La Matrioska activa el modo veraniego. Para que estas semanas de calor sean más refrescantes, hemos invitado a varias autoras a que os escriban las cartas de los próximos domingos, al igual que hicimos el año pasado. Habrá reflexiones, relatos, autoficción y más sorpresas y compañía, tanto para las que están en la piscina como para quienes languidecen en el sofá con las ventanas cerradas a cal y canto. Todo, con un hilo conductor: ️EL VERANO. Signifique lo que signifique este año.
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Cuando pienso en el verano, me pongo nerviosa, igual que cuando miro el cielo de noche, que es una cosa que hacía mucho de pequeña, en el pueblo, en verano. Así que, ¿por dónde empiezo? Dos opciones:
a) "Dime con qué sueñas, y te diré quién eres", que decía aquel. ¿Ustedes tienen alguno de esos sueños que llamamos “recurrentes”? ¿Se han metido alguna vez tanto-tanto en alguno de esos sueños como para, una vez despiertos, llegar a creer que eran verdad? Yo soñaba con agosto: voy patinando por la plaza del Olmillo, empiezo a descender la cuesta que conecta al pueblo con la zona del frontón, doy un saltito, y floto. Tengo diez años.
b) ¿Ustedes qué edad tienen extraoficialmente? Oficialmente yo tengo treinta y dos años, pero en realidad —ustedes lo saben, porque les pasa igual— soy mucho más vieja, aunque no sé decir hasta qué punto. Los años de la infancia, como los de los perros grandes, cuentan por siete, ocho. Y los meses de verano de esos años atortuguesados cuentan por, no sé, ¿diez? Teniendo en cuenta que los primeros trece años de mi minúscula vida veraneé en un pueblo de La Mancha de cuyo nombre, etc., en un misterioso enclave entre la Serranía y la Alcarria, tengo casi trescientos años. Voy a tono con el paisaje demográfico de esta aldea de mis amores, soy la más anciana del lugar, pero por poco.
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No es que soñara que vuelo y veo el pueblo con los ojos de un águila, de esas que atisbo cuando cruzamos en coche el Estrecho, de la mano del río Escabas. Digamos que “mini-vuelo”. Como en un salto de pértiga que se estirara solo un poco por encima de lo verosímil: cojo impulso, subo cincuenta centímetros sobre el suelo, duro ahí treinta, cuarenta segundos, recorro muchos metros —en el aire— en cada tacada. El viento, transparente y sólido, me viene de cara. Pero cuando doy el saltito me deja paso, se aparta como una cortinilla bien educada o como el océano, cuando lo de Moisés. A veces, cuando me elevo, remoloneo y a cámara lenta me apeo planeando. Inclino mi cuerpo hacia adelante, beso el asfalto cuajado de piedrecillas.
Hasta mis veinte años, con esotérica regularidad, se me repitió el sueño de La Ascensión En Patines. Lo insólito es que, durante los primeros años de esos siglos, el sueño me resultaba tan convincente que llegué a creerme que no lo había soñado: que lo había recordado. Tanto es así que cuando en alguna ocasión, ya de adolescente o de joven adulta, me calzaba unos patines en línea y me tiraba por alguna cuesta y no conseguía flotar en el cielo como en el agua y en la tierra como en el cielo, me decía: “Pero bueno, ¡qué barbaridad!, es que ya no sabes ni aun patinar.” Me gustaría que pudieran ver la cara de la cabal persona a la que, un día, le conté con total naturalidad que yo, de pequeña, en el pueblo, en verano, patinaba genial. Tan genial que es que daba unos saltos tremendos y me quedaba ahí, en la nada, sostenida. Lo menos medio minuto: imantada al calor, a la velocidad. Y una aureola de campos amarillos (a modo de casco anticaídas) ceñía mi frente.
Una cara parecida pusieron esas otras personas, igualmente cuerdas, a las que en distintos momentos de mi inmensa vida les pregunté por una librería que no existe.
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Cuando dejé de soñar con que yo era un platillo volador con pirri, bermudas multicolores, camisetas manchadas de rosa-Frigopie o de rosa-Flash, rodillas buriladas de arañazos de zarzas y hermosos patines azules, nació en mí —como un hijo pródigo o un amor— el único otro sueño que ha logrado hacerme confiar ciegamente en él. Dice así: voy por Madrid (ciudad que no conozco), empiezo mi tour de librerías, la mochila vacía, la ansiedad infantil desatada. Pateo la maraña de barrios buscando tesoros. Hago paradas técnicas en heladerías. A eso de las siete de la tarde me digo: “mierda, otra vez se te ha olvidado ir a esa librería tan maravillosa, la que está justo en el centro de Sol.” A veces voy, la encuentro en el último momento, está en un sótano; si no fuera porque es estrepitosamente rectangular, diría que se parece a las cuevas de mi pueblo. Otras veces me quedo con las ganas, vuelvo al hostal. Las horribles circunstancias me fuerzan a repostar en otra heladería.
Hasta hace un año, este sueño —literalmente agridulce— se me siguió repitiendo, y seguía resultándome perfectamente naturalista. En consecuencia, en los primeros tiempos, cuando tenía veintiún, veintitrés, veinticinco años, cada vez que viajaba a Madrid, vivía esta peculiar aventura: voy trotando de librería en librería, peino la ciudad. Me agoto. Tengo la cesta a rebosar. Soy casi feliz. A eso de las siete de pronto me pregunto: “¿pero dónde narices estaba esa librería tan maravillosa? ¿No era por Sol?” Voy a Sol, voy preguntando por la librería “El Candil” o “La Candileja” o “La Comadreja” o “El Mandril”— o “El Yelmo de Mambrino”—, informo a quien me quiera oír que ha de estar justo en el centro de la plaza. Los viandantes, los de seguridad de El Corte Inglés, dudan: no saben / no contestan. Una vez uno me dice: “Pero es que ahí está el metro”. Yo digo: “No, no, pero yo digo por debajo del metro”.
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Ahora vivo en Madrid, tengo treinta y dos años, estoy 99% segura de que por debajo de la parada de Sol no me está esperando la librería de mis sueños. De todas maneras, sigo atenta a ver si sí. De todas maneras, qué importa: tengo diez años, nunca me he ido del pueblo. Patinando llego a la biblioteca, abro un libro. Me doy cuenta: patinar es mejor que leer, no digamos ya que escribir. Cierro el libro. Me dirijo hacia la plaza espolvoreada de pequeños olmos.
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Le pregunto a mi padre que si sueña con el pueblo y con el verano. Le pregunto a él porque, a pesar de ser un serio señor adorable amigo de las gafas, los bigotes, los trajes y los maletines, tiene algo de médium. Más que soñar con cosas que luego pasa a creer que son la realidad (como yo), sueña con cosas que luego pasan a pasar en realidad (¿como Dios?): muertes repentinas, llamadas telefónicas imprevistas, bruscos casamientos, improbables embarazos… Me cuenta que sí, que a veces sueña con eso, y que no tiene cincuenta y seis años, tiene siete. (Yo saco mis cuentas: o sea, teniendo en cuenta que lleva veraneando en el pueblo cincuenta y seis años, mi padre debe de tener unos ocho o nueve mil años). En su sueño, van todos en comandita desde Valencia al pueblo, en tren, cargados de maletas. Por fin llegan a Cuenca… Por fin se suben al autobús (célebre por lo pormenorizado y enloquecedor de su trayecto: para en todas las villas, tarda la vida entera)… Por fin llegan al cruce de caminos… Por fin pasan el cementerio… Por fin la oleada de girasoles… Por fin entrevén, al fondo, el pueblo, elevado sobre una colina como una niña patinando; el pueblo como la guinda de un pastel (helado) o como un yelmo. Suben la cuesta renqueando como si el autobús fuera un gigantesco, raído burro. Y en la entrada de la plaza, de pie, ansiosa e infantil, ahí está: la abuela Julia en éxtasis. Agita los brazos como una Kali hindú, pero en versión albendense. A lo que bajan del bus empieza a vocear como sigue: “¡Mozones, mayorzones…!”.
Me digo que mi padre, en este caso, no sueña ni mentiras realistas ni realidades en proceso formativo que aún no han eclosionado en todo su esplendor. Sueña con mi vida: cuando por fin nuestro coche sube la cuesta, ahí, en la entrada de la plaza, como una pareja de olmos (por momentos pacientes, resignados a la manera castellana; por momentos dando saltitos, como si se estuvieran haciendo pis) están mis abuelos. A veces uno se planta en la calle mirando el reloj, y el otro trajina en la casa ultimando el festín. Gritan sinónimos de lo de Julia: “¡Mozones, hermosones, guapazos…!”
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Le pregunto a mi abuela que si sueña con el pueblo en verano. Me dice que sueña siempre lo mismo, sea invierno o verano: con la casa vieja. Yo nunca la he visto, construyeron la casa nueva poco antes de que yo naciera, por lo visto estaba por derruirse. Ella tiene cuatro años. Su alegría es fotogénica. No se le ha muerto nadie, no se ha casado con el muchacho de los del horno de pan, no ha emigrado con el muchacho que no ha trabajado en ninguna fábrica. Por supuesto todavía no aparece en ninguna foto enmarcada y colocada con fervor fanático en ningún místico y urbano altar en ninguna estantería en ninguna casa (ni nueva ni vieja: reformada) de ninguna nieta habitante de Madrid.
—Pero es que Madrid es un pueblo —afirma alguien hablando por teléfono por la calle, a quien espío y cuya metáfora no acabo de captar.
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El 99% (mis cálculos son volátiles) de mi vida real (en contraposición a la oficial, la de la vigilia), ha transcurrido en el pueblo. Quizás ustedes no tengan pueblo, pero seguro que tienen sueños: sueños involuntarios que dicen mucho más de ustedes que ustedes mismos cuando hablan sobre ustedes mismos y sus sueños. Seguro que no han abandonado todavía algún verano. Seguro que cada uno de sus sucesivamente nuevos veranos se solapa, cósmicamente, con primigenios veranos, incluso con veranos heredados. Si yo, que soy un ser anodino que no sabe ni patinar, vivo algo tan extraño como tener arrugas y hasta una cana en una ceja y vivir en Madrid pero vivir también, y sobre todo, en el pueblo y medir 140 centímetros y en un carrillo tener un Frigopie y en el otro tener un Flash… ¡Qué no vivirán ustedes!
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Para acabar, dos preguntas más. Eso que sueñan, ¿es una ilusión, una sombra, una ficción, o una verdad como un templo (aunque sea enano, como la ermita de mi pueblo, la del río San Juan)? Eso que sueñan, ¿significa algo? Y perdón por la indiscreción: ¿cuántos años tienen, sin auto-engañarse?
Aquí van algunas sub-preguntas que les pueden ayudar a dirimir el asunto. Respondan “verdadero” (V) o “falso” (F). Cuantas más respuestas V tengan, más bebés y más nonagenarios son; cuantas más respuestas V tengan, más sugieren las imágenes de sus sueños sobre algún secreto intransferible suyo. Cuantas más respuestas F tengan, ¡ojo!, piénsenlo mejor y respondan V:
— “El 99% de la música que escucho a día de hoy son pálidos reflejos de la musiquilla del Conejo de la Suerte que cantábamos sentados en corrillo en la báscula". ¿V o F?
— “El 99% de mi amor por cualquier persona a día de hoy es un derivado de mi amor por mi mejor amigo, mi primo, el Vasco, el cual se trepaba por los árboles y era un loco temerario que me grababa cintas de Eskorbuto". ¿V o F?
— “Hablaba con mi vecino, mi estimado, con Walkie-Talkie". ¿V o F?
— “Salía con mis abuelos a la fresca a charlar con las señoras vecinas y “recitaba” oraciones religiosas usando el bastón de mi abuelo a modo de micrófono, y todas aplaudían (aunque no sé por qué y me pregunto si es que me estaban vacilando)". ¿V o F?
— “Podría decirse que, forjada mi sensibilidad en decenas de verbenas, controlo el pasodoble". ¿V o F?
— “Cuando uno de nosotros, los niños de la peña, acababa de cenar, corría a la casa de otro niño para recogerlo y salir a dar una vuelta. Esos dos iban a la casa de un tercero, esos tres iban a la casa de un cuarto, y con estos mimbres iba expandiéndose la ronda (la conga). A veces la familia de la casa a la que los niños llegaban no había terminado de cenar. En ese caso, el grupito de visitantes esperaba apilado en el sofá. Y, a veces, cenaban dos veces". ¿V o F?
— “De madrugada, acompañaba a mi amiguita a su casa que estaba a tres minutos de la mía pero luego a ella le daba pena y me acompañaba a mí y luego yo a ella y luego ella a mí". ¿V o F?
— “En la fuente había curiosos renacuajos". ¿V o F?
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Por cierto, los renacuajos también se metamorfosean.
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