Patricia Ramírez, madre de Gabriel Cruz, ha pedido este lunes "que lo que quede de este caso sea la fe y las buenas acciones que han salido por todos lados y han sacado lo más bonito de la gente". En referencia a Ana Julia Quezada, pareja del padre de Gabriel y principal sospechosa de la muerte del niño, Ramírez ha pedido "que no aparezca en ningún sitio y que nadie retuitee cosas de rabia porque ese no era mi hijo y esa no soy".
Las palabras de Ramírez han sorprendido muy positivamente. Durante el domingo y el lunes no solo se han compartido gestos de apoyo a la familia, sino también mensajes de odio hacia Quezada. Incluyendo tuits en los que se mezclan temas sin relación directa con el caso, como mensajes racistas y machistas, por ejemplo.
Que se despierten emociones muy intensas ante esta noticia es natural, como explica Ignacio Morgado, director del Instituto de Neurociencias de la Universidad Autónoma de Barcelona y autor de Emociones corrosivas. No le extraña que muchos hayan querido relacionar este caso con otros temas: "La gente está indignada por otras razones y si ve una conexión, no pierde oportunidad para ligarlo". Es una tendencia emocional que tenemos todos, explica, y que también podemos ver en casos menos dramáticos que este.
Eso no significa que tengamos excusa para compartir toda clase de mensajes. Que nos indignemos es inevitable, explica Morgado: "La emoción se nos impone". Pero, aunque no podamos controlar cómo nos sentimos, "sí podemos controlar cómo reaccionamos ante nuestras emociones". Por ejemplo, es posible que no podamos evitar odiar a una persona, pero desde luego podemos evitar hacerle daño.
¿Es más fácil odiar en redes?
Morgado recomienda no dejarnos llevar por la indignación y correr a las redes sociales "a soltar un exabrupto o algo de lo que después nos arrepentiremos". Además, Jonah Berger, profesor de la Universidad de Pensilvania, explica en su libro Contagioso, que dos de las emociones que más nos llevan a compartir contenidos en internet son, precisamente, la ira y el humor.
Como apunta Morgado, damos rienda suelta a los mensajes de odio cuando nos sentimos respaldados y "creemos que lo que decimos no tiene consecuencias". Esto ocurre en el entorno familiar y con los amigos, donde nos sentimos protegidos y sabemos que lo que digamos no será mal interpretado y, "desde luego, en las redes sociales, donde nos sentimos parapetados".
Esta sensación de estar protegidos en redes se refuerza por varios factores: para empezar, escribimos en el móvil o en el ordenador y no estamos expuestos de forma directa a la reacción a nuestros comentarios, como ocurriría en una conversación presencial. El anonimato, cuando lo hay, también ayuda a que nos sintamos protegidos. Y, por supuesto, el hecho de que en redes nos rodeemos de gente que piensa de forma similar a nosotros hace que nos sintamos aún más respaldados.
Sobre esto último, Morgado añade que "a nadie le gusta odiar solo, porque cuando odias en solitario parece que es un problema personal, mientras que cuando odias con otra gente te sientes más justificado". Como apunta un estudio de 2013, tendemos a compartir los momentos felices con las personas cercanas, pero nos mostramos más dispuestos a unirnos a la ira de los extraños porque buscamos validación social a nuestra indignación. "Queremos agradar al grupo", añade Morgado. Pretendemos gustar incluso cuando odiamos.
Por suerte y por supuesto, no todos los mensajes han sido de odio.
La emoción y la ley
Como ejemplo de cómo nos dejamos llevar por las emociones, Morgado menciona el mensaje de WhatsApp que está circulando con la petición de que se condene a la sospechosa a 20 años de cárcel, cuando aún no se sabe casi nada de lo ocurrido. "Se aprovecha esta situación para expresar ese deseo de venganza que uno tiene en un primer momento".
Pero tampoco es como si pudiéramos detenernos aislarnos de las emociones: "Tendemos a pensar que emoción y razón son dos cosas separables y que podemos decidir pensar racionalmente sobre un tema sin que influyan las emociones -explica Morgado-. Pero es imposible: sin que nos demos cuenta, nuestras emociones influyen continuamente en nuestros razonamientos y al revés".
No se trata solo de un debate que se dé en la neurociencia o de una cuestión que nueva y que solo tenga que ver con las masas enfurecidas en las redes sociales. También afecta a cómo legislamos. Tradicionalmente, hemos tenido la falsa creencia de que la razón y la emoción eran enemigos irreconciliables. El Derecho lo tuvo bastante claro y se autoproclamó abanderado de la razón. Su labor, se ha venido repitiendo desde la Ilustración, era mantener las emociones a raya para tomar las decisiones más justas.
En los años 90, sin embargo, esta distinción empezó a resquebrajarse dentro del Derecho. De repente, empezó a escucharse el discurso de que las emociones debían ser tenidas en cuenta al impartir justicia. Las intenciones no podían ser más honorables: el sistema judicial había creado una arquitectura muy rígida que apenas prestaba atención a las necesidades de las víctimas, e incluso de los criminales. Este cambio de mentalidad impulsó planteamientos, como la justicia restaurativa, que pretendían suavizar y humanizar la maquinaria de la justicia. A este proceso se le bautizó como "emocionalización".
Sin embargo, esta "emocionalización" tuvo otra cara, no tan centrada en las necesidades de las víctimas y los criminales, sino en el afán de justicia de la sociedad, que empezó a reclamar a sus políticos que también tuvieran en cuenta sus percepciones sobre la criminalidad. Según explicó Susanne Karstedt en "Emotions and criminal justice", estos cambios en la cultura emocional y en el imaginario moral de las sociedades llevaron a que los políticos empezaran a competir por satisfacer las "necesidades emocionales" de sus votantes (y eso que el texto de Karstedt data de 2002, cuando aún no existía la presión de las redes sociales).
La "emocionalización", por tanto, trajo un enfoque más sensible a la Justicia, pero también ha provocado una serie de tensiones que todavía no están resueltas. Por ejemplo, las necesidades emocionales de la sociedad tienden a poner mucho más énfasis sobre el castigo que sobre la reinserción (un principio, no olvidemos, recogido en la Constitución Española). "Es preciso reivindicar la existencia de emociones en la vida del derecho, pero finalmente es cierto que también exigimos que no todas cuenten igualmente atendiendo a los efectos que puedan provocar", sentencia María José Bernuz en "El sentido de las emociones en el Derecho penal".