Recuerdo cuatro movimientos de vaivén y a la gente corriendo hacia las escaleras. Yo no pude hacerlo porque algo me había tirado al suelo, no sé si una persona o un plafón. Lo cierto es que caí al piso de espaldas y que dos señoras cayeron luego sobre mí. Intenté pararme, pero ya no fui capaz: aunque en ese momento no lo sabía, tenía una pierna fracturada.
Tras esos segundos de desconcierto, el edificio se nos cayó encima, como si lo hubieran levantado por sus cimientos y lo hubieran agitado. Recuerdo un pedazo de losa que se me vino encima. Me tapé la cara con las manos y, al abrir los ojos, esa losa se encontraba tan solo a quince centímetros de mi cara.
Luego, todo se oscureció, había mucho polvo. Yo me cubrí la boca con mi playera para evitarlo. Cuando el polvo se asentó, ya pude echar un vistazo a mi alrededor y me encontré a dos señoras que lloraban y que se encontraban muy apretadas. Yo al menos gozaba de un poco más de espacio porque un escritorio cercano había amortiguado los derrumbes.
¿Qué pasó...?
Acto seguido, encendí la lamparita de mi teléfono. Y, frente a nosotros, a unos tres metros, había cuatro o cinco cadáveres. La losa había aplastado sus cuerpos.
Fundamentalmente, me gano la vida colocando Tablaroca en los edificios. Pero cuando no me sale ningún encargo, hago trabajos de cerrajería. Y esa es la razón por la que aquel 19 de septiembre me encontraba en el cuarto piso del edificio en Álvaro Obregón, 286.
El día había empezado como cualquier otro. Después de tomar un café, hacia las nueve de la mañana se presentó una señora, a la que no conocía, para preguntarme si podía acercarme a esa dirección para un trabajo de cerrajería. Le pregunté si sabía de qué se trataba, pero no me supo decir.
- Mi patrón quiere platicar con usted, la verdad es que no sé qué quieran.
- Ok, vamos.
Justo a mi llegada sonó la alarma sísmica, aunque el piso permanecía firme. La recepcionista de la oficina me comentó que solo se trataba de un simulacro, que no hacía falta que abandonara el edificio y que pasara a ver al jefe a su despacho.
Aquel hombre me dijo, ya en su despacho, que cambiara la combinación de un escritorio y también las llaves de un archivero. “Y me las entregas a mí”, especificó. Su pedido me obligaba a regresar a mi taller para trabajar sobre algunas piezas.
- ¿Como a qué hora regresarás?
- Como a la una, yo creo.
- Te espero, pero que sea antes de las cinco porque a esa hora nos vamos.
- Sí, no hay problema.
Mientras dejaba el despacho me encontré con que, por el simulacro, algunas personas aún bajaban por una escalera metálica, de caracol, especialmente angosta. Pensé que, en caso de una emergencia verdadera, aquella escalera sería demasiado estrecha.
Y hubo otra cosa que, echando la vista atrás, también me llamó la atención: yo ya había estado ahí antes y las plantas de ese edificio solían tener cuatro o seis columnas de carga. Sin embargo, al entrar esa vez, me pareció un salón de baile grandísimo. La planta se veía mucho más amplia. Ahora me pregunto si aquello tuvo algo que ver... Quién sabe.
A las 12 de la mañana, en mi taller, ya había terminado el encargo. Pero como había dicho que volvería a la una, hice duplicados de llaves y leí el periódico despreocupadamente.
Me presenté en el edificio a la hora acordada y empecé a colocar las piezas que habíamos acordado.
-¿Qué pasó con mi chapa? -me dijo un hombre al que no había visto anteriormente.
-No sé, yo solo le cambié la combinación, como me habían dicho.
-¿Me va a dar copia?
-No sé, pregúntele al otro señor.
Seguí trabajando con el archivero. Puse la primera pieza, pero la segunda no terminaba de encajar. En eso andaba cuando, sin sonar ninguna alarma, empezó el movimiento. Eran las 13:14, la hora del terremoto.
Tras el derrumbe, tuve que pedir calma a las dos mujeres que se encontraban junto a mí:
-Cálmense, por favor. Estamos vivos gracias a Dios y si hay vida, hay esperanza.
Al poco tiempo, sonó una voz cercana.
-¿Cómo están?
Era la voz de un señor.
-¿Eres tú, Toño? -le gritó Diana, una de las señoras que estaban conmigo. En realidad, Diana es una chamaca de unos treinta años. La otra señora, la primera que se tropezó conmigo se llama Angélica y trabajaba en la limpieza.
-Sí, aquí estoy -nos gritó Toño.
Nuestra larga espera para ser rescatados ya había comenzado. Desconocíamos cuánto tardarían en encontrarnos, si es que lograban hacerlo. No teníamos ni idea de cómo se encontraba el resto de la ciudad.
A menudo, las dos mujeres recordaban a sus hijos. Yo también pensé en mi hijo. Yo tenía un chamaco que, a los 17 años, se ahogó en el mar. Sinceramente, siento que él fue quien me ayudó en aquellas horas desesperadas.
También tengo tres hijas (de 33, 31 y 3 años) y un niño (que en diciembre cumplirá 5 años). Pensar en los dos pequeños me generaba muchísima angustia. Al fin y al cabo, mis dos hijas mayores ya podrían arreglárselas por su cuenta, pero, ¿qué sería de los pequeños en caso de que yo...?
Las primeras horas fueron las más desesperadas. La pierna izquierda no dejaba de dolerme. En mitad del silencio, en un momento dado, saqué mi celular y me tomé una foto, una de esas selfies. Pero no crea que fue por vanidad o morbo. En un momento pensé que, si mi familia no volvía a verme con vida, sería bueno que tuviera una foto de mis últimas horas.
Conforme pasaba el tiempo, también nos daban ganas de ir al baño, pero no teníamos más remedio que orinarnos ahí, acostados. Solo podíamos excusarnos diciendo “con permiso”.
Estando ahí encerrados, la señora Angélica nos hizo prometer que, si salíamos con vida, el 12 de diciembre iríamos juntos a dar gracias a la Virgen de Guadalupe. La verdad, no creo que lo hagamos, porque ya he perdido el contacto con ellos. De hecho, alguien me comentó que Angélica se marchó corriendo del lugar en cuanto la sacaron.
Calculo que eran las cinco o las seis de la tarde cuando oímos las primeras voces. Los cuatro gritábamos a pleno pulmón, pero nadie nos respondía. El sonido nos llegaba con claridad. Por ejemplo, supimos que habían encontrado a otra persona atrapada, quién sabe de qué piso. Pero a nosotros no nos escuchaba nadie.
No fue hasta las dos de la madrugada que notamos la presencia de los rescatistas junto a nosotros. Retiraron una lámina que estaba a nuestro lado y nosotros aumentamos los gritos de nuestras súplicas.
La persona que nos encontró nos dijo que se llamaba José.
-¿Cuántos son? -nos preguntaron.
-¡Cuatro! -gritó Diana.
-¿Cómo se llaman?
-Martín, Angélica, Toño y Diana -no me acuerdo de sus apellidos, la verdad.
-¿En qué piso estaban?
-En el cuarto.
Pasado un rato, ya sentimos cómo agujereaban la losa. Escuchábamos los golpes. Pum, pum, pum. Nos preguntaron si veíamos la luz de una lámpara, pero no veíamos nada. Teníamos los ojos cerrados porque, cada vez que daban un golpe, el polvo de la loza caía sobre nosotros.
Diana me transmitió su miedo a que golpearan tan duro, porque si la loza nos caía encima podría matarnos. Yo tuve que pedirle que aguantara, que de alguna manera tenían que sacarnos. Eso conllevaba riesgo, claro, pero nuestra única salida pasaba por que llegaran hasta nosotros.
De pronto, abrí los ojos y vi la luz. Pegué un grito, pero nos pidieron silencio. Empezaron a abrir un hueco y la señora Angélica, que era la más pequeña y chaparrita, fue la primera en salir. Había mucha maquinaria: sierras, picos, no sé cuántas cosas más. Estábamos como a cinco metros de la luz.
Yo fui el segundo en salir, aunque no fue fácil. Tuve que hacerlo de espaldas, porque la pierna me dolía mucho. Llegó un momento en que la losa me aplastaba y apenas podía respirar. Y también, a mitad de camino, me atoré con una de las sillas.
Me había atado una cuerda alrededor, y les pedí que jalaran con fuerza. Sentí un dolor muy fuerte en el hombro derecho, pero, por fin, después de muchas maniobras, logré salir. En ese momento me asomé a la oscuridad de la noche. Me colocaron sobre una escalera sostenida por dos personas. Volteé y me encontré con un precipicio enorme, como de cuatro o cinco metros. Sentí miedo, pero mi rescate ya estaba hecho.
Ya en la ambulancia, me dieron un teléfono para que hablara con mi familia. En el trayecto hasta la Cruz Roja de Polanco, donde me atendieron, también pensé mucho en mi rodilla y en mi futuro: ¿Cómo lograría volver a trabajar y sacar adelante a mis hijos?
En el hospital me pusieron una placa, cuatro tornillos y dos clavos. Ahí fue cuando volví a ver a Toño. No estaba tan mal, a excepción de unos raspones y unos cortes por el cuerpo. Le pusieron suero y lo mandaron a su casa.
A una de mis hijas le dieron el presupuesto de mi operación: eran casi 27.000 pesos [unos 1.200 euros]. Hablé con mi hermano para que me prestara dinero, porque a mí no me alcanzaba. Pero llegó un joven libanés, que me saludó muy amablemente:
-Mi tío es Carlos Slim y tenemos una fundación que se va a hacer cargo del material que haga falta para tu rodilla -me dijo.
El director de la Cruz Roja pasó a verme y también me dijo que, finalmente, no tendríamos que pagar nada. Eso nos quitó un peso de encima. Además, ocho días más tarde, cuando abandoné el hospital, me regalaron las muletas.
Durante mi estancia en el hospital, también me visitó Miguel Mancera, el Jefe de Gobierno de la Ciudad de México. Aunque tengo la impresión de que solo vino para transmitir una imagen de alma caritativa.
Yo le dije que no podría trabajar durante mi reposo y que estaba preocupado por el sustento de mis hijos. Él me respondió: “Lo vemos, lo vemos…” Pero solo quedó en eso… Nada más. No he vuelto a saber nada del Gobierno.
Me vine a Querétaro, donde vive una de mis hijas, para recibir tratamiento. Aquí es más tranquilo y no tengo que subir escaleras. Mi hermano me mandó una rodillera metálica por paquetería y mis hijas me ayudan con los medicamentos.
Veo el futuro muy canijo, sobre todo por el tema de las deudas. Muchas personas me pidieron mi número de teléfono para ofrecerme trabajo, personas que se ven pudientes. Pero hubiera sido mejor que ellos me dieran los suyos, porque de esta manera nunca sabrán cuándo estoy recuperado.
A lo mejor vuelvo a trabajar de cerrajero, pero, como les dije en el hospital, me especializaré en las plantas bajas. No quiero volver a pasar por una situación así.
Texto redactado por Darinka Rodríguez a partir de entrevistas con Martín Zenaido Méndez Medina.
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