Hay algo más triste que la imagen de una parejita comiendo en un restaurante con desgana y apatía: la imagen de muchas parejitas haciendo eso mismo. En 1993, el fotógrafo Martin Parr publicó la serie de fotos Bored Couples en la que diferentes parejas (muchas de veraneo: ropa estival, bronceados nuevos) se miraban con fatiga de lado a lado de una mesa. Qué cosa más repugnante: el amor también era esto. La escritora Valeria Luiselli, en su libro Desierto sonoro, relata la travesía, geográfica y vital, de un matrimonio en descomposición que viaja en coche de Nueva York hasta Arizona. La protagonista de la novela está un poco harta de la cara de su marido y se pregunta si no habrá otras caras que sean más o menos lo mismo. “Los hombres del pasado son igual a los hombres del futuro, en cualquier caso”, dice la voz de la narradora.
Cuando el amor se acaba, las relaciones sociales que se articulaban en torno a los enamorados también se alteran. El periodo de luto por la pareja desenredada también lo viven quienes conocieron a la pareja en su forma ya enredada. Por eso la gente dice cosas como “Si lo dejan ellos, ¡yo ya no creo en el amor!”. Y esos ellos van y lo dejan. Hablo de parejas porque por mucho que me empeñe yo, mi entorno sigue lleno de parejas. En Historia de un matrimonio (esa peli insufrible de Noah Baumbach a la que todo el mundo va dispuesto a entregarse) es la madre -ficticia- de Scarlett Johansson la que se resiste, sobre todo, al divorcio de su hija con el personaje que encarna Adam Driver. La idea de que se separen pesa más a la madre que a la hija, que ya lo tiene más o menos asumido. “¡Joder, es que sois tan atractivos juntos!”, llega a decir, incluso, la niñera.
Eso es. Juntos.
Está claro que ellos son un matrimonio con dinero y prestigio (aparte de guapísimos, claro), por lo que ese *atractivo juntos* también, y sobre todo, implica cierto estatus, clase, dinero.
Las parejas son relatos: la suma de momentos, experiencias, que los vinculan desde el día en el que se conocieron: canciones, bromas internas, planes comunes. Todas esas cosas. Por eso las parejas tienen muy claro cuándo y cómo se conocieron y a veces les da por explicarlo en las sobremesas. Para el resto del mundo, de forma aislada y distanciada, esos detalles amorosos importan concretamente nada. Si algunos detalles nos conmueven es porque conocemos a sus emisores y nos alegramos de que todo les vaya bien.
En La belleza del marido de Anne Carson, la poeta describe la ruptura con su amado como un proceso completamente agrio, incluso se llega a preguntar un clásico de toda buena ruptura: ¿Por qué estuve tanto tiempo con esa persona?
“Leal a nada, mi marido / Entonces, ¿por qué lo amé desde mi juventud hasta la madurez y la sentencia del divorcio llegó por correo? / La belleza. No es ningún secreto. No me avergüenza decir que lo amé por su belleza / La belleza convence. Sabes que la belleza hace posible el sexo / La belleza hace el sexo sexo”.
Isaac Rosa en su novela Feliz final habla precisamente de la “mitología” que hay en cada vínculo amoroso y lo que implica, de hecho, una separación: “Una separación también es, sobre todo, la pérdida de un relato común, y el momento de la ruptura aprieta la necesidad de contar, recontar por última vez”. Esto es, recontar, volver una y otra vez a esos momentos que los identifican, buscando el sentido de antes: las canciones, las bromas internas, los planes comunes. Hasta que un día las bromas internas cada vez resultan menos graciosas y entonces te vas de viaje y te das cuenta de que podrías aparecer en una foto de Martin Parr.
Mientras tanto, en ese proceso de reconstrucción y creación de nuevos relatos se reparten las custodias: de hijos, de animales, de amigos, de muebles (los buenos), de libros (los buenos también). Como ahora tenemos poquísimos hijos y no tenemos muy claro ni para qué sirven, nos repartimos con mucho esmero todo lo demás. Es sabido que la división de los libros casi nunca sale bien. Otra cuestión es quién se queda, de primeras, con el grupo de amigos tras una ruptura y si rige, por ejemplo, un extraño principio de antigüedad, o un principio de prioridad hacia el amante dejado. Si se han mezclado todos los grupos de un lado y del otro, a ver quién arregla el desaguisado; los exnovios y las exnovias se reordenan como partículas en el espacio.
Por supuesto, que a veces no hay conflicto alguno: mi Facebook también es un cementerio de exnovios y exligues de mis amigas, personas a quien posiblemente no volveré a ver nunca más y estoy completamente de acuerdo con eso.
“Aquella persona que fue nosotros debe pasar al otro lado del abismo, debe ser catapultada al espacio de otras, desmontando la semántica misma. La semántica es otro corazón de lo que somos, una forma última de existencia: nombrarnos”, explica la activista Brigitte Vasallo en el ensayo Pensamiento monógamo. Terror poliamoroso, un libro que es dinamita para el amor romántico y todas sus secuelas. Vasallo apuesta por una “política de la ruptura” —porque básicamente nadie nos ha enseñado a romper bien, dice— y da algunas pistas para que esas transiciones, esas rupturas, sean menos traumáticas. Entender, quizás y de una vez, que las parejas se acaban, naturalmente.
Anna Pacheco es periodista y escritora. En la serie de artículos Terror adulto reflexiona sobre precariedad, miedos y sentimientos de una generación que ronda la treintena llena de contradicciones.