Empecé a trabajar en Frigo en el año 1976. Y, en aquella época, su carta de helados no era muy sofisticada:
Entré en el departamento de calidad, pero como entonces la división de tareas empresariales no era tan rígida, dedicamos mucho tiempo a la innovación.
Casi al principio, nos encargaron que diseñáramos un polo. Recuerdo cuando aparecimos en la zona noble de la empresa, con sus puertas de caoba, para presentar ante los directivos el resultado de nuestras investigaciones: un polo que mezclaba cola, fresa y vainilla. Y que, además, te pintaba la lengua de rojo.
Esto era un desafío a la cultura heladera de la época. Para que os hagáis una idea, durante mi infancia, mi padre solo nos compraba cortes de helado, de los que se ponen entre dos galletas. Ya existían los polos, pero, por alguna razón que no sabría explicar, no le hacían gracia y nunca nos los compraba.
Así que imaginad la reacción de aquellos directivos. Por suerte, mi jefe, que siempre nos alentó, intercedió para que nuestro producto tuviera una oportunidad. Cuarenta años más tarde, aquel helado aún se fabrica. Lo podréis encontrar en la siguiente carta, de 1977, con el nombre de Drácula:
El hecho de que Frigo perteneciera a la multinacional Unilever, la verdad, es algo que jugó a nuestro favor. En aquella época, cuando el tejido empresarial español aún se encontraba en pañales, a nosotros nos permitió gozar de respaldo económico y técnico. Además, la empresa nos transmitió que la innovación debía convertirse en uno de nuestros pilares. Ellos comprendieron pronto que el turismo creciente traería muchas alegrías al mercado heladero. Total, que nos vinimos arriba.
En la carta de 1980, además de la transformación de los cortes en sándwiches, ya encontramos una de nuestras innovaciones más revolucionarias y duraderas: el Frigo dedo.
Podría parecer un producto disparatado, pero detrás hay un complejo proceso tecnológico. El departamento de ingenieros nos contó que había localizado una empresa italiana que era capaz de fabricar moldes tridimensionales. Aquello nos permitía superar las formas lisas de los polos precedentes.
Recuerdo que, como muestra, nos enseñaron el molde de un payaso. A partir de ahí, junto al equipo de márketing, empezamos a jugar y a proponer formas. Después de haber descartado muchas, alguien pronunció la siguiente frase:
-¿Por qué no hacemos un dedo?
-¿Pero eso no es canibalismo? -llegó a preguntarse en la reunión.
Aunque a priori pueda sonar transgresor, después de darle muchas vueltas, todos coincidimos en que a la gente le sonaría divertido comerse un dedo. Y, aunque técnicamente nos costó evitar que el dedo se partiera, desde el primer instante supimos que habíamos dado en el clavo.
Luego, como mucha gente sabe, llegó el Frigo pie, que ya aparece en la carta de 1983. Cuando un helado funciona, lo normal es prolongar su éxito con formas y sabores que no se alejen demasiado del original. Después de la mano, la continuación lógica nos pareció el pie. Y la idea también cuajó entre los consumidores.
Frigo dedo y Frigo pie, sí. En estos casos, la empresa hizo una elección conservadora con los nombres. Aunque esta decisión se escapaba a nuestras competencias, algunas anécdotas demuestran que no era un procedimiento sencillo.
En el cartel de tartas de 1981, por ejemplo, nos encontramos con una de ellas bautizada con un nombre imperial, solemne, de una pomposidad centroeuropea: Regina Austria. Pues bien, a la embajada austríaca no le hizo mucha gracia que redujéramos su poderosa historia al nombre de una tarta, así que nos tocó cambiarlo.
Pero, como digo, antes que en poner nombres, nuestra labor consistía en diseñar helados. Y ya en la carta de 1984 aparece otra de nuestras grandes creaciones: el Calippo.
La historia del Calippo es una muestra excelente del trabajo conjunto entre los equipos de márketing, ingeniería, desarrollo y producción. Aquel año, las latas de cerveza y de refrescos habían empezado a comernos algo de terreno. Si te llenas el estómago con bebidas carbónicas, ya no queda hueco para un helado. Así que, ¿por qué no diseñar un envase que se pareciese a una lata?
Aunque hoy sea un producto de lo más común, la gente entonces tuvo algunos problemas para entender el concepto -¡era un polo sin palo!-, y muchos consumidores rompían el envase para llegar al helado. De ahí que la publicidad televisiva del helado funcionase, aparcando sus innegables connotaciones eróticas, como manual de instrucciones:
Los primeros envases de Calippo que salieron al mercado tuvieron un problema: se escapaba algo de líquido por la parte de abajo. Pero a la gente no pareció importarle, porque no recibimos ni una sola queja. Es más, el público se entusiasmó tanto que, cuando se quedaban sin ellos, los heladeros venían a buscarlos directamente a la fábrica, sin esperar a los distribuidores. No recuerdo ningún lanzamiento tan fulgurante como aquel.
Obviamente, no todas la innovaciones se transformaban en éxitos instantáneos. La historia de nuestros fracasos, quizás, ocuparía más páginas que la de nuestros pelotazos.
En este sentido, las novedades del cartel de 1991 podrían utilizarse como nuestro particular museo de los horrores. Hay épocas en los que no das (Frigo)pie con bola.
El Boomy fracasó, entre otras posibles razones, por una cuestión técnica: construir una reproducción tan exacta y en miniatura de tres frutas requería unas máquinas demasiado lentas para una producción masiva. El Strabik fracasó por suerte, porque aún nos arrepentimos de que el estrabismo fuera motivo de un helado -en defensa propia podemos decir que no lo diseñamos en Barcelona, sino que lo importamos de Italia-. Afortunadamente, hoy en día sería muy complicado que prosperara una propuesta semejante. Y el Tubi Tabi fracasó, literalmente, por el engaño de un niño.
En el último instante, como ocurre con casi todos los helados, lo sometimos a una cata infantil. Y resulta que, después de haber analizado detenidamente cada uno de los factores que pudieron influir en su fracaso, descubrimos que, pese a que no le había gustado, el niño de la prueba nos había dado su aprobado para no decepcionarnos.
En el proceso creativo no solo cuentan los aciertos y los fracasos, sino también las casualidades. En una ocasión me mandaron al centro de investigación que Unilever tenía en Colworth, en el Reino Unido. Yo no tenía mucha idea de inglés, pero mis jefes me repetían: "A ti no te pagamos por tus idiomas, sino por tus ideas".
Así que, en una ocasión, un científico inglés me mostró el funcionamiento de una máquina estupenda. Aquel prodigio era capaz de entrelazar tres colores en un mismo helado. Me pareció un invento fascinante, pero, como no le estaba entendiendo mucho, le dije que sí a todo. Total, que unos meses más tarde se plantó en nuestra fábrica de Barcelona porque yo le había dado mi visto bueno para que desarrollara su producto con nosotros. Por suerte, mis jefes, en vez de enfadarse, se animaron a probarlo.
Y el resultado de aquel malentendido quizás os suene. Se llama Twister y apareció como novedad en las carteleras de 1986.
Más adelante, ya en el cartel de 1989, aparece un helado cuatro veces revolucionario: el Frac.
Primero, porque había un dato que nos mosqueaba mucho: cada 15 de septiembre, el consumo de helados caía en picado. En esa fecha, invariablemente, la mentalidad heladera de los españoles se congelaba. Y el frac, con su chocolate y su nata puros, paradójicamente, aporta una sensación de calidez que ningún helado había ofrecido hasta entonces.
Segundo, porque el mercado de los helados estaba orientado fundamentalmente hacia el público infantil, cuyo consumo, además de estar más sujeto a las modas, se encuentra totalmente vinculado a las vacaciones. Por eso, lanzar un helado destinado al público adulto supuso un gran paso adelante para romper la barrera del 15 de septiembre.
Tercero, porque técnicamente supuso un importante desafío. Existía un producto parecido, el Bombón, pero su chocolate era menos puro y contenía aceites vegetales, lo que hacía que los procesos fueran más sencillos. En el caso del Frac, no logramos que el chocolate se pegara a la nata hasta que el fabricante de chocolate se dio cuenta de que había que dotar a su producto de un micraje tremendamente concreto y específico. Personalmente, puedo confesar que el Frac es mi producto heladero favorito, así que imaginad el abrazo que le di a nuestro proveedor cuando puso el (Frigo)dedo en la llaga.
Y, cuarto, por su descendencia. Tras la creación del Frac, un colega belga produjo un helado similar, pero con chocolate con leche, dando origen a la prolífica familia Magnum.
Solo unos años más tarde, en 1992, encontramos un producto que marcó un nuevo hito en la producción heladera: el Cobi.
Además de la dificultad técnica que suponía dibujar los pelos y la boca -un estupendísimo soldador se ocupó de ensamblar los moldes adecuados- fue una gesta mercadotécnica, al unir la producción de helados a los fenómenos de actualidad y a los personajes de moda. Tras la fiebre olímpica, en 1993, lanzamos una apuesta parecida con el personaje de Mario Bros:
Después de este cartel, permanecí otros quince años en la empresa, desempeñando diferentes funciones. Pero, desde mi punto de vista, la edad de oro de la innovación heladera está comprendida entre el primer cartel, de 1976, y el último, de 1993. A partir de entonces, las empresas se volcaron en desarrollar el Magnum, un helado que dinamizó muchísimo el mercado.
Aquella época dorada fue tan frenética que adopté la costumbre, censurada con toda la razón por mis hijos, de revisar las papeleras cada vez que lanzábamos un helado para comprobar si la gente lo consumía.
Muchos años después, ya en 2009, comencé a trabajar en Farggi, unos productores artesanales de helados que se habían lanzado a fabricar a una escala mayor.
El mercado había evolucionado mucho -bien mirado, la historia de la producción heladera es una buena síntesis de la evolución del mercado español-,y la demanda de helados para llevar a casa aún no estaba suficientemente cubierta.
Por tanto, dirigimos las labores de innovación hacia la producción de helados para supermercados, como Aldi, Lidl o Tesco. Además, Farggi llegó a mercados extranjeros como Estados Unidos o México. Fueron años muy provechosos, tanto personalmente como para la empresa.
Y desde el año pasado estoy trabajando en Helados Alacant, la empresa que, entre otras cosas, surte de helados a Mercadona.
Una de las principales enseñanzas que me he llevado, después de tantos años en la industria, es la importancia de los proyectos en común. Porque detrás de cada helado está el esfuerzo de mucha gente. Y, en este sentido, la historia de Helados Alacant es un gran ejemplo de trabajo en equipo, porque se fundó en 1972 merced a la unión de 35 heladeros artesanos alicantinos.
En la época actual, los esfuerzos de innovación, además de la demanda de supermercados, se dirigen hacia la creación de productos más saludables. Cuando yo entré en Frigo, existían helados con un 22% de grasas, los cuales hoy estarían prohibidísimos. Últimamente se han refinado muchísimo, pero el reto tecnológico consiste en la fabricación de unos helados que, con muchas menos grasas, conserven los mismos sabores.
Mi historia en el mundo de los helados, al fin y al cabo, es la historia de una persona apasionada por el conocimiento. Es algo que heredé de mis primeros jefes y que ahora, como veterano, intento transmitir a los más jóvenes. Porque un conocimiento vasto, en cualquier momento de la vida, te puede venir como anillo al (Frigo)dedo.
Texto redactado por Álvaro Llorca a partir de entrevistas con Joan Viñallonga.
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