales. Qué poco se habla nuestra vulnerabilidad, de la posición tan débil que normalmente ocupamos en las relaciones de poder.
Por si las frases de mi expareja no fueran lo suficientemente dolorosas, tanta medicación transforma el aspecto de nuestros cuerpos. En estas condiciones, nuestra autoestima apenas puede sostenerse en pie.
Llega un momento en que cada ataque es una lucha atroz entre el cuerpo y la mente. Y, después de sufrirlos, me encuentro tremendamente desgastada, arrasada. En los peores momentos de mi vida me ha costado mantener los pensamientos suicidas alejados de mi cabeza. La tentación está siempre ahí, en los frascos de pastillas. Pero, aunque los he tenido presentes, nunca he permitido que esos pensamientos se impongan.
Y más allá de nuestras relaciones personales, en la esfera social, nos golpea el estigma. A mí me duele cada vez que escucho la palabra "loca". Es una etiqueta estéril e hiriente que desdeña las profundas razones de nuestros trastornos.
Tras mi segundo ataque de ansiedad, perdí mi empleo como cuidadora de aquellas niñas. Y, a partir de entonces, siempre me dio miedo reconocerlo en el trabajo. Si pedía consejo, la gente me respondía: "No lo cuentes, no te la juegues".
La situación más paradójica se produjo cuando trabajé, durante ocho meses, en un psiquiátrico. Pese a que el personal estaba más familiarizado con los trastornos mentales, ni siquiera ahí encontré la confianza necesaria para contarlo.
Es cierto que no me ocupé a tiempo de mi trastorno, pero también lo es que las herramientas de la salud pública aún son precarias. En los centros de salud no hay psicólogos de cabecera. Y, cuando te derivan a los especialistas, las consultas están demasiado espaciadas como para resolver eficazmente los problemas.
Probé en un par de ocasiones con psicólogos privados. En la primera ocasión, no me curaron la ansiedad, aunque sí el miedo a las tormentas que atravesaba entonces. En la segunda, no me sentí cómoda, y acabé dejando la terapia bastante pronto.
En los últimos tiempos, mi gran descubrimiento y esperanza han sido las asociaciones como Amtaes, un ejemplo de ayuda mutua entre afectados. Gracias a ellas he logrado romper las barreras que me impedían conocer gente. Ahí he encontrado comprensión. E incluso he encontrado pareja: ahora mantengo relaciones con un fóbico social.
Es bonito sentir que la alegría se abre terreno incluso en los terrenos más áridos. Los dos nos compenetramos bien. Él me aporta la serenidad que tanto necesito. Y, según me dice, en mi compañía él puede expresarse mejor en determinados contextos.
Ahora tengo 45 años y ya han pasado 13 desde que empezaron los ataques y mi vida dio un vuelco. Ni un solo día de mi vida he dejado de luchar por aceptar mi situación, por encontrar las herramientas que hagan más llevadera mi existencia. Y creo que he avanzado mucho.
Pero tampoco ha pasado un solo día, en los últimos trece años, en los que me haya preguntado si volveré a ser esa chica apacible, sociable y ligeramente nerviosa que describía al principio del artículo.
Texto redactado por Álvaro Llorca a partir de entrevistas con Pilar C.
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