El primer fin de semana de confinamiento hicimos videoconferencias antes, incluso, de echarnos de menos. Casi como una forma de tantear el terreno futuro, de descubrir cómo nos íbamos a ver a partir de ahora. Había más curiosidad que estricto deseo de vernos. Las redes se llenaron de pantallazos de las propias llamadas como una forma de ambientarse. Yo misma compartí, el día 2 del confinamiento, una captura de un Zoom a tres con mi madre y mi hermana. En condiciones normales no habría hecho una llamada ese día ni, muchísimo menos, una videollamada. Soy, además, el tipo de persona que siempre encuentra algo mejor que hacer que hablar por teléfono. No solo hice la videollamada, sino que compartí captura en Instagram y al cabo de un rato la borré. Me sentí, como la mayor parte de veces estos días, ridícula en redes.
Coincide todo este absurdo proceso con la lectura de Falso Espejo, de Jia Tolentino, y no dejo de pensar todo el rato en Internet como un amplificador de todo el absurdo. Leo malas noticias y al instante me siento mal por pensar en compartir un vídeo de mi familia y yo jugando a Asteroids Attack en el cumpleaños virtual de mi madre, un juego en el que diriges una nave con tu nariz mientras esquivas obstáculos. Me siento triste y feliz jugando al Asteroids Attack, moviendo mi nariz mientras hablo con mi madre. Confinadas. No entiendo nada. No comparto captura porque decido que me da vergüenza.
“No hay límite alguno para la cantidad de desgracias que una persona puede percibir vía Internet (...) y no hay modo de calibrar correctamente dicha información; no hay un manual para aprender a ensanchar nuestros corazones y acomodar así esas escalas simultáneas de experiencia humana, ni manera de aprender a separar lo banal de lo profundo”, sugiere Tolentino en un ensayo muy elocuente y que comprende como nadie las dosis de impotencia y placer que nos genera Internet.
Vuelvo al primer fin de semana de confinamiento, hicimos videollamadas con personas que hacía mucho tiempo que no veíamos. Hicimos combinaciones tan improbables que sucedía que había gente viéndose por Zoom que no se había visto en la vida real. Fue maravilloso. Más que conectar o hablar de verdad de nosotros, necesitábamos contextualizarnos a nosotros en ese escenario loco. O sea, hablar de todo lo que estaba pasando. Amigos de la infancia o exnovios que solo te hablan cuando estás mal de salud o has ganado un premio regresan en estos momentos de pandemia global para tener un momento de extrañamiento, miedo y flipación conjunto. Me parece de lo más natural. Yo ya he tenido mi ración de todo eso.
El segundo sábado hicimos una fiesta. Una fiesta casi de verdad. Una fiesta en la que compartimos pantalla y pusimos una canción de Bad Bunny, así que todos bailábamos lo mismo mientras bebíamos. Cuando desconectamos, el piso se quedó otra vez vacío y mis amigos me parecieron un espejismo. Fue como si se rompiera algo y yo me quedara sola con mi borrachera.
Conforme pasan los días, compruebo que se ha reducido la exhibición de pantallazos. No es que la gente haya dejado de hacer videollamadas, pero ahora ya no existe el elemento performativo. Ahora empieza la costumbre. O como advirtió Fernando Simón, la cara visible de de la crisis sanitaria hasta esta semana, los tres primeros días de confinamiento pueden ser hasta “divertidos”, pero luego llega lo bueno, o sea, lo triste.
Ese Zoom, ese Hangouts, es la herramienta que usas ahora para conectar con el jefe (si es que aún tienes jefe) o con cualquier estímulo de exterior. Cada vez resulta menos trepidante y en mi caso ya me acuerdo por qué no me gustaban las videollamadas. La imagen se corta y no os oigo bien, lo siento. Cada vez que acaba una, no puedo evitar preguntarme: ¿nos acabaremos acostumbrando a esto? Empiezo a querer que me miréis a los ojos, quiero tocaros.