Me llamo Cristina y soy sorda.
Es lo primero que digo cuando me presento, últimamente ante las miradas curiosas de alumnos a los que doy clases prácticas de Microbiología Médica. Les veo pensar en cómo lo voy a hacer. Veo las preguntas cruzar la cara de la gente oyente (“¿Sorda? Muy sorda no será. Pues parece normal”). Dejo que me vean los audífonos negros, porque es mi color favorito, y grandes porque la pérdida es severa, casi profunda. Les hablo con este acento raro que casi nadie sabe ubicar de dónde es realmente; siempre creen que es del sur, pero mezclado con acento del norte, lo que les desconcierta. Me expongo. Pero no les hablo de mí, sino de lo que la gente oyente necesita saber de las personas sordas.
No recuerdo haber oído nada antes de los seis años: puede que naciera así o puede que fuera perdiendo audición poco a poco. No se sabe. Esquivé varios diagnósticos que concluían que yo era muy distraída. Pasé por un psicólogo al que odié muchísimo por taparse la boca una y otra vez impidiendo así que le leyera los labios, algo que había aprendido a hacer cuando ponían sus caras ante la mía. Y así, de repente, sin saber qué estaba pasando -como me pasaban todas las cosas entonces, como cuando me cortaron mis cuatro pelos como un niño- me encontré visitando un internado donde vivían niños cableados. Recuerdo mi inquietud entonces.
En el internado (que era un colegio para sordos, pero entonces no lo sabía), entramos en una consulta médica. Así que era eso, no me iban a dejar allí, menos mal. Otra cabina blanca, otros cascos y a través de la ventanita, una mujer de bata blanca y con expresión cada vez más adusta. Salí de allí con unos audífonos color carne que hablaban de disimulo, enormes y feos. Salimos con el peso del diagnóstico y la incertidumbre de mis padres colgando de mis orejas. Ojalá ver el futuro a través de una bola de cristal.
Mucha gente oyente me dice que mis padres tomaron la decisión correcta al dejarme continuar en el colegio normal entre niños oyentes en vez de llevarme a un colegio de sordos. Siempre me sonrío y pienso que en realidad, ellos no sabían qué era lo correcto. Sé que muchos lo dicen porque les parezco oyente y creen que es lo deseable para cualquier persona sorda. Lo que no saben es que la mayoría de las personas sordas nacen en familias de oyentes y la habilidad que tienen con el lenguaje oral es una mezcla de la competencia del resto auditivo de la persona sorda y de la estimulación que recibe de su familia. Mi abuela materna era sorda, así que en mi familia estaban acostumbrados a vocalizar bien: el grado de entendimiento es tal que puedo conversar con ellos sin necesidad de audífonos.
No quiero ser fuente de inspiración para oyentes (suele ser un signo de bajas expectativas en las personas con discapacidad) y tampoco quiero ser un ejemplo para otras personas sordas que diariamente luchan contra el sistema educativo para conseguir tener intérpretes de Lengua de Signos en todas las horas lectivas. Mis padres apostaron más que decidieron, como imagino que hacen todos los padres de niños con diversidad: apostar teniendo fe en sus hijos. A pesar de que les recomendaron llevarme a un colegio especial porque si no, no podría seguir el ritmo y terminaría siendo analfabeta funcional. Así que no, no fue la decisión correcta, sino su fe en mí.
Viví los primeros pasos del esfuerzo integrador en los 80. Se basaba sobre todo en asimilarte como un oyente con ciertas dificultades, solucionadas de manera rudimentaria como ponerse en la primera fila de asientos y horas en clases de apoyo (que eran un cajón de sastre de niños con todo tipo de diversidades). Intentaron sin mucho éxito corregir mi defecto de dicción con las eses (que perdura) y reforzar asignaturas flojas, que dictaminaron que lo eran por mi falta de habilidad. Me gusta pensar que he sido una especie de piloto de pruebas de la vida académica.
Cuando aprendí a leer, en casa, fue como descubrir el código para descifrar lo que decían los labios de las caras que me rodeaban. Más tarde supe que lo que siempre tenía mi hermana mayor entre manos, y con lo que podía estar quieta horas y horas, era un libro. Y así, amplié mi vocabulario a pasos agigantados, consumiendo su inagotable paciencia sin mandarme ni una sola vez a consultar el diccionario. La vida subtitulada.
Me echaron unas cuantas veces de clase durante el inicio de la etapa escolar con audífonos. Me echaban porque me pillaban copiando; era tan poco maliciosa que ni siquiera disimulaba demasiado. No preguntaron por qué necesitaba copiar. No he sido una persona modelo que obtenía resultados académicos brillantes. No tenía muchas opciones de conseguirlos si no sabía cómo se hacían las cosas. Sin embargo, era muy consciente de cómo la brecha de todo lo que no comprendía se iba agrandando más y más, y las materias duras caían con todo su peso sobre mi boletín de notas. Entonces, como una oyente de mentira, pensaba que era un problema por mi falta de capacidad intelectual. Con el tiempo se hizo necesario tomar clases particulares donde me contaban cara a cara, a través de mi bloqueo, todos los huecos que le faltaban a mi pirámide de conocimientos.
Y mientras pasaba todo eso, leía, leía y leía. Los libros eran mi ventanita al mundo, lo que para otros era la televisión (no había subtitulado entonces). Todas las visitas al otorrino terminaban con un libro nuevo en mis manos. Intentaba sin éxito leer en las comidas, hasta que me quitaban el libro, y en dos ocasiones en clase metí uno entre las páginas del libro de texto.
Al llegar al final de la etapa escolar, dados mis resultados mediocres, a mi madre le aconsejaron un recorrido académico alternativo que existía entonces, dando a entender que sería lo mejor para mis capacidades. Aquello me puso bastante furiosa y enfilé a lo más difícil de todo. Al Bachillerato. A la modalidad Ciencias de la Salud ("¿ya podrás?"). A la Universidad. A Bioquímica. A lo que me gustaba.
Lo que no cuentan de la superación es que no es ninguna escalada de éxitos. Se parece a correr una carrera de obstáculos donde tiras las vallas. Fueron mil horas de estudio y clases particulares para demostrar que no era menos que nadie. Pero qué se habían pensado. Copiando buenos apuntes (transcripciones de las clases). Intentando entenderlos por mí misma. Suspendiendo y aprobando. Pensándome como una oyente más, con ciertas dificultades. Y preguntándome muchas veces si merecía la pena.
Nada de esto ha puesto a más personas sordas a investigar o a dar clases. Y aunque no puedo negar la satisfacción personal, es un ochomil bastante solitario mientras explico a los alumnos en la Universidad que aunque parezca que les entiendo perfectamente, la lectura labial en mi caso es fundamental. Que cuando se dan la vuelta y hablan, solo oigo (a veces) voces, pero no entiendo. Que no es lo mismo oír que entender. Que leer los labios es un Scrabble mental a toda velocidad de rellenar huecos por contexto, memoria auditiva e información visual. Que no griten, ni hablen despacio ni deprisa. Que no todas las personas sordas son como yo. Y que no existen las personas sordomudas.
Me llamo Cristina y soy sorda. A pecho descubierto y celebrando la diferencia. Veinte años para llegar a una frase tan sencilla (ahora tengo 35). Hasta entonces me definía con un “no oigo bien” (sic) o retrasaba el momento de la “confesión” (a veces llegaba hasta malentendidos absurdos y cómicos, arriesgándome a miradas raras), primero por percibirlo como defecto, y después por colocar mi intimidad lejos de miradas curiosas.
Fue así hasta que decidí aprender Lengua de Signos. Aprendí muy rápido y disfruté de conocer y conversar con personas que eran como yo, y a la vez, muy diferentes. Aprendí a sentirme orgullosa de la identidad que compartimos. Me hicieron (casi obligaron a) utilizar una emisora FM que me permitía escuchar las clases durante los dos últimos años de Bioquímica, lo que me obligaba a levantarme del asiento para darle al profesor la petaca transmisora y decir a una persona desconocida: me llamo Cristina y soy sorda. Todavía me acuerdo de mi resistencia inicial a hacerme visible así. Y después me di cuenta de lo difícil que había sido hasta entonces.
Soy sorda. No me veía investigando, pues nos decían mucho que solo los mejores lo logran y creía que era un poco tarde para mí, que en dos años me había dado cuenta de lo mucho que había perdido y de lo cansado que es. Pero probé. Y probando, me doctoré en un laboratorio, que, como todos, tiene la mayoría de las alarmas acústicas. Controlando visualmente los tiempos de experimentos, pues también los temporizadores suelen ser acústicos. Rompí un aparato porque las instrucciones especificaban darle vueltas hasta oír el clic. No lo oí.
Samuel Beckett dijo: "Ever tried. Ever failed. No matter. Try again. Fail again. Fail better". ("Inténtalo. Fracasa. No importa. Inténtalo otra vez. Fracasa de nuevo. Fracasa mejor"). Creo que es la frase que mejor me describe. Me encanta el inglés, leo cada día y escribo habitualmente por mi trabajo, pero no puedo hacer listenings, lo que en las escuelas oficiales de idiomas nos impide a las personas sordas realizar exámenes oficiales.
Soy sorda. No hay aún tecnología en el mundo que pueda cambiar el hecho de que la persona sorda lo sigue siendo independientemente de si utiliza audífonos, implantes cocleares o nada en absoluto. No hay cura, nadie se convierte mágicamente en oyente, porque “ser oyente” siendo sordo es un trabajo arduo, un making-off que nadie cuenta y unos títulos de crédito que nadie lee.
No quiero desanimar con esta lectura a los padres y madres que afrontan la vivencia de la sordera con un lapidario “no hay cura”. En su lugar hay una oportunidad única de cambio social que nos compromete a todos, a las personas sordas, para que con activismo consigamos la accesibilidad plena y tengamos mayor representación, y a las personas oyentes para que cuenten con nosotros en la construcción de una sociedad donde la diversidad sea la norma.
Me llamo XXXX y soy sordx. Por favor, mírame cuando me hablas y repíteme el mensaje a mí y no a mi acompañante oyente, dirígete a mí y no al intérprete de Lengua de Signos, agita la mano o tócame un brazo si necesitas llamar mi atención, asegúrate de que te entiendo, utiliza papel y bolígrafo, transcribe tus vídeos y podcasts, exige que tu cadena de televisión regional incluya subtitulado, pide que los eventos y congresos sean accesibles, no importa si eres oyente.
Me llamo XXXX y soy sordx. Comunícate conmigo.
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