“Hablar con los vecinos me cambia totalmente la perspectiva del día. Intentamos aliviarnos recíprocamente. En esta situación de confinamiento todos estamos jodidos y tenemos problemas, nos hace sentir un poco menos solos. Llevo aquí casi tres años y los había visto, pero nunca me había parado a hablar con ellos apenas dos minutos. Ahora, a mi vecino Sergio muchas veces incluso no lo veo cuando hablamos porque tiene una pared… Si lo piensas es un poco ridículo, parece una peli, pero está guay y te anima”.
Elisa Gerussi, de 37 años, le saca el lado positivo al confinamiento, que dura ya más de una semana desde la declaración del estado de alarma, y explica cómo desarrolla lazos con unos vecinos que antes eran invisibles. Todos viven en un edificio del barrio de la Macarena de Sevilla, con balcones que dan a un patio común pero rutinas, alegrías y penas independientes, que se mascaban de puertas para adentro o en la calle. Hasta esta semana en la que tantas cosas han cambiado.
La reclusión para evitar más contagios por el coronavirus ha traído en muchos bloques y urbanizaciones de todo el país, además de desazón y agobio, la mejora de las relaciones vecinales. La necesidad de compartir miedos y frustraciones cara a cara ha roto barreras mentales y de tabiques. “Ante situaciones peligrosas, de vulnerabilidad e incertidumbres, la tendencia es unirnos. El apoyo mutuo funciona muy bien. Somos animales sociales y nos necesitamos unos a otros. Los vecinos abren la oportunidad de conocer al de al lado, algo que se hace en los pueblos y se ha perdido en la ciudad. Es volver al origen, de tu centro, de tu casa, que es el símbolo de seguridad. Tu comunidad es los vecinos”, ilustra Juan Castilla, psicólogo clínico especialista en inteligencia emocional. “Al estar recluido pierdes libertad de movimientos y acción. Eso genera tristeza y hay personas que lo gestionan mal. Es una situación que toca los cimientos de las necesidades del ser humano, tal y como explica la pirámide de Maslow”, añade.
Con el pico de la pandemia aún por llegar, Gerussi se queda con la rutina positiva: “Ahora, cada día a las ocho subimos a la azotea con un botellín a aplaudir porque se ve el Hospital de la Macarena. Al principio, Sergio estaba al otro lado de la azotea por miedo a acercarse. Ahora estamos a un metro y medio y nos quedamos una horita a aplaudir y charlar”. Gerussi es italiana, su compañera de piso, Adriana (34 años), extremeña y Sergio es valenciano (28 años). Las dos primeras hablan a diario con su vecina Inmaculada, de 58 años: "Nos ha confesado que sabía todo sobre nuestras vidas”, dicen con sorna. En su bloque, cada tarde sale a tocar la flauta a su balcón una niña de unos 10 años, otro chico con una trompeta y un tercero con un clarinete, cuyo mayor éxito fue el Aleluya de Haendel, relata Gerussi. “Y todos aplaudimos. Es una cosa muy de comunidad.Sergio tendrá su cumpleaños en cuarentena y estamos pensando en su regalo”, desvela.
Es algo que ha ocurrido en muchas comunidades de vecinos, como puede observarse en cientos de vídeos que aparecen en las redes sociales estos días. Desde celebraciones de cumpleaños a juegos grupales, como los que organizan los vecinos de una urbanización de Mairena de Aljarafe (Sevilla) y cuyos vídeos han llegado a los grupos de WhatsApp. El tiempo y el encierro han obligado a aquellos que comparten espacio a conocerse. A veces por necesidad para pedir un favor. O al coincidir en los balcones durante el aplauso de las 20.00. Y muchas veces ha salido bien.
Esta semana, el Teléfono de la Esperanza -un servicio gratuito de apoyo psicológico que atiende unas 2.000 llamadas a la semana- ha subido un 20%. “A los voluntarios les cuesta transmitir tranquilidad y desangustiar al otro”, explica su responsable, José María Sánchez. Los consejos para el confinamiento incluyen seguir un horario, mantenerse activo, tener espacio para la intimidad, dejar enfriar los conflictos, aprender técnicas sencillas de relajación y hablar con los vecinos.
La dinámica se repite en muchos vecindarios independientemente de la geografía. En Bolonia (Italia), Marta Clementi, de 36 años, lleva ya dos semanas recluida en su casa con su marido y dos hijos, que bajan al jardín privado de la comunidad, rodeado de edificios y siguiendo las normas de seguridad. “Todo el mundo busca pequeñas conversaciones, yo también. Y habitualmente no hablábamos apenas con los vecinos. El único tema de conversación es el coronavirus, pero me temo que esto seguirá así al menos hasta mayo [la fecha prevista para el final del confinamiento en Italia es el 3 de abril, pero Conte ya ha adelantado que se retrasará]. La gente nos ve jugar en el jardín, y desde sus balcones nos saludan y charlamos. El día es demasiado largo”, explica. Clementi teme especialmente el día tras varias semanas de reclusión casera: “No dejamos jugar a los niños con otros en el jardín por miedo, por mucho que lo necesiten, y por la distancia de seguridad. A pesar de que los estimulamos, es demasiado tiempo para ellos sin contacto con otros niños”.
En San Sebastián, Mari Luz Barragán, vecina del barrio de Amara, relata: “El otro día me llamó el vecino de enfrente para preguntarme si necesitaba algo. Es una forma de acercarte y preocuparte, porque habitualmente hablamos lo indispensable. Hola y adiós”.
En el centro de Madrid, Maribel Pizarroso, de 43 años, coordina un grupo de 234 vecinos voluntarios para ayudar a otros, organizados a través de la web Dinamizatucuarentena. “Hay muchas ganas de ayudar, pero hay que cumplir las normas de Sanidad. Ahora se dispararán las solicitudes de ayuda porque las neveras se empiezan a vaciar”, explica. “Siento que hablas con las personas como si las conocieras de toda la vida porque tienes un objetivo común: ayudar a los demás”. Estos voluntarios llevan la compra a otros, y acompañan al hospital y a la farmacia, principalmente, aunque también hacen acompañamiento telefónico “para paliar la soledad”. “Cuando todo esto termine, saldrán más cosas positivas. Ya hemos quedado para abrazarnos”, confía.
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