Hoy tengo 61 años, pero soy activista desde los 19. Cuando asistí al primer contingente del orgullo gay, en 1978, yo era apenas una muchacha que estudiaba en el Colegio de Ciencias y Humanidades. Pasaba tanto tiempo yendo en autobús a la escuela, que aprovechaba para soñar cómo podíamos dejar de vivir cómo lo hacíamos, con ese miedo. Meses antes supe que era lesbiana y no entendía por qué no podíamos permitir que nadie se enterara. Corríamos grandes riesgos.
En mi búsqueda, encontré una agrupación integrada solo por mujeres jóvenes y lesbianas. Con mi juventud y el dinamismo que tenía entonces, me vi involucrada en los trabajos de organización de la primera manifestación. Tenía que hacer volantes e imprimirlos en esténcil y hacer pancartas. Solo nos alcanzaba para mantas, pintura negra, brochas, martillos, palos, clavos y una que otra cartulina. Ni a megáfono llegábamos.
Estuvimos varios meses organizando y difundiendo hasta que llegó el día de la primera marcha. ¡La primera marcha del orgullo homosexual en México! Nos dimos cita en el monumento a los Niños Héroes en el mítico Bosque de Chapultepec. Pensamos que iba a asistir mucha gente porque se trataba de un grito de liberación.
Para nuestra sorpresa, el miedo nos superó y ni siquiera la gente que organizó la marcha estuvo presente. Después nos dimos cuenta que sí estaban: detrás de cámaras fotográficas y de video. Contándolos habríamos sido el doble, porque éramos apenas cincuenta sin contar a los espectadores.
Estaban ahí como ajenos y esperando a que diéramos los primeros pasos, sin decir nada. Ellos no se animaban a bajarse la banqueta… a dar el paso. Pero ahí estaban cada marcha. A ellos les llamaríamos después “los banqueteros”.
Todos nos sentíamos muy nerviosos, sin saber qué hacer. Al filo de las cuatro de la tarde, la hora pactada, empezamos a desenrollar las pancartas y a levantarlas. Frente a nosotros, se colocaron esas personas con sus cámaras, las que esperaban, sin unirse del todo.
Hubo muchos flashazos, y pensamos que tendríamos mucha exposición en medios por eso, pero muchos de los que traían una cámara no eran necesariamente miembros de la prensa. Empezamos a caminar con algo de miedo. Teníamos un sentimiento contenido dentro de nuestros cuerpos y corazones que caminaba con nosotros.
Salimos de Chapultepec y abordamos Paseo de la Reforma, donde empezamos las consignas: “No hay libertad política si no hay libertad sexual”, es una de las que recuerdo. Al llegar a lo que hoy es la glorieta de la Diana ya éramos otros. Poco a poco, habíamos crecido el contingente en número (aunque muy poco, en realidad, apenas una decena). También nos fuimos despojando del miedo al caminar y seguir avanzando.
Lo malo fue que en la siguiente glorieta había un pequeño escuadrón de policías que nos preguntaron por dónde iríamos. Les indicamos que seguiríamos hasta el Hemiciclo a Juárez, en el Centro Histórico de la Ciudad, pero nos pidieron cambiar la ruta. Quizá no era conveniente que llegáramos a ese punto tan visible. Terminamos en el Monumento a la Revolución.
México era muy distinto en 1978. Desde ese primer contingente tuvimos mucho público. Además de los que marchábamos, había personas que nos acompañaban de otro modo: los que nos veían con morbo, otros más que llegaron desde temprano aunque no se unían y solo observaban y los que se atravesaban en el camino y se quedaban a ver.
Para los que marchamos entonces solo había palabras como manfloras, lilos, pervertidas, hombrecitos y mujercitas. Éramos la nota roja de los medios de comunicación, pues solo había cabida para nosotros en el delito, el estigma y ser de la peor calaña. Hace cuarenta años, la palabra lesbiana y homosexual no se podía ni pronunciar. La sangre se subía a la cabeza y sabías lo que pasaría si los demás se daban cuenta de tu orientación sexual.
Si eras estudiante y se enteraban en tu colegio, eras expulsado en el momento. Pero no solo eso, te exhibían con tu familia, te acababan. No había oportunidades de trabajo y si conseguías uno, no se podían enterar o eras despedido a la primera sospecha. Había una carga muy importante de estigma y de abuso sobre todas y todos nosotros. No importaba si pagabas impuestos, si eras médico o maestro: si se enteraban, te destrozaban la vida.
Nuestra integridad física también era imposible. Un detalle en la vestimenta de una mujer era suficiente para injuriarla. El arresto por parte de las autoridades era una cosa cotidiana. Lesbianas, gays, bisexuales y transexuales compartíamos el hecho de no tener legitimidad ni valor legal.
No importábamos: nos podían matar y no pasaba nada. Para nuestros compañeros transexuales la vida era un infierno (como lo es ahora, pero incluso peor). Los asesinatos sucedían todos los días sin que nadie diera cuenta de ello. En los ochenta ni siquiera se contabilizaban. Desde 2013 se han reportado por lo menos 381 asesinatos de miembros de la comunidad LGTBI.
Las primeras marchas fueron muy importantes porque se trataba de romper todas las barreras que nos rodeaban. Hemos tardado mucho tiempo porque no solo se trataba de quebrar una bola de cristal, sino que cada uno de nosotros hemos tenido que quitarnos los prejuicios de nuestras personas.
Seguimos marchando. Tres años después nos manifestamos aproximadamente ciento cincuenta personas. La policía quiso impedirnos la salida porque crecimos mucho en número. Quisieron replegarnos agresivamente para que solo ocupáramos un carril, aún cuando contábamos con autorización para hacerlo. Cuando ocurrió el asalto, los banqueteros se unieron a nosotros y en vez de ser ciento cincuenta personas sumamos 1.500.
Ahí es cuando pienso que siempre hemos sido la punta del iceberg en el sentido de la visibilidad, pero representamos una población muchísimo más amplia de lo que se muestra en cada marcha.
Después, la marcha continuó su crecimiento. En 1987 nos manifestamos alrededor de 3.000 personas en el Hemiciclo a Juárez, y al año siguiente fuimos 8.000. Para 1997, finalmente conseguí ser la primera diputada federal abiertamente lesbiana y gestioné la primera llegada al Zócalo capitalino. En 1998 conseguimos equipo de sonido y empezaron a desfilar los primeros trailers. Incluso, hubo una grúa con ángeles colgados, similar a lo que se hace ahora.
Si me preguntas qué siento hoy en día, hay ocasiones en que necesito detenerme y observar lo que hemos hecho. He estado muy atareada durante cuarenta años, porque lo que se tiene que hacer para organizar esta marcha no es espontáneo. Hay mucho trabajo por detrás.
Cuando veo a dos parejas de mujeres o de hombres con sus hijos se me enchina la piel. Me enorgullezco cuando veo a abuelos acompañando a sus nietos a manifestarse. Cuando me detengo a mirar, puedo ver esa fuerza acumulada.
Para el siguiente año ya no voy a marchar, ya no es mi tiempo. En 2018 florecerá la luz de los jóvenes y los derechos. Hay que aprender a hacerse a un lado y si se nos llega a necesitar, volver. En 1998 fuimos 50.000 pero este año pensamos que vamos a llegar al millón y medio de personas.
A estas alturas, hay quien dice que va a someter a consulta nuestros derechos. Eso no debe ser, porque se trata de una regresión a la sombra: volver otra vez a mi clóset, ¡ni loca!
Texto redactado por Darinka Rodríguez a partir de entrevistas con Patria Jiménez.