(Con este artículo iniciamos una serie de textos sobre cómo nuestro voto no es tan racional como creemos: nos influyen sesgos y efectos cognitivos).
Es muy probable que creamos ser personas absolutamente racionales, y más cuando se trata de votar. Es común pensar que evaluamos las propuestas de los diferentes partidos y que, tras un análisis racional, decidimos cuál es la opción más adecuada y en la que confiamos para solucionar los problemas de nuestro país.
Pero no es del todo cierto. No evaluamos la información por sí sola, sino que lo hacemos teniendo en cuenta nuestras ideas, creencias y preferencias previas. De hecho, los argumentos que damos en defensa de una elección vienen casi siempre después de haber tomado la decisión de modo instintivo, y no antes.
Somos víctimas del sesgo de confirmación, es decir, la tendencia a buscar y encontrar pruebas que apoyan las creencias que ya tenemos e ignorar o reinterpretar las pruebas que no se ajustan a estas creencias. Este sesgo, como explica María Puy Pérez Echeverría, profesora de psicología de la Universidad Autónoma de Madrid, está patente en muchos ámbitos de nuestra vida, aunque por lo general no seamos conscientes.
Muchas emociones, pocas razones y algo de dopamina
En su libro The Believing Brain (El cerebro que cree), Michael Shermer habla de un experimento de la Universidad de Emory, en Estados Unidos, en el que se ponía a prueba este sesgo, usando además resonancias magnéticas. En 2004 y antes de las elecciones presidenciales estadounidenses, los experimentadores mostraron a votantes demócratas y republicanos declaraciones en las que tanto John Kerry como George W. Bush se contradecían a sí mismos. Tal y como se preveía, los demócratas excusaron a Kerry y los republicanos hicieron lo mismo con Bush.
Lo novedoso del estudio vino con la resonancia magnética: esta prueba puso de manifiesto que las partes más activas del cerebro mientras se intentaba justificar al político preferido eran las relacionadas con las emociones y con la resolución de conflictos. En cambio, las asociadas con el razonamiento apenas registraban actividad. No solo eso: una vez se llegaba a una conclusión satisfactoria, se activaba la parte del cerebro asociada con las recompensas.
“En otras palabras -escribe Shermer-, en lugar de evaluar de modo racional las posiciones de un candidato en esta u otra cuestión, o de analizar los puntos del programa de cada candidato, tenemos una reacción emocional a datos conflictivos. Racionalizamos y apartamos lo que no encaja en nuestras creencias previas sobre un candidato y después recibimos una recompensa en la forma de un chute neuroquímico, probablemente dopamina”.
Estereotipos y noticias falsas
En muchos casos, la misma información provoca respuestas opuestas. Tenemos un ejemplo en la declaración del major Josep Lluís Trapero en el juicio del procés. Según muchos tuiteros y medios próximos al independentismo, se trató de una declaración que dinamitaba a la Fiscalía. Para tuiteros y medios unionistas, las palabras del exresponsable de los Mossos habían hundido a la defensa. Es evidente que ambas cosas a la vez son imposibles.
Como escribe Jonathan Haidt en La mente de los justos, hay estudios que muestran que tendemos a enrocarnos aún más en nuestras posiciones cuando recibimos información que contradice nuestras creencias: “Progresistas y conservadores se apartan aún más cuando leen investigaciones sobre si la pena de muerte frena la delincuencia o cuando evalúan la calidad de los argumentos de los candidatos en un debate presidencial”, por ejemplo.
Y no solo eso: siempre vemos al otro lado como más sesgado. Si somos de izquierdas, los medios de derechas nos parecen mucho más tendenciosos y viceversa.
Por eso, por ejemplo, también es más fácil picar con las noticias falsas que encajan con nuestra forma de ver el mundo, mientras que somos habilísimos detectando los bulos opuestos. Si somos de izquierdas, no nos cuesta creer cualquier barbaridad sobre inmigración que haya podido decir algún cargo público del PP. Y, al revés, si somos de derechas, es fácil (o, al menos, tentador) picar con un bulo que afecta a Pedro Sánchez. Simplemente porque estas historias encajan en nuestros esquemas mentales.
El sesgo también está relacionado con los estereotipos y los prejuicios, como recuerda Pérez. Si pensamos que todos los irlandeses son pelirrojos (por poner un prejuicio inofensivo como ejemplo), los irlandeses morenos o rubios serán solo excepciones que confirman la regla.
Esta tendencia no es disparatada, a pesar de sus evidentes desventajas: “Nuestras teorías nos proporcionan estabilidad en la forma de percibir el mundo”, recuerda Pérez. Este sesgo tampoco significa que no podamos cambiar de idea nunca, sino que “los cambios son progresivos”.
Un sesgo universal y casi inevitable
A estas alturas es posible que el lector esté resoplando con condescendencia: “Sí, seguro que eso pasa, pero no a mí. Yo soy un tipo informado, leo todos los periódicos de España y alguno del extranjero, tengo nueve carreras, hablo setenta y cuatro idiomas, he escrito varios libros de psicología…”. La mala noticia es que nadie es inmune a este sesgo. De hecho, y como recuerda Pérez, lo más frecuente es que ni siquiera seamos conscientes de él, salvo en situaciones muy concretas.
La profesora de la UAM apunta que nos podemos esforzar por aprender a pensar de forma crítica y a poner en duda más a menudo nuestras creencias, pero añade que se trata de una estrategia “costosa y difícil a largo plazo”. No es algo que se pueda automatizar.
Los neurocientíficos Hugo Mercier y Dan Sperber apuntan en su libro The Enigma of Reason que este sesgo no se ve ni siquiera mitigado por factores como el mayor conocimiento, la capacidad de concentración o la inteligencia.
Estos autores recuerdan un experimento en el que se propusieron temas a dos grupos, uno con muchos conocimientos de temas políticos y otro con menos, con el objetivo de que propusieran argumentos a favor y en contra. “El grupo con pocos conocimientos mostró un sesgo de confirmación sólido: citó el doble de ideas en apoyo de su opinión que de la contraria”. Pero los participantes con amplios conocimientos políticos se veían aún más afectados por este efecto: “Encontraron tantas ideas en apoyo de su posición favorita que no llegaron a ofrecer ninguna en contra”.
También es más fácil encontrar razones para apoyar nuestras ideas porque hoy en día es muy fácil buscarlas. Como escribe Haidt, si quieres creer algo, por disparatado que sea, simplemente búscalo en Google: “Encontrarás páginas web partidistas resumiendo y a veces distorsionando estudios científicos relevantes”. Si queremos encontrar argumentos para defender que la Tierra es plana o que Barack Obama en realidad es un reptiliano procedente de la constelación Draco, solo tenemos que abrir otra pestaña y prepararnos para recibir una pequeña y placentera dosis de dopamina.