Llega el 14 de febrero y con él un mar de pétalos de rosa, citas románticas y bombones en cajas rojas. El Día de San Valentín saca la vena más romántica de las parejas, independientemente de la situación que atraviesen. Pero ya sabemos que, como nos ocurre a cualquiera, las relaciones evolucionan y no siempre se encuentran en el mismo punto, sin importarles la llegada del que muchos consideran "el día más romántico del año". Hoy, coincidiendo con esta fecha tan odiada como querida, te proponemos una selección de obras que representan algunas de las fases que atraviesa una relación entre dos personas, de principio a fin...
Tirar la caña: Coqueteo, de Eugene de Blaas
Los primeros pasos en una relación han cambiado mucho gracias a la tecnología: desde hace relativamente poco tiempo, internet se ha convertido en la manera más común de encontrar pareja y las aplicaciones de citas ya han superado a los amigos en el papel de celestinas, como os contamos en este artículo de Verne. Este hecho ha relegado a un segundo plano algunos de los tradicionales rituales de cortejo, pero algunos de ellos sobreviven gracias a obras de arte como las de Eugene de Blaas.
Este pintor italiano, que acabó convirtiéndose en uno de los más reclamados por los aristócratas venecianos del siglo XIX, inmortalizó algunas escenas protagonizadas por jóvenes venecianos con teatralidad y con un estilo muy clásico. Entre estas escenas se encuentran varias que representan esos primeros acercamientos, en los que la relación amorosa no es más que una promesa y apenas existen rojos suficientemente intensos para ilustrar el rubor en las mejillas de sus protagonistas.
Primera cita: La Confesión de Amor, de Jean-Honoré Fragonard
En nuestras primeras citas, todos somos un poco rococó. Los artistas de este periodo a menudo representan en sus pinturas las costumbres de una sociedad que busca insaciablemente la felicidad y que muchas veces la encuentran en los placeres. Las representaciones de hombres atrevidos cortejando y coqueteando con mujeres son bastante frecuentes en este periodo, en lo que comúnmente se ha querido llamar como temas galantes.
Jean-Honoré Fragonard es tal vez el artista más famoso del Rococó Pleno por su archiconocida pintura El columpio. Como en esta obra, la mayoría de sus pinturas presentan personajes especialmente emperifollados que protagonizan escenas íntimas a la par que sensuales, en las que la picardía se convierte en un elemento central. La obra que hemos elegido, La confesión de amor, es un claro ejemplo de ello, pues representa un encuentro íntimo entre dos amantes que acaba en declaración.
Enamoramiento: En la cama: el beso, de Henri Toulouse-Lautrec
El siglo XIX en París trajo consigo el auge de los burdeles. Así pues, desde el momento en el que Toulouse-Lautrec pone un pie en la capital francesa, empieza a frecuentar estos antros, que le aportan una sorprendente tranquilidad, un refugio en el que su estatura (apenas alcanzaba el metro y medio) parece no importar tanto. Cuando en 1892 el propietario de un prostíbulo de la rue Ambroise le encarga una serie de pinturas para decorar sus salones, el joven pintor ya sentía estos locales casi como su hogar.
Las pinturas resultantes de este encargo están lejos de las escenas que suelen relacionarse con los burdeles, en las que los protagonistas bailan, se divierten y/o aparecen con un interés claramente sexual. En En la cama: el beso, una de las pinturas de esta serie, el artista retrata un momento de intimidad entre dos prostitutas del burdel, una escena marcada por la ternura. Y es ese tipo de besos, llenos de cariño, los que nos han hecho decantarnos por esta obra como la representación de ese enamoramiento dulce y ciego que caracteriza el principio de una relación.
Rutina: Interior al aire libre, de Ramón Casas
A la fase de mariposas en el estómago, a la que comúnmente solemos referirnos como "enchochamiento", le sigue la rutina, tal vez una de las mayores causas de ruptura en los tiempos que corren. Los años y la convivencia hacen que esa magia del principio se vaya diluyendo poco a poco, aunque esto no siempre implique la muerte de la relación y sea más natural de lo que de primeras parece. En Interior al aire libre, Ramón Casas supo capturar a la perfección ese nuevo giro argumental en las relaciones, en el que la pareja disfruta (o no) de la compañía del otro sin la efusividad que caracteriza los principios.
Esta pintura, realizada por el artista catalán en 1892, es un retrato de su hermana junto a su esposo, tomándose un café en una terraza, disfrutando de la luz del día. El aparentemente contradictorio título es en realidad un claro reflejo de los verdaderos intereses del pintor: explorar su gusto por la arquitectura y la incidencia de la luz natural en este tipo de espacios, intereses que comparte con su amigo y compañero de profesión Santiago Rusiñol.
Roces: En el coche, de Roy Lichtenstein
Roy Lichtenstein fue uno de los más grandes autores del arte pop americano. Sus obras, protagonizadas por imágenes arquetípicas de la América contemporánea, se inspiran en elementos de la cultura de masas como la publicidad, los cómics y las revistas. A partir de ellas, construye su crítica personal de la sociedad en la que vive.
La obra que hemos elegido, En el coche, forma parte de una serie que el artista lleva a cabo a principios de 1960 en torno al tema del romance. En este caso, extrae la escena de un cómic llamado Girls' Romances. La distancia que parece haber entre ambos amantes es la que nos ha hecho decantarnos por esta obra como representación del momento posterior a una discusión de pareja.
Ruptura: Encuentro en la torre, de Frederic William Burton
El fin de la relación no siempre es consecuencia de la falta de amor. Si una ruptura casi nunca es plato de buen gusto, lo es menos en los casos en los que ambas personas se quieren y son otros los motivos que les impiden seguir con la relación. La obra de Frederic William Burton conocida popularmente como Encuentro en la Torre es un auténtico retrato del sentimiento que acompaña a dos personas que aún se aman pero están obligadas a separarse.
Esta escena trágica y a la vez romántica está inspirada en una antigua balada medieval danesa, en la que se narra la historia de amor imposible entre Hellelil y su guardia personal, Hildebrand, que en realidad era príncipe de Engelland. Y como la mayoría de los amores imposibles, el final no fue feliz: el padre desaprueba la relación y ordena la muerte del príncipe, que finalmente llevaría a la joven a morir también de pena. Muy influenciado por la pintura prerrafaelita, Burton, que conoció la historia a través de la traducción de su amigo Whitley Stokes, no se centra en el auténtico drama que protagoniza el relato, sino que prefiere imaginar e inmortalizar en su obra el que sería el último encuentro de los amantes, en el que se dan su último adiós.
Melancolía: La novia del viento o La Tempestad, de Oskar Kokoschka
Con su característica pincelada pastelosa y frenética, Oskar Kokoschka inmortaliza en La novia del viento el abrazo final de una pareja con actitudes muy dispares: ella descansa plácidamente, ajena a lo que ocurre, mientras que él aparece perdido en sus pensamientos, más consciente de la tormenta que les acecha.
También conocida como La Tempestad, esta pintura se convirtió en el único recuerdo que le quedó al pintor del que fue su gran amor: Alma Mahler, viuda del compositor Gustav Mahler, una mujer que llevó la libertad por bandera. Kokoschka sintió un amor tan apasionado como turbulento por ella, que llegaría a su fin después de tres intensos años. La multitud de interpretaciones que ofrece la composición comparten un mismo sentimiento: la angustia de ese hombre, el propio artista, que sabe muerto su amor incluso antes de que este acabe. Y es que esta obra es la representación perfecta de la melancolía que caracteriza a un amor que se sabe perdido.
La soltería: Automat, de Edward Hopper
Si vas a pasar este San Valentín sin pareja, puede que esta obra te haga sentir más representado que las anteriores. Se trata de Automat, obra que recibe su nombre por el tipo de local en el que se encuentra su protagonista, unas cafeterías muy populares en los años 20 neoyorquinos, en las que los clientes se servían su propia comida a través de máquinas expendedoras. La retratada, una mujer bastante emperifollada, se toma un café en la más absoluta soledad, pese a encontrarse en la gran ciudad. Todos son preguntas (lo común en la obra de Hopper): "¿Cómo ha acabado en ese local?". "La soledad, ¿le pesa o le alivia?". "¿En qué puede estar pensando?".
La casualidad quiso que la primera vez que esta obra viera la luz fuera el San Valentín de 1927, fecha en la que se inauguró la segunda retrospectiva del artista en una galería neoyorquina. Hasta poco antes, Hopper era más conocido por sus paisajes impresionistas que por los retratos solitarios por los que le recordamos en la actualidad. Con el tiempo se convertiría en una de sus pinturas más emblemáticas.