Seis ideas filosóficas para reflexionar sobre la pandemia

El trabajo de los filósofos consiste en incordiar y “señalar lo que debe ser destruido para no repetir errores”

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El vecino de Eduardo Infante subió a hablar con él sobre la pandemia. Estaba angustiado y quería conocer su opinión sobre todo lo que estaba ocurriendo. Infante lo invitó a pasar y estuvieron charlando un buen rato, intercambiando opiniones e intentando buscarle algo de sentido al confinamiento y a la enfermedad.

Infante no es científico, ni médico, ni psicólogo: es profesor de Filosofía en un instituto de Gijón y autor del libro Filosofía en la calle. Según cuenta a Verne, lo que pudo aportar a la conversación fue algo de “perspectiva, estuvimos hablando sobre cómo nuestra generación no se había preparado para algo así —Infante nació a finales de los setenta y su vecino es algo mayor—. La historia nos muestra que las situaciones adversas forman parte de la vida del ser humano. ¿Por qué íbamos nosotros a ser especiales y no íbamos a enfrentarnos a ninguna gran crisis?”. Es decir, la pregunta no era tanto “¿por qué nos está pasando esto?” como “¿por qué no nos iba a pasar?”.

La filosofía no va a ayudarnos a encontrar la vacuna contra la enfermedad, ni nada parecido, pero en una situación como la actual, llena de incertidumbres, es cuando se muestra más necesaria, como explica Eurídice Cabañes, filósofa especializada en tecnología. El pensamiento crítico “es imprescindible” no solo para intentar buscar algo de sentido a lo que está pasando, sino también para “reevaluar las condiciones del mundo tras la pandemia”. Y las de antes de la enfermedad: Ana Carrasco Conde, autora de En torno a la crueldad, apunta que esta crisis también ha puesto de relieve problemas estructurales. La tarea de los filósofos consiste, en gran medida, en “incordiar, ver dónde se producen estos problemas” y “señalar lo que debe ser destruido para no repetir errores”.

Hemos pedido a cinco filósofos de campos diferentes que nos den alguna idea que nos pueda servir como herramienta para poner en práctica este pensamiento crítico, por si nos sentimos tan perdidos como el vecino de Infante. Esto es lo que nos han dicho:

1. La importancia de la investigación científica. Eulalia Pérez Sedeño, profesora en el Instituto de Filosofía del CSIC y autora de Las 'mentiras' científicas sobre las mujeres, explica que la pandemia ha puesto de manifiesto “la necesidad de que el Estado financie la ciencia básica” para garantizar la investigación en campos en los que “los beneficios pueden no ser inmediatos”. Ni siquiera a medio plazo.

Pone el ejemplo de Margarita Salas, bióloga que creó una tecnología que revolucionó las pruebas de ADN y cuya patente ha reportado al CSIC más de seis millones de euros. No lo hizo buscando ninguna aplicación práctica: el objetivo de sus investigaciones en biología molecular era aprender más sobre cómo funciona el ADN y cómo se transmite la información que contiene. La propia Salas, fallecida en 2019, explicó que “hay que hacer investigación básica de calidad, pues de esta investigación saldrán resultados que no son previsibles a priori y que redundarán en beneficio de la sociedad",

Pérez Sedeño añade que es importante que esta investigación se haga en entidades públicas, ya que así es más fácil que los resultados “estén al alcance de todo el mundo”. De este modo no entraría en juego la necesidad de obtener beneficios rápidamente como ocurre con las farmacéuticas privadas. Y como podría pasar con la vacuna de la covid-19.

2. El postureo moral. Así traduce Antonio Gaitán, coautor de Una introducción a la ética experimental, el concepto “moral grandstanding”, acuñado por Justin Tosi y Brandon Warmke en un artículo de 2016. Con este término, que también se puede traducir por “exhibicionismo moral”, estos filósofos estadounidenses se refieren a los discursos exagerados e hipermoralistas, que muestran una indignación impostada o fuera de tono. El objetivo no es exponer razones, alimentar un debate o llegar a acuerdos con los demás, sino que los interlocutores (o seguidores en redes sociales) puedan ver que estamos en el bando que consideramos correcto, el "de los buenos".

Se trata de una actitud, explica Gaitán, que “devalúa el debate moral”. Hace más difícil llegar a acuerdos y contribuye a la polarización, además de dar una falsa sensación de consenso, como cuando un político dice que algo es de sentido común sin que lo sea necesariamente. Este exhibicionismo de la indignación y de la moralina “incrementa la intolerancia hacia las ideas ajenas”, lo que además acaba provocando que se expulse a mucha gente del debate público, dejando la conversación en manos de los más agresivos o grandilocuentes.

El concepto “está muy en línea con hallazgos recientes sobre cómo el comportamiento de grupo afecta a las creencias”, explica Gaitán, mencionando el filtro burbuja y las cámaras de eco. Tosi y Warmke advierten en su libro Grandstanding, recientemente publicado, de dos cosas a tener en cuenta: primero, que no es una actitud exclusiva de derechas o de izquierdas (aunque sí hay más tendencia en las personas situadas en los extremos) y, segundo, que nos resulta muy fácil advertir el postureo en los demás, pero, en cambio, no caemos en la cuenta cuando lo hacemos nosotros.

Id-Work (Getty Images)

3. La soberanía tecnológica. Eurídice Cabañes, fundadora de la asociación cultural Arsgames, recuerda que, con el confinamiento, el espacio público está siendo estos días casi por entero digital: “Hemos dejado de habitar las calles e interactuamos a través de espacios digitales”. Estos espacios son de gestión privada y no pública, con normas de participación decididas por corporaciones. “La ciudadanía digital está privatizada, incluso en el caso de las entidades públicas”, que tienen, por ejemplo, contratos de almacenamiento digital con Amazon.

Cabañes también recuerda que muchas escuelas están usando para las clases a distancia la Suite de Google, entre otras aplicaciones similares, que puede almacenar y vender datos a terceros. Esta práctica puede ser especialmente peligrosa en ámbitos como la educación y la sanidad. Todo esto no es nuevo, pero “el confinamiento ha supuesto un salto brutal. Por ejemplo, todas las clases han pasado de presenciales a digitales de un plumazo”.

La soberanía tecnológica apuesta por iniciativas de software libre (es decir, modificable para adaptarlo a usos concretos, por ejemplo) que sean menos intrusivas con nuestra privacidad y nuestros datos. Cabañes recuerda que hay propuestas que ya están en marcha, además de productos y servicios accesibles: “Por ejemplo, se puede usar Jitsi en lugar de Zoom, que es mucho más respetuoso con la información privada”. También propone incentivar iniciativas locales, introduciendo la idea de “tecnología situada, por analogía con el conocimiento situado que proponía la filósofa Donna Haraway". Es decir, en contexto y aplicado a necesidades concretas y no globales.

Otro aspecto relacionado es el de la necesidad de fijarnos en la igualdad de acceso a estas nuevas tecnologías. Eulalia Pérez Sedeño recuerda cómo estas desigualdades se han puesto de manifiesto con las clases a distancia de escuelas y universidades. El confinamiento ha afectado de manera más grave a familias desfavorecidas sin medios ni recursos, como ordenadores para conectarse y atender a estas clases.

4. El cosmopolitismo. Para Eduardo Infante, “una de las cosas que nos ha mostrado el virus es la artificiosidad de nuestras fronteras y las incapacidades del Estado-nación”. El filósofo recuerda que “lo que estamos viviendo es un problema global". Los virus "no distinguen naciones ni clases sociales, y los problemas globales exigen soluciones globales”. Infante apunta que “esta crisis nos desvela, una vez más, que somos vulnerables e interdependientes”. Y añade: “El orgullo de sentirse español, catalán o estadounidense, no cura esta enfermedad y ninguna bandera detiene el virus”.

Infante compara nuestra situación con la Grecia helenística (siglos IV-I antes de Cristo). Era “una época muy parecida a la nuestra: de profunda crisis e incertidumbre” y fue cuando muchos pensadores propusieron el modelo cosmopolita. Cuando a Diógenes el Cínico le preguntaron por su nacionalidad, respondió: “Soy ciudadano del mundo”. Hierocles, filósofo estoico del siglo II, “afirmaba que en nuestras relaciones con los demás vamos construyendo círculos concéntricos en función de la proximidad". La propuesta de Hierocles consiste en "tratar a las personas de los círculos exteriores como tratamos a las de los interiores: a nuestros vecinos como familiares y a cualquier ser humano como mi compatriota”.

5. El allanamiento epistémico. Este allanamiento ocurre cuando un experto en un terreno rebasa de forma clara su campo de estudio y habla de un tema sobre el que carece de datos o de los conocimientos para evaluar esos datos. El término fue acuñado por el filósofo estadounidense Nathan Ballantyne en un artículo de 2016

El allanamiento no tiene por qué ser negativo. De hecho, a veces es necesario: muchas de las preguntas que tratan de responder ciencias y humanidades son “híbridas”. Por ejemplo, escribe Ballantyne, para saber qué causó la extinción del cretácico-paleógeno hace falta contar con el trabajo de “paleontólogos, geólogos, climatólogos y oceanógrafos, entre otros”.

El problema viene cuando se cae en la tentación de opinar sobre algo que desconocemos. Por ejemplo, ¿estoy seguro de que esto que voy a tuitear sobre la covid-19 está bien fundamentado o, por el contrario, estoy contribuyendo al ruido y a la desinformación?

Para evitar este allanamiento hay tres respuestas posibles. Dos de ellas son obvias: formarnos en esas disciplinas o reducir el foco de nuestra investigación. Ballantyne recuerda al respecto con ironía que “tanto el trabajo duro como la modestia son incómodos”. La tercera vía, que es la que le parece más interesante a Antonio Gaitán -quien nos ha propuesto la idea-, pasa por la colaboración entre profesionales de diferentes ámbitos.

Gaitán cree que es conveniente aplicar este concepto también a los filósofos: “En muchas ocasiones, traspasamos la barrera de nuestra disciplina. No es algo malo en sí mismo, pero sí es problemático y una señal de arrogancia”. El profesor de la Universidad Carlos III opina que hace falta “mucha reflexión a nivel metodológico y conceptual: qué hacemos, qué nos interesa y qué podemos decir sin allanar dominios ajenos, teniendo en cuenta nuestra tradición y la posibilidad de dar con hallazgos robustos”.

6. Meditar sobre la muerte (y sobre la vida). Desde la propia filosofía se ha intentado ver la muerte con indiferencia (como proponía Epicteto), como una ganancia (Sócrates) o como un mal, una pérdida (Sartre). Pero Ana Carrasco Conde propone cuestionar que sea una frontera, un límite o un final de trayecto: “No somos mortales al final de nuestra vida, sino durante toda ella”.

Vida y muerte “no son conceptos antagónicos, sino que son en gran medida complementarios”, explica la filósofa. La autora propone tener en cuenta no solo la duración de la vida sino, sobre todo, su intensidad, para “llenarla de sentido y de algo que nos realice a nosotros mismos”, que no suele ser ni el trabajo ni los productos que acumulamos. Y resume: “Lo contrario a vivir no es morir, sino malvivir”. Y aprender a morir, un tema filosófico clásico, es en realidad “aprender a vivir”.

Coincide Eduardo Infante, que sobre este tema recuerda que “vivimos de espaldas a la muerte como si fuera algo que le ocurre a los demás, pero no a nosotros. Esta manera de pensar provoca que llevemos vidas inauténticas, en las que las cosas dejan de ser un medio y se vuelven un fin en sí mismas”.

Todo esto también está relacionado con la pérdida, es decir, no solo hemos de reflexionar acerca de nuestra muerte, sino también sobre la de nuestros seres queridos. Carrasco Conde explica que esta ausencia es dolorosa, pero al recordar a las personas que nos dejan, al hacer que protagonicen nuestros relatos, “el otro forma parte de tu vida, de tu vivir”. La filósofa también señala que las dificultades para despedirse de los seres queridos estos días pueden hacer especialmente difícil esta transición.

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