La vida en las azoteas de Ciudad de México

Los chilangos viven en las azoteas la vida que no pueden hacer en las calles durante la pandemia

Cuando uno contempla Ciudad de México a través de la ventana del avión lo primero que ve son edificios. Cientos, miles de edificios que llegan hasta donde la vista alcanza. Se comen los cerros y rodean el aeropuerto de la ciudad más poblada de Latinoamérica. Torres de departamentos y oficinas, casas señoriales, casas bajas, casas minúsculas, fraccionamientos.

El coronavirus obligó a la mayoría de la población a quedarse en casa y cuando la ansiedad, la tensión y los espacios cerrados nos dejaron al borde del colapso, muchos chilangos recurrieron a vivir en las azoteas la vida que no podían hacer en las calles. Utilizadas para lavar y tender la ropa al sol, en muchos barrios acomodados las azoteas también albergaron los cuartos en los que vivía el personal de servicio de las casas, como se ve en la película Roma de Alfonso Cuarón. Pasados aquellos años, la parte de arriba de los edificios quedó vacía, sin apenas más habitantes que los tinacos (depósitos de agua) y sin uso, hasta que llegó la cuarentena y la gente recurrió al ingenio para sobrellevar el confinamiento.

Azoteas en el Centro Histórico de Ciudad de México
Azoteas en la colonia Narvarte de Ciudad de México

Es un martes de finales de junio y para el filósofo Fernando Bustos nunca había sido un problema trabajar desde su casa. De hecho siempre había formado parte de su rutina. Su casa era su “guarida” hasta que la pandemia convirtió la guarida en “una prisión” fue el momento de resignificar nuevos espacios y dedicar una parte del día a cuidarse. Ahí estaba la azotea.

“Como no puedo salir a correr y es algo que solía hacer, subí a la azotea. Necesitaba más aire y sol para ubicarme temporalmente. Comencé a leer, hacer ejercicio y echarme una cerveza”, dice Bustos, de 36 años. Salir a la azotea de su edificio en la colonia Roma supuso para él tomar las riendas de su tiempo libre y asegura que no volvería al gimnasio pudiendo hacer ejercicio desde aquí. “Me gusta volver a encontrar estos espacios olvidados en los edificios y ver la ciudad desde otro punto de vista. Creo que quizá quienes hemos agarrado el hábito sigamos haciéndolo después”, agrega.

A cinco kilómetros de ahí, Emmanuel Escobar monta en bici en la colonia San Rafael acompañado de sus cuatro gatos. Pedalea mucho pero no va a ningún lado porque desde que empezó la cuarentena hace ejercicio desde la terraza de su casa gracias a un soporte donde colocó la bicicleta. “Me siento libre, no se me hace pesada la pandemia gracias a la azotea”, dice. Desde su casa ve el Paseo de la Reforma, el Monumento a la Revolución y Polanco. “Me ayuda pensar que esto se va a acabar, que no es para siempre”, dice.

Los gatos de Emmanuel también se suben a la bici

Astrid y su marido Miguel se toman una cerveza mientras juegan a las cartas. Han puesto dos toallas de playa en el suelo. La azotea de su edificio en la colonia Narvarte se convirtió en un lugar donde desconectar después de trabajar todo el día. “He hecho de ese espacio una extensión de mi departamento”, dice la joven de 32 años. “Después de estos meses, hemos descubierto la azotea más que como un lugar, como un momento para ver el cielo, sentir el aire y escuchar a nuestro vecino adolescente practicar la gaita”, cuenta a Verne.

Astrid Sánchez y su marido Miguel Nava juegan a las cartas en la azotea de su casa

Para Marisol Duarte, su azotea en la colonia Campestre Aragón funciona como un lugar donde sus hijos se divierten y donde ella puede conciliar su trabajo con la crianza, una de las tareas más complicadas durante el confinamiento. “Tenemos un brincolín y ahora es el lugar donde pasamos todas las tardes”, cuenta que después de tomar clases por Zoom y hacer la tarea, la azotea se convirtió en el sustituto del parque. “Intentamos hacer una actividad diferente cada día, hacemos ejercicio, subimos palomitas y vemos películas en el iPad, pintamos con gises y dibujamos autopistas para jugar a los cochecitos”, dice Marisol a través de mensajes de voz.

Los hijos de Marisol Duarte juegan en el brincolín

Luis Iborra ya había cultivado el huerto de su azotea varios años, vive en una casa en la colonia Narvarte y decidió aprovechar el espacio para cultivar tomates, epazote, lechugas, amaranto, chiles y otras plantas. Cuando llegó la pandemia encontró en el huerto urbano una forma de que los días no pasaran tan lentos.

Luis Iborra riega las plantas de su azotea en la colonia Narvarte

”Al mes de estar confinados salió el primer brote de jitomate, fue una motivación”, reconoce que le ayudó a pensar en que pese a todo, “hay esperanza” fue algo terapeútico. “Tocar la tierra y trasplantar me ayudó a bajar la ansiedad, porque el huerto está lleno de vida: vienen los pájaros a comer amaranto, hay abejas polinizando...”, Luis, de 40 años, admite que tener una azotea como la suya en Ciudad de México es un privilegio y que si hubiera políticas públicas enfocadas en impulsar huertos comunitarios y recogida de lluvia en los edificios, mejoraría la calidad de vida en la jungla de concreto que es la capital.

Tomates, epazote, amaranto y chiles. Algunas de las plantas de Luis

El 23 de junio Ciudad de México vivió un terremoto de intensidad 7,5 que agregó más tensión a la difícil situación del confinamiento. Nuestra compañera de Verne México, Darinka Rodríguez, reconoce que su relación con la azotea no será la misma después de estos meses. “Jamás la vi como lo que es ahora: un espacio de liberación de mi estrecho departamento”. El día del sismo a ella y a sus vecinos de los pisos más altos les tocó resguardarse en el techo mientras pasaba el temblor. “Me tocó ver una azotea distinta: con los vecinos que rara vez veo esperando a que temblara. Ni ganas de saludarlos con lo fuerte que estuvo”, dice.

Cae el sol en Ciudad de México en medio de un verano raro con pocas lluvias. Los atardeceres desde la azotea se han convertido en uno de los pocos espectáculos de los que disfrutar en mitad del caos. Eloísa Farrera y Dianna Dillón procuran reservarse este momento del día para descansar. Suben al techo de su edificio y bailan a ritmo de Radiohead entre ropa tendida, cables y antenas de televisión. Astrid, Miguel, Emmanuel, Marisol, Luis y los demás también se quedarán un rato en la azotea despidiendo otro día más.

Decía Elena Poniatowska que las azoteas “viven estrictamente ligadas al alba y al crepúsculo” y que cuando uno está arriba de ellas, la ciudad “no es más que un solo techo, la cúspide de montañas de concreto”. Quienes han podido subir a las alturas durante estos meses estarán de acuerdo.

Atardecer desde una azotea
Buenas noches, Ciudad de México