Mil suecas embarazadas (y las forasteras que hemos sido)

"La melancolía de aquellos veranos libres nos invade en esta nueva y mutante incertidumbre, ahora que el calentón no pide piel con piel, sino sana distancia"

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La Matrioska activa el modo veraniego. Para que estas semanas de calor sean más refrescantes, hemos invitado a varias autoras a que os escriban las cartas de los próximos domingos, al igual que hicimos el año pasado. Habrá reflexiones, relatos, autoficción y más sorpresas y compañía, tanto para las que están en la piscina como para quienes languidecen en el sofá con las ventanas cerradas a cal y canto. Todo, con un hilo conductor: ️EL VERANO. Signifique lo que signifique este año.

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Lo llamaron “El lío de las embarazadas”. En 1991 a España le pasaron la cuenta del verano del amor: 180 millones de pesetas. Eso reclamaban mil mujeres suecas en derechos de manutención para los bebés que habían engendrado estando de vacaciones en nuestro país desde mediados de los años 60. Los padres (564 españoles y 374 nórdicos residentes en territorio español) ignoraban su responsabilidad.

El caso provocó revuelo internacional con reuniones entre la Fiscalía General del Estado y el ministerio de Asuntos Sociales sueco para tratar de resolver quién asumía el dispendio: Suecia solo había cobrado siete millones a hombres que habían colaborado de “buena voluntad” y había adelantado algo más de sus arcas, pero del resto, ni rastro. Y ni un gobierno ni el otro estaba dispuesto a vaciar sus bolsillos. “Las suecas nos sedujeron, que no reclamen”, contestaba el dueño del Copacabana de Benidorm en el desaparecido diario Claro, claramente en el equipo de los desentendidos. “Ya vienen iniciadas, a mí me meten mano en el avión cuando les sirvo el desayuno”, contaba otro azafato de Mallorca, alimentando esa fábula atrofiada de la sueca vista como una peligrosa tigresa insaciable. Un arquetipo imbatible alimentado a base microbikinis, melenas oxigenadas, muslos firmes y libertinaje sexual por obra de José Luis Vázquez y acólitos en los ciclos infinitos de Cine de Barrio.  Las sobremesas de nuestra educación sentimental.

Frente a la sueca culpable por pecadora, la escritora Montserrat Roig puso perspectiva en la hemeroteca en Jo vull ser sueca (Quiero ser sueca), una de sus columnas en el diario Avui, recogida en la reciente antología Som una ganga. Textos feministes, editada por Comanegra. Allí reconocía la destreza de las nórdicas para conseguir ayudas “aunque los hijos ya vayan a la universidad y las noches de pasión no sean más que el recuerdo de una noche etílica” y señalaba cómo ella y sus amigas fantaseaban con la posibilidad de pedir el exilio político en la embajada sueca para poder ser, también, madres dignas de bienestar. “Unos proyectan sus fantasías hacia el norte y, las otras, hacia el sur. Parece que el placer no lo encuentras en casa”, lamentaba Roig sobre la falta de sincronía erótico-espacial en el fructífero chute de pasión estival. Su lógica solo funciona en verano porque su premisa, chispa y engranaje es precisamente esa: la seducción y necesidad de aventurarse en lo distinto. La de fantasear frente a lo volátil, y apetecible, de un deseo que tiene el cronómetro puesto y que pide intensidad y fuego por ese mismo motivo. Al recordar este episodio, una no evita pensar en la hecatombe afectiva del verano de 2020.

Pobres forasteras.

Las que lleguen (no habrá ni rastro de brasileñas, mexicanas, rusas y estadounidenses cruzando las fronteras españolas) se quedarán sin verbenas, sin mirada cómplice en la pista, sin bailar con desconocidos por decreto gubernamental. ¿Sacrificarán las hijas de aquellas mil suecas su aventura veraniega por el bien común? ¿Cómo se descargará toda esa electricidad contenida que explota en el crepúsculo cuando, duchaditas y bañadas en aftersun, invadimos las calles porque, como canta Lana del Rey, solo en verano nos ponemos un vestido rojo al atardecer y queremos bailar para que nos besen antes de que ese otro marche para siempre? La melancolía de aquellos veranos libres nos invade en esta nueva y mutante incertidumbre, ahora que el calentón no pide piel con piel, sino sana distancia.

Pero no hace falta ser sueca ni cruzar tres fronteras para sentirse como tal. Basta con que el otro te haga entender que lo eres. Con aprender a base de pequeñas epifanías que en el mundo que transitas, el sentimiento de pertenencia es algo tan voluble como efímero. Que el dinero, y no tu empeño, siempre tendrá atajos directos en el venerado ascensor social.

La forastera se hace fuerte a base de pequeñas catarsis: forzada, su mirada toma distancia y se vuelve analítica, buscando un contexto y reflexión sobre su entorno. Alejándose de las pasiones movidas por el estómago que nublan la razón.

La primera vez que recuerdo haberme sentido forastera fue unas vacaciones de niña, cuando cogí varios autobuses para acompañar a mi madre, limpiadora, al edificio de Sarrià en el que organizaba la vida de otra familia. Fue ella la que, entre risas al verme tan decidida e ignorante, me llamó la atención porque no podíamos entrar por la entrada principal. Porque nuestra puerta era la de "servicio” y no a la que me había acercado.

Fui la forastera cada año de mi niñez y adolescencia, aunque no fallara un solo verano, Navidad o Semana Santa, cuando viajaba 800 kilómetros en el Renault 5 de mis padres junto a mi hermana. Esos veranos abandonaba las plazas y los bloques de ladrillo de diez plantas de Can Vidalet, en Esplugues de Llobregat, para instalarme en las cuestas empinadas, los olivos como postal infinita y las casas encajadas -nunca adosadas- de Valdemanco del Esteras (Ciudad Real). En el pueblo en el que nacieron y por cuyas calles se enamoraron mis padres se recibía con alegría y chismorreo constante a los hijos forasteros que invadían sus calles. Grupos de chavales madrileños, valencianos y barceloneses, criados en estampas idénticas de extrarradio de hormigón, listos para quemar el verano de día y bebérselo de noche entre verbena y verbena. Con una libertad que poco tenía que envidiar a la de las suecas en Benidorm.

Mis amigas del barrio y yo nos sentimos forasteras gloriosas en un bar en el Raval, en pleno centro de nuestra ciudad, una noche cuando un amigo de la facultad (al que adoro), con esa condescendencia de la que siempre nos hemos reído, nos describió como una banda chicas de “belleza proletaria”. Nos divirtió tanto que ahora, repartidas por la península y Canarias por cosas del amor, nuestro chat grupal de WhatsApp se llama así: “Belleza proletaria”.

Una forastera también puede acabar siéndolo con los suyos. Sintiendo que los traiciona cuando, a sabiendas de que si eres la primera generación con estudios universitarios de tu familia es por su esfuerzo, te camuflas en textos con un lenguaje que tus padres ni entienden ni leen. Porque esto también va sobre a quién hablamos y a quién escribimos. Porque, como bien descifró Brigitte Vasallo, “el asco de clase es un asco persistente y conservamos el miedo a ser descubiertas, las impostoras del síndrome infinito”.

No hace falta ser una sueca embarazada de la que todos se desentienden ni estar en verano para sentirse como una forastera. Puedes serlo toda tu vida. En realidad, tiene algunas ventajas. Ese desdén a la intrusa, sutil o explícito, también activa un poder que poco a poco te hace más fuerte.

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