[María Francisca aún no sabe leer ni escribir. Este texto ha sido redactado a partir de varias entrevistas por Eugenia Coppel y leído a la protagonista para su aprobación]
El día que desapareció mi hijo Arturo era un lunes, el 21 de julio de 2014, y hasta la fecha no sé nada de él. Tenía 11 años. Ese día yo estaba trabajando y él estaba de vacaciones. La gente de la colonia donde vivimos me dijo que lo vio jugando pelota con los vecinos como a la una de la tarde. Él le dijo a su hermana que se iba a jugar y nunca regresó. Desapareció, como si se lo hubiera tragado la tierra. Nadie lo vio.
Yo estaba como loca. Al día siguiente levanté el acta en el ministerio público de Naucalpan [Estado de México], porque tenían que pasar 24 horas. La policía me dijo que iba a investigar, que iba a hablar con sus amigos, que iba a ir la patrulla a mi casa pero nunca se presentó. Me mandaron a la oficina de atención a las familias de desaparecidos. Yo estaba desesperada: iba todos los días a preguntar si sabían algo de él hasta que los fastidié. Me dijeron que no tenía caso que fuera a menos de que tuviera alguna noticia de mi hijo.
Siempre me decían que yo no era la única que necesitaba ayuda; que no los molestara tanto porque ellos tenían mucho trabajo. Nunca me hicieron caso. El licenciado me decía: ‘Aquí si no hay dinero, no te mueves’. Cuando iba a esa oficina veía muchísima gente en la misma situación que yo. Una señora me decía: ‘Es que nosotros no tenemos dinero; nadie nos escucha y nadie nos va a escuchar’. Por eso dejé de ir y empecé a buscar por mi cuenta.
Le preguntaba a las personas en la calle si habían visto a mi hijo. Siempre cargaba fotos de él y me iba a buscarlo después del trabajo. No solo por mi barrio: iba a Bellas Artes, a Hidalgo, a Tepito, a todos los lugares. Andaba sola en la noche, preguntaba a los niños de la calle, a los señores, a la gente de las tienditas. Muchos me dijeron que no perdiera mi tiempo.
Encontrar a Arturo es mi principal objetivo, pero sé que el Gobierno no me va a ayudar. Ya dejé de creer en ellos. Me siento muy sola, siento que no sé nada. ¡Como quisiera saber leer y escribir, tener un celular y una computadora y a través de eso poder buscarlo! Mis hijas no pueden ayudarme: la grande ya está casada y tiene su vida hecha. La chica, que es cuata de Arturo, tiene 14 años y está en su mundo.
A mis hijos les he dedicado mi vida. Siempre he limpiado casas y lo hago para ellos. Uno de mis jefes me dijo que me iba a pagar un dinero extra si me inscribía en una escuela de adultos para aprender a leer y escribir. Yo ya lo había pensado, pero se me pasaba el tiempo y no lo hacía. Ahora acepté por mi hijo. Me metí a estudiar por él, porque pienso que así puedo moverme más, saber a dónde ir, entender lo que dicen los papeles...
Me inscribí en una escuela de Gobierno que está cerca de mi casa. La clase es una vez a la semana, dos horas, todos los viernes por la tarde. Pero no he mejorado mucho. No puedo leer una nota, ni escribir mi nombre, apenas puedo reconocer los números. Yo no sé qué pasa con mi cabeza: cuando la maestra me dice ‘escribe tu nombre’, lo escribo, pero luego se me olvida.
Ahora hace más de un mes que no voy a clases. Desde que murió mi sobrina y me enfermé, no he tenido ánimos. Se me hace muy difícil, con tantos problemas... La maestra me dice que no me preocupe, porque los adultos no nos dedicamos nada más a estudiar. Pero no quiero dejarlo, porque yo veo que si no sé leer no voy a encontrar a mi hijo. Quiero regresar: ya hablé con la maestra, le expliqué mi situación y me dijo que está dispuesta a ayudarme. Hace poco me llamó para decirme que sus hijas subieron la foto de Arturo a Facebook. Esperemos que alguien nos hable por teléfono.
Yo no entiendo muy bien qué es Facebook ni internet. Veo que mi hija tiene su teléfono y platica con sus amigas, o que suben fotos con el novio. Sé que ahí es donde conoce mucha gente y que puedes hasta conseguir trabajo. También sé que internet se puede usar para cosas buenas y para cosas malas. Me gustaría saber todo eso.
Cuando no sabes leer, la gente te humilla. Muchas veces, cuando llego a algún lugar y me piden escribir mi nombre, tengo que pedir ayuda. No me da pena, porque yo sé que no es algo vergonzoso. Siempre lo he dicho: ‘pena les debería de dar a los que roban’. Cuando tengo que llegar a algún trabajo, me dan la dirección y yo le pregunto a la gente. Nunca me perdí. Siempre he llegado a los lugares y a veces no me explico cómo.
Los papás de antes decían que la escuela era solo para los niños, no para las niñas, porque una mujer se casa y tiene hijos. Mi mamá nunca quiso que estudiara porque yo tenía que cuidar a mi hermana, lavar los pañales, moler el nixtamal y hacer las tortillas. Esa era la costumbre en el pueblo en el que crecí, que se llama Papatlatla (Hidalgo). Allí hablábamos en náhuatl. Yo aprendí el español cuando me vine a vivir a la Ciudad de México, a los diez años, pero todavía a veces siento que no pronuncio bien las palabras.
Casi todos los días veo las noticias. Cuando dicen que encuentran fosas con cuerpos pienso que mi hijo podría estar ahí. Si eso pasara, al menos sabría que ya no lo voy a volver a ver. Pero vivir así, sin saber nada… es como si estuviera muerta. Porque un hijo es tu vida. Y aunque yo esté viviendo, no es igual. Siento que mis hijas ya no me necesitan. A veces quisiera ya no estar aquí.
Tengo una amiga que me dice: ‘¿Para qué quieres estar acostada llorando? Así no vas a encontrar a tu hijo’. Y tiene razón. Sé que tengo que seguir trabajando y pagando mi renta. Me voy a concentrar en estudiar para aprender a leer y ya no molestar a mis hijas. Quiero moverme sola. Algún día voy a volver a verlo.
Las desapariciones y el analfabetismo en México
De acuerdo con el Informe Anual 2016 del Registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas (RNPED), elaborado por la Secretaría de Gobernación, existen 30.499 personas desaparecidas o no localizadas en México (hasta el 31 de diciembre de 2016).
Las causas en este reporte oficial están divididas en voluntarias (problemas personales o familiares, migración u otros), e involuntarias (causas delictivas, accidentes, salud mental u otros).
El 67% de los casos del fuero común (29.485 casos) se concentran en siete Estados mexicanos: Tamaulipas (con 5.558 casos), el Estado de México (3.151), Jalisco (2.634), Sinaloa (2.444), Nuevo León (2.407), Chihuahua (1.926) y Coahuila (1.627).
En España se registraron este año 4.164 casos de desaparecidos. En Colombia, durante las cuatro décadas de conflicto, se estima que desaparecieron 70.000 personas, según la Comisión Internacional de Personas Desaparecidas.
Una persona analfabeta, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), es alguien mayor de 15 años que no sabe leer ni escribir un recado. Este problema ha disminuido considerablemente en México desde 1970, cuando uno de cada cuatro mexicanos lo padecía (25,8% de la población).
Según los últimos datos recabados por el organismo, el analfabetismo en 2015 afectaba al 5,5% de la población, lo que equivale a 4 millones 749 mil personas en todo el país. La mayoría de ellas son del sexo femenino: seis de cada 100 mujeres padecen este rezago educativo, contra cuatro de cada 100 hombres. El problema se concentra en la población de la tercera edad.
De los 32 Estados de la República Mexicana, el porcentaje más bajo de analfabetismo está en la Ciudad de México, con 1,5%. Chiapas es el Estado con la mayor proporción de población que no sabe leer ni escribir, con el 14,8%.
Según la UNESCO, en 2016 existían 750 millones de personas analfabetas en el mundo. África es la región más afectada. En países como Malí, Níger, Chad, Sudán del Sur y Guinea, más del 50% de la población presenta esta problemática. México y Latinoamérica están pintados del mismo color en este mapa elaborado por la organización, lo que significa que solo el 10% o menos de sus habitantes son incapaces de leer y escribir.