[Este artículo pertenece a La Carta de Verne, nuestra newsletter que llega todos los domingos. Si quieres empezar a recibirla, apúntate aquí]. Nota: aunque la carta está libre de spoilers, contiene información sobre las ideas generales presentes en la novela Call me by your name. La que suscribe, a fecha de publicación, aún no ha visto la película.
Si todo va según lo previsto (y por qué no iba a hacerlo) esta carta se publicará el domingo 21 de enero, exactamente cinco días antes del estreno en España de Call me by your name. La película, adaptación de la novela de André Aciman del mismo nombre, relata el choque de las vidas de Oliver, un estudiante de posgrado norteamericano y Elio, el hijo adolescente del matrimonio de intelectuales que acoge a Oliver durante su estancia en la costa italiana a lo largo de un verano a mediados de los 80.
Oliver supone un acercamiento a esa clase pudiente norteamericana tan bien reflejada en Las chicas Gilmore: chico de buena familia de Nueva Inglaterra, rubio, alto, guapísimo y con más aspecto de capitán del equipo de remo que de doctorando en Humanidades que decide pasar un verano en Italia para terminar su libro sobre Heráclito ahora que aún es joven y no ha sentado cabeza. Lo que los antiguos aristócratas ingleses llamaban “hacer el Tour”, vaya. Elio, por su parte, es un fiel retrato del joven adolescente excéntrico hijo de la burguesía europea intelectual y progresista. Y encima hijo único. Y encima veraneando en una villa italiana. No nos llamemos a engaño, los protagonistas de esta historia son de una clase social tan privilegiada que dan un poquito de rabia.
Ambos personajes, tal y como los acabo de describir, deberían resultar ciertamente odiosos. Pero no lo son. Todo lo contrario. La pedantería y el agudo sentido del drama que poseé Holden Caufield y que a muchos les resulta insoportable, en Elio forma parte de un retrato honesto y tremendamente vivo sobre la convulsión interna que provoca en él la llegada de Oliver y su propio paso a la edad adulta. Porque Elio admite y acaba abrazando que no es más que un crío. Y aunque como lectores condicionados por el punto de vista de Elio solo conocemos los conflictos internos de Oliver de forma tangencial, es fácil adivinar que “il cauboi”, tal y como lo bautiza la madre de la familia, también se siente un crío. O que empieza a sospechar que el dejar de serlo no implica dejar de estar perdido. Aciman consigue dotar a Oliver y Elio de una humanidad apabullante y desgarradora y plasmar qué significa ser joven y tener, como decía Raymond Radiguet hace casi un siglo, el diablo en el cuerpo.
Hay algo en este tipo de historias que, cuando están bien contadas, te agarran el corazón y no te lo sueltan. Así ocurría con Esplendor en la hierba (con la que servidora recuerda haber llorado hasta que se le salían los ojos cuando aún no podía siquiera sentir nostalgia de la infancia, no digamos la juventud), American Graffiti, Jane Eyre, En el camino o incluso Los detectives salvajes. Todas son, a su manera, testimonios sobre el ardor juvenil, lo intensamente que se viven todas las experiencias cuando se viven por primera vez y la inevitabilidad de la incorporación a la vida adulta, con la bofetada emocional que esto supone.
La recientemente fallecida Dolores O’Riordan cantaba en uno de los muchos himnos al sentir fuerte de The Cranberries “Put your hands, put your hands inside my face and see that it's just you”. Asistimos en Call me by your name a la explosión en el corazón que supone encontrarse (y conocerse) a uno mismo a través de otro hasta el punto de ser incapaz de delimitar dónde empieza y acaba cada uno. Sobre todo, la historia de Oliver y Elio constituye un ensayo sobre cómo las interacciones con los demás y los sentimientos que nos generan esas interacciones modelan nuestra personalidad y condicionan nuestra experiencia vital. También sobre qué es ser uno mismo y la posibilidad de que solo seamos honestos y fieles con nosotros —y, por lo tanto, felices— durante pequeños momentos que quedan para siempre atesorados en la memoria y que por su propia perfección y pureza no pueden durar. El recuerdo, en la novela de Aciman, no solo funciona como nostalgia de un tiempo concreto, sino de la persona que existió justo en ese instante, de forma breve.
Cabe preguntarse si esta sensación de desasosiego en el tratamiento de los recuerdos y los sentimientos sostenidos en el tiempo es inherente al ser humano. ¿Somos incapaces de reconocer el valor de la felicidad cuando somos felices y solo lo hacemos con la perspectiva de haberlo sido?
Quizá todo este análisis es demasiado sesudo y debemos limitarnos a disfrutar de la cinta con la simpleza, la sencillez y la plenitud con la que se disfruta un amor de verano.
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