No hablo español, hablo sobrecastellano: otros nombres de nuestro idioma en la historia

La elección de un nombre para la lengua que hablamos no es neutra, en absoluto

Una cantante de Barcelona (Gisela) y otra de Tamaulipas, México (Carmen Sarahí), junto a otras artistas, interpretaron en la gala de los Oscar el tema principal de la película Frozen 2; cada una cantó una pequeña parte de la canción, pero los rótulos anunciaron que una cantaba en castellano y la otra en español. Los espectadores hispanohablantes reaccionaron de inmediato: ambas cantaban en la misma lengua, ¿por qué esos dos nombres? Como explicaba Darinka Rodríguez este lunes 10 de febrero, ambos se entienden como sinónimos, aunque hay una carga ideológica o, cuando menos sentimental, en nuestra preferencia por uno u otro.

En la Edad Media nuestra lengua era llamada generalmente romance, término que deriva de romanice y con el que se denominaba a todas las lenguas hijas del latín; estas eran nombradas también como "lenguas vulgares" por contraste con la lengua culta, el latín. Términos como "castellano" o "lenguaje castellano" se empiezan a usar en el siglo XIII y pronto se establece una equivalencia entre castellano y español que se ha mantenido con las tensiones, preferencias y connotaciones propias de cualquier debate como este, que afecta no tanto a las lenguas como a las cuestiones políticas y emocionales que estas implican. Por ejemplo, en España las preferencias dependen de las zonas (las comunidades bilingües prefieren castellano) y en América las constituciones de los países oscilan entre un nombre y otro históricamente.

La elección de un nombre para la lengua que hablamos no es neutra, en absoluto, pero en otro tiempo el debate tuvo en juego algunos nombres más. Uno de ellos hacía la terna junto a castellano y español: idioma nacional. Para entender la génesis de esta forma de denominar al español hay que situarse en la época de la independencia de las antiguas colonias españolas en América. Tras la separación, algunos sectores políticos y culturales de las nuevas repúblicas trataron de fundar también su propia independencia intelectual con respecto a la metrópoli, y ello llevó a ver con recelos ese obvio espacio cultural compartido que da una lengua común.

En ese contexto, hay que entender que se propusiera y extendiera (en México y sobre todo en Argentina) el nombre "idioma nacional" como forma de llamar a la lengua. La idea de fondo era muy propia de la mentalidad decimonónica: la concepción de que un Estado ha de tener una lengua propia (y solo una). Así, desde mediados del siglo XIX, sucesivas normas legales argentinas hablan del idioma nacional como lengua de los argentinos, y, por ejemplo, en 1884 la Ley de Educación Común incluía para los colegios argentinos la asignatura "idioma nacional" como materia escolar. Aunque la ley no indicaba de forma expresa qué idioma era ese de la nación, se trataba, obviamente, del español, que se consideraba por sus giros y usos propios, una forma capaz de ser llamada de manera distinta al español o castellano de la metrópoli.

La expresión idioma nacional solo tuvo fortuna en Argentina. Se terminó sintiendo como una forma encubridora de la realidad lingüística del país, y cayó en desuso. Tampoco tuvo mucha fortuna el nombre de idioma argentino que se usó también en alguna ocasión. Este nombre resulta paralelo a otros similares que han nacido en países que tenían una relación conflictiva con otras naciones de lengua compartida; así, en Estados Unidos llegaron a llamar en el XVIII al inglés language of the United States, o bien American tongue o incluso National Language.

Y hay casos similares en otros contextos: en el primer tercio del siglo XIX los brasileños comenzaron a llamar a su lengua idioma brasileiro o lingua nacional y, en el convulso contexto de la Europa de entreguerras, el alemán nos dio otro ejemplo: antes de que Austria quedase incorporada a la Alemania nazi como una provincia del III Reich, los colectivos políticos contrarios a esa anexión reivindicaron que se llamase austriaco al alemán de Austria, como forma de reivindicar su independencia de Alemania.

El último nombre olvidado para el español fue sobrecastellano. Este término no tuvo apenas circulación más allá de quien lo inventó como concepto: Miguel de Unamuno, quien lo usaba como forma de referirse a la actitud de integración de variedades que debía darse en el español del siglo XX. En uno de sus frecuentes artículos periodísticos sobre la lengua, Unamuno defiende que, frente a la idea de un castellano castizo, propio de Castilla como región fundacional, habría que cultivar un sobrecastellano que aspirase a ser la lengua del futuro. Observando la revisión crítica que se hacía de la cultura española en América, con la querella de la lengua en Argentina como elemento de debate constante, Unamuno reaccionó contra el purismo lingüístico.

El sobrecastellano debía ser, según él, el viejo romance castellano enriquecido por el contacto con nuevas culturas. La etiqueta se usaba con la idea de renunciar a privilegios lingüísticos europeos y buscar lugares de acuerdo y encuentro con América en la época justo posterior a la independencia de Cuba, pérdida tan dolorosa para la intelectualidad española. Por eso, apuntó también a hispanoamericano como nombre del idioma. Las denominaciones propuestas por Unamuno se olvidaron, como se terminó olvidando el idioma nacional que se quiso imponer como nombre de la lengua en Argentina.

En su libro Castellano, español, idioma nacional, el gran filólogo navarro Amado Alonso se ocupó con detalle de este asunto. La obra, publicada en Argentina en 1938, profundiza en esa terna de nombres de la que el español de hoy ha olvidado el tercero, al menos hasta que en la próxima gala de los Oscar cante Pimpinela o algún otro músico argentino, y subtitulen entonces que hay un Frozen cantado en el idioma nacional.

El francés como lengua oficial argentina

Lola Pons

Años antes de que se propusiera y extendiera el sintagma "idioma nacional" como forma de llamar a la lengua, en América se hicieron algunas otras propuestas rompedoras en torno al español: en 1837, el político Juan Bautista Alberdi (1810-1884) se planteó que en Argentina se adoptara el francés como lengua oficial, en la idea de la emancipación lingüística resultaría clave en la consolidación de la independencia política de Argentina (de hecho su artículo al respecto se llamó "Emancipación de la lengua"). Para Alberdi, Argentina, convertida en república tras independizarse de España, adquiría un vínculo con Francia, patria de las repúblicas. Esto no es un movimiento completamente original, ya que algo parecido se había propuesto en Estados Unidos: en el conflicto de tensiones que Estados Unidos tuvo hasta lograr su independencia, algunos congresistas propusieron reemplazar el inglés, lengua de la metrópoli británica, y sustituirlo por otras lenguas; unos propusieron el hebreo y otros el griego.