Algunas de las mujeres más poderosas del mundo se reunieron este martes en el encuentro del G-20 dedicado a las mujeres en Berlín. En el acto, la moderadora preguntó a Angela Merkel si se consideraba feminista. La canciller dudó con la respuesta, aseguró que no le gustan las etiquetas, alabó los logros históricos del feminismo y dio un par de rodeos antes de reconocer, tibiamente que bueno, que si hablamos de igualdad de oportunidad y libertad para elegir, que entonces sí lo era, pero a su manera.
Como explica en esta crónica del acto Ana Carbajosa, “Merkel se declaró ferviente defensora de las cuotas en los consejos de administración de las empresas provocando una ovación. Dice la canciller que después de años trabajando por la incorporación de la mujer por la vía voluntaria ha llegado a la conclusión de que no es cuestión de tiempo sino de políticas”.
Ser “fervientemente defensora” de las cuotas en los órganos de poder es algo muy feminista. Igual que la llamada “pensión para madres”, un complemento a la hora de calcular la jubilación en Alemania que impulsó el partido de Merkel y que compensa a las madres de hijos nacidos antes de 1992, por la falta de ofertas de cuidado infantil, lo que impidió a muchas madres su participación en el mercado laboral. Pero Merkel, la mujer más poderosa de Europa y puede que del mundo, no quiso ser feminista.
“La situación casi me ha parecido graciosa porque estaba en un acto en el que avalaba políticas de igualdad. Si eso no es feminismo, no sé lo que es”, dice al teléfono la historiadora Isabel Morant. “Es una tremenda contradicción en este caso. Es una pena que nadie le repreguntara y le dijera: 'Señora Merkel, usted es una demócrata que defiende la igualdad, así que es usted feminista'. El primer feminismo, el de Mary Wollstonecraft, hablaba de hombres y mujeres libres e iguales, como estaba defendiendo Merkel”.
Cuando la moderadora pidió que levantaran la mano aquellas que se consideraban feministas, solo dos de las participantes -Christine Lagarde y la ministra de Exteriores de Canadá, Chrystia Freeland- lo hicieron sin pensárselo dos veces. Ivanka Trump dudó y finalmente subió la mano. Todavía muchas mujeres en la posición de Merkel se resisten a llamarse a sí mismas feministas a pesar de que públicamente defienden la definición de feminismo del diccionario: ideología que define que las mujeres deben tener los mismos derechos que los hombres.
En el caso de los políticos, es más raro todavía. Justin Trudeau sí lo dice siempre que puede y Obama, en un ensayo que publicó en la revista Glamour el año pasado, también se definió como tal. En España, el único de los candidatos de las últimas generales que se ha definió abiertamente como feminista fue Alberto Garzón.
Entonces, ¿por qué tantos reparos a llamarlo feminismo? Miguel Lorente, médico forense y exdelegado del Gobierno para la violencia de género, nos aseguraba hace unos meses en un artículo que llamarse feminista, en el caso de los políticos, directamente quita votos. “El feminismo se ha planteado como una especie de adoctrinamiento impuesto que te lleva a tomar decisiones por encima de tu voluntad y a favor de un determinado sector de la sociedad [las mujeres], en lugar de plantearse como un pensamiento que lo que busca es la igualdad”, explicaba.
“A veces es por desconocimiento. Otras veces es porque el feminismo se ha percibido como algo que intranquiliza. Si todo el mundo supiera bien qué es el feminismo y cuántos avances ha conseguido para las mujeres, no dudarían”, dice Morant, catedrática de Historia Moderna y Contemporánea de la Universidad de Valencia. “Creo que, más allá de la actuación de Merkel, se está perdiendo el miedo a decir en voz alta que eres feminista y eso es lo importante".