Grafton es una pequeña ciudad de New Hampshire, al noreste de Estados Unidos, con poco más de 1.300 habitantes censados. A partir de 2004 fue el objeto de un experimento político que quiso convertir la ciudad en un paraíso liberal. Los promotores esperaban que sirviera como ejemplo para todo el país de que los impuestos son un robo, de que el intervencionismo estatal trae pobreza y de que el Gobierno no debe inmiscuirse en si fumo marihuana, en cuántas armas tengo o en si puedo o no vender libremente mis órganos. Pero la iniciativa también trajo consigo una consecuencia inesperada: ataques de osos.
Lo explica el periodista Matthew Hongoltz-Hetling en A Libertarian Walks Into a Bear, título que se puede traducir como "Un liberal se encuentra a un oso", pero que también hace un juego de palabras con los chistes que comienzan con alguien (o algo) entrando en un bar. (Una aclaración: en Estados Unidos, un libertarian es un partidario del libre mercado y del Estado mínimo y no un libertario, que en español tiene un significado más cercano al de anarquista. Y liberal se acercaría a lo que entendemos en España por progresista). Recién publicado, el libro explica que los promotores de esta idea tenían pensado un futuro como el de La rebelión de Atlas, de Ayn Rand, novela en la que un grupo de empresarios organiza en un valle oculto una sociedad rebelde que se rige solo por el libre mercado, y cuyo éxito contrasta con un país sumido en la burocracia, el intervencionismo y, por tanto, el caos y la pobreza.
A pesar del referente literario, mientras Estados Unidos seguía a lo suyo, en 2011 las carreteras de Grafton se habían llenado de baches, las calles se quedaron casi sin iluminación y se cometieron los primeros asesinatos registrados en la localidad. No solo eso: el pueblo recibió cada vez más visitas de osos que atacaban a gallinas, gatos y, en algún caso aislado, a personas.
Sí, osos: los habitantes liberales y anarcocapitalistas de la ciudad se negaban a respetar las normas sobre la recogida de basura o intentaban resolver los problemas por su cuenta, sin llamar para avisar de que había animales enormes en su jardín. Y eso sin mencionar a Doughnut Lady (la señora de los donuts, uno de los personajes con más presencia en el libro), que daba de comer a los osos que se acercaban a su casa y, por tanto, animaba a los animales a acercarse al pueblo con más frecuencia. Al fin y al cabo, ¿por qué no puedo hacer lo que quiera en mi jardín?
Además de todo eso, y a pesar de quedarse sin apenas servicios y de sufrir los ataques de estos animales, los vecinos de Grafton ni siquiera se ahorraron tanto dinero en impuestos: Hongoltz-Hetling compara su situación con la vecina ciudad de Canaan, donde había carreteras pavimentadas y servicios como piscinas, museos y parques. En esta ciudad, cada vecino pagaba, de media, 70 centavos más al día por esos servicios que en la liberal Grafton (unos 250 dólares al año).
Después de leer el libro, uno puede pensar que a lo mejor este experimento no es representativo. O puede que no estuviera bien planificado. O quizás no se ejecutó bien. Pero es bastante probable que esta experiencia, simplemente, padeciera muchos de los problemas comunes a las utopías.
Un problema de método
Hongoltz-Hetling habla en su libro de los liberales como personas cerebrales y lógicas que en algunos casos llegan a extremos que suenan absurdos solo por seguir esta lógica hasta el final. Si el liberalismo defiende que cualquier acuerdo libre y voluntario es válido, esto quiere decir que yo tengo derecho a vender mis órganos y que incluso se los puedo vender a alguien que los quiera para comérselos. También puedo batirme en duelo, organizar peleas entre vagabundos o llenar mi jardín de basura (haya o no osos en los alrededores), porque son decisiones tomadas libremente y, en el último caso, en mi propiedad.
En su libro La sociedad abierta y sus enemigos, Karl Popper, filósofo cercano al liberalismo, critica precisamente esta apariencia racional de las utopías, que las hace especialmente peligrosas. Según Popper, el pensamiento utópico parte a menudo de una sociedad supuestamente ideal, que es la que hay que alcanzar. Para el filósofo, el problema no es que el objetivo parezca irrealizable (en su opinión, hoy en día disfrutamos de muchas cosas que en su momento parecían inalcanzables), sino que las utopías proponen reconstruir por completo la sociedad. Esto suele traer consigo “consecuencias prácticas difíciles de calcular, dada nuestra experiencia limitada” y a pesar del planteamiento supuestamente lógico.
Es decir, el problema de las utopías no es necesariamente el objetivo, sino el método, que implica muchos cambios a la vez con consecuencias impredecibles. Es, de hecho, lo que les ocurrió a los habitantes de Grafton: probablemente ninguno de los defensores de esta “ciudad libre” pensaba que criticar el intervencionismo y recortar impuestos traería consigo ataques de animales, pero, como escribe Hongoltz-Hetling, es más fácil resolver los problemas en Internet que en persona.
Si el experimento sale mal, ¿lo volvemos a probar?
John Babiarz, uno de los protagonistas del libro de Hongoltz-Hetling, admite que el experimento de Grafton no salió todo lo bien que quería, pero eso no le ha hecho renunciar a sus ideales. De hecho, a lo largo del libro, sus protagonistas se quejan de que el problema no es que su proyecto tenga defectos, sino que aún no disfrutan de suficiente libertad, con personajes agraviados, por ejemplo, porque les obligan a apagar hogueras que ellos consideran seguras.
No están solos: hay liberales que defienden que el problema de las crisis económicas capitalistas es que no hay tanta libertad como debería y hay comunistas que creen que las ideas de Marx no se aplicaron correctamente. ¿Podría haber funcionado la utopía de Grafton si se les hubiera dejado aplicarla del todo (o mejor)? Al fin y al cabo, la biblioteca pública aún abría tres horas a la semana. ¿Habrían alcanzado una sociedad justa y libre cerrándola para siempre?
Parece poco probable, al menos si hacemos caso a lo que escribió hace más de 30 años el filósofo Robert Nozick, cuando comentaba el abismo entre los ideales políticos y su ejecución práctica. En su The Examined Life (La vida examinada), Nozick reflexiona sobre esta diferencia entre lo ideal y lo real. Cuando fracasa una utopía (o incluso una propuesta política que en principio parecía realista), sus partidarios se defienden diciendo que no se aplicó bien o que se aplicó “demasiado poco”. Para Nozick, eso es trampa porque omite que la diferencia entre lo que propone una teoría y cómo se acaba aplicando también es algo que hemos de tener en cuenta.
Por ejemplo, el capitalismo puede proponer un ideal de intercambio libre y voluntario, con países cooperando a través del comercio y con individuos obteniendo por su trabajo lo que los demás creen que merecen. Pero todo esto también ha venido asociado en la práctica con la explotación de trabajadores y, en muchos caso, el apoyo a regímenes dictatoriales. Nozick aprovecha incluso para apuntar una crítica a su libro más conocido, Anarquía, estado y utopía, en el que precisamente sentó las bases del liberalismo contemporáneo.
Por supuesto, esta diferencia entre lo ideal y lo real no se da solo en el capitalismo liberal: Nozick dedica unas líneas a la religión y al comunismo, cuyo ideal de cooperación sin clases ni privilegios en la práctica ha supuesto también totalitarismo y censura. “Esta no es toda la historia acerca de cómo opera en el mundo el ideal comunista, pero es parte de esa historia”.
De la utopía a la protopía
¿Todo esto significa que debemos renunciar a los planteamientos utópicos? ¿Las ideas planteadas en utopías no son inspiradoras? ¿No tiene razón el filósofo Francisco Martorell Campos cuando opina que sin la motivación del cambio social en apariencia utópico tenderíamos al conformismo?
En Soñar de otro modo, publicado en 2019, este filósofo admite que las críticas a las utopías son legítimas, ya que han dado lugar a “sociedades cerradas, estáticas, centralizadas y estandarizadas”. Y añade que le debemos el término "distopía" a John Stuart Mill, que en 1868 ya avisó de que "muchos utópicos proponen modelos sociales tan pavorosos que merecen un calificativo específico para apodarlos".
Pero Martorell Campos también recuerda que las utopías entregaron “al progreso social cuantiosas ideas”. Apunta que a menudo se olvida “que la democracia fue en origen una utopía” y que “los avances sociales se consiguen únicamente mediante la protesta y la movilización ciudadanas, a veces tras décadas o siglos de insistencia”.
En Utopía para realistas, el historiador neerlandés Rutger Bregman propone ideas que hoy parecen casi inalcanzables como la semana laboral de 15 horas o la renta básica universal. En una línea similar a la de Martorell Campos, Bregman considera que las ideas utópicas son “horizontes alternativos que activan la imaginación”. Sin soñadores utópicos que defendieron la igualdad y la libertad, “todavía pasaríamos hambre y seríamos pobres, sucios, temerosos, ignorantes, enfermizos y feos”.
Hay un posible terreno medio entre el conformismo y la amenaza de la distopía: la protopía, término acuñado por Kevin Kelly, cofundador de la revista de tecnología Wired, y que defiende el ensayista y divulgador Michael Shermer en su libro The Moral Arc (El arco moral). Estas protopías son proyectos de cambio gradual y continuado. Podemos aspirar a la sociedad que consideremos más justa, pero no es necesario correr el riesgo de inventarla de cero.
Se trata de una idea que también recoge en su libro Popper, quien, recordemos, no estaba en contra de plantearse objetivos supuestamente inalcanzables, sino de los métodos para alcanzar estos objetivos. En lugar de intentar crear una nueva sociedad, podemos ir introduciendo avances paulatinamente. Esto nos permite ir comprobando el efecto de estas decisiones, corrigiendo si es necesario y contando con la opinión de todos los ciudadanos.
Así, tras uno o dos ataques de osos podríamos dar marcha atrás y admitir que, en fin, a lo mejor la idea no era tan buena.