Cada persona tiene una historia que contar, una historia que a menudo alterna momentos de felicidad con otros de tristeza. Hay historias apasionantes y otras que no lo son, pero todas ellas pertenecen a personas y jamás se repetirán. La mía es la historia de cómo la vida de un chico de instituto se tornó en un infierno y de cómo este mismo chico se despojó de sus miedos para luchar por sus sueños, una lucha que no alcanza la tregua.
Y es que eso era yo: un chico más, un tanto popular, para el que amigos había en cualquier sitio. Pero la vida a veces es dura, y supe que lo estaba siendo conmigo cuando de veras empecé a tener problemas de audición. Con tan sólo unos indicios que los médicos atribuyeron a unos tapones de cera años atrás, la carga que la vida depositó sobre mis hombros a mis trece años fue totalmente inesperada.
Cada vez me era más y más complicado entender lo que las personas decían al hablar. Al principio sólo se me escapaban algunas palabras, pero con el tiempo todo fue a peor, hasta el punto de que no podía mantener una conversación sin decir "¿eh?", ni mucho menos seguir una clase sin pedir que repitieran. Quizás penséis que esto me hundió, y entonces os equivocaréis. Era un chaval y tenía un problema, sí, pero problemas tenemos todos y al final lo importante es aprender a solucionarlos o, si no se puede, vivir con ellos.
Lo que de verdad me hundió fueron la crueldad y la ignorancia de mi entorno. La crueldad por parte de una clase que encontraba la marginación como una diversión; de unos profesores que no sólo la consentían, sino que la reforzaban con sus pullas; y, en fin, de una realidad que de un momento a otro se había llevado a todos esos amigos que poco antes encontraba en cualquier sitio. La ignorancia por parte de unos médicos que tras una audiometría en que oí la mayoría de sonidos (porque mi problema es entenderlos, no oírlos) concluyeron que "sólo oía lo que quería", una conclusión que en su presunción de profesionalidad no dejó ninguna duda a mi familia, quien inconscientemente vivió en la misma ignorancia.
Todavía recuerdo la humillación que sentí el día en que circuló por clase una nota que decía "levántate, tira un papel y golpea a Javi al sentarte". Fueron treinta los golpes que me propinaron, treinta las veces que me repetí entre lágrimas que tenía que ser fuerte y treinta las veces que la profesora ignoró mis protestas entre risas. Y además recuerdo la impotencia que sentí, impotencia por no poder contárselo a nadie, impotencia que nacía del miedo alimentado por unas palabras que me repetían casi a diario: "Como se lo digas a alguien te vamos a joder, pero bien".
Sí, con trece años me quedé totalmente solo ante una situación totalmente desconocida, sin saber qué hacer ni a quién acudir, mientras las humillaciones me quemaban el alma. Creo que jamás he sentido ni sentiré tanto miedo como el que sentí por entonces, un miedo capaz de sacudirme el cuerpo mientras lo recuerdo.
Y creo, además, que jamás sabré cómo conseguí aguantarlo durante dos años, dos años en que superé dos cursos de secundaria estudiando por los libros. Tenía quince años y pensaba que mi vida no podía ser más dura, pero me equivocaba. Lo supe aquel día en que tardé diez minutos en leer un párrafo en voz alta en clase, me lo anunciaron los aplausos y risas de mi profesor y compañeros, y poco después me lo confirmaron las sonrisas de mis profesores al suspenderme. Me estaba quedando ciego, cada vez me costaba más leer en tinta, reconocer a las personas y defenderme por la calle.
Pero el sufrimiento fue efímero esta vez, la vida tenía reservado para mí un destino que jamás imaginé. Así, paradójicamente, la pérdida de visión arrojó un poco de luz en las tinieblas, fue el motivo que me permitió abandonar el instituto y la razón de que mi familia comenzara a preocuparse seriamente.
Fue así como algo cambió y mi mundo, hecho añicos hasta entonces, volvió a girar lentamente. Era un giro marcado por la incertidumbre de cada día, reforzado por la depresión de mis familiares, pero giro al fin y al cabo. No sé lo que puede sentir un padre que ve desde la impotencia cómo su hijo se consume lentamente, un padre que ve cómo sus esperanzas se desvanecen tras los resultados de cada prueba médica, pero sí puedo entender a mi padre cuando, movido por la desesperación, decidió afiliarme a la ONCE contra mi voluntad. Él dio el primer paso, un paso al que han seguido otros muchos, unos vacilantes y otros firmes, pero todos ellos hacia delante.
El segundo paso lo dio José Antonio, un psicólogo de la ONCE. Aunque en un principio me mostré reticente con él, José Antonio me enseñó que en la vida podía llegar tan alto como quisiera, o al menos eso fue lo que entendí en aquellas mañanas en que escalábamos juntos mientras me animaba a replantearme mi futuro. De repente, sin saber muy bien cómo, ahí había personas a las que le importaba de verdad, personas que confiaban en mí más que yo mismo, una confianza que me hizo plantarme en la cocina ante mi madre una noche y decirle: "Vale, voy a intentarlo".
Creo que ahora que conocéis esta pequeña parte de una historia que es mi vida podréis entender de dónde proviene mi fortaleza y me permitiréis restar importancia a mis logros como persona sordociega. Todo lo que he hecho hasta ahora puede reducirse a una palabra: aprender. Aprender nuevas herramientas, como Braille y Dactilológico en palma (un sistema de comunicación que consta de un signo por cada letra del abecedario, con lo que se pueden construir palabras, oraciones, etc. signando letra por letra sobre la palma de mi mano derecha); aprender a afrontar las situaciones de una manera diferente; aprender a rodearme de personas que me quieren; aprender a ser valiente y luchar por mis sueños; y, en fin, aprender a vivir feliz con lo que tengo y sin olvidar quién soy.
Así, he conseguido proezas que otros tachaban de imposibles, he luchado por lo que he querido y lo he logrado, me adapté a situaciones difíciles en tiempos inesperados, superé la secundaria y el bachillerato con un expediente impecable, conseguí llevar una vida normal, me enamoré felizmente y sufrí como cualquier otro, aprendí a hablar inglés sin oírlo, superé a curso completo cinco años de un Doble Grado universitario y casi lo acabé tras un Erasmus en Londres. Pero, ¿sabéis qué? No sé si es porque la soledad y el sufrimiento fueron mis únicos compañeros durante años, pero nada de todo esto me enorgullece tanto como que alguna de las personas que más quiero me diga algo tan sencillo como: "Javi, eres mi héroe". Porque cuando te rodeas de personas que te quieren de verdad, personas con quienes puedes reír, llorar y soñar, puedes sentirte verdaderamente afortunado.
Claro que también es verdad que todo ello no habría sido posible sin el apoyo de instituciones como ONCE, Fundación ONCE, FOAPS y ASOCIDE. A su apoyo se unen el que recibí en el IES Beatriz Galindo y el que recibo en el Colegio Mayor Juan Luis Vives y la Universidad Autónoma de Madrid, una universidad que se ha tomado las molestias de ayudar a un solo estudiante en la gestión de su Erasmus durante más de tres años. Y es que ya lo he dicho y lo diré siempre: si se pusieran todos los medios necesarios, se conseguirían resultados impresionantes, porque a lo mejor hay personas ahí fuera tan capaces o más que yo, pero que simplemente no tienen las mismas oportunidades para desarrollar sus capacidades.
Precisamente esa es mi lucha ahora, una lucha por la igualdad de oportunidades. Sé que algunos habréis sabido del Erasmus que hice en la Regent's University London, pero ¿os habéis preguntado por qué me sacrifiqué durante más de tres años para lograrlo? ¿creéis acaso que mi ambición era convertirme en la primera persona sordociega Erasmus de Europa? No, nada de eso. Si me sacrifiqué fue simplemente porque quería irme de Erasmus, como puede quererlo cualquiera, y luché por ello, por ello y por allanar el camino de las personas sordociegas que puedan venir detrás.
Os podría contar de mis horas de esfuerzo intentando memorizar las palabras en inglés a la vez que sus pronunciaciones literales equivalentes en español (por ejemplo, "what" sería "guat"), del mes de adaptación que me dejó exhausto a mi llegada a Londres, de mis horas de soledad cuando no conseguía empatizar con nadie o de mis tardes de frustración cuando me bloqueaba redactando los trabajos en inglés. Podría, pero justamente es todo ese sacrificio el que me ha hecho más fuerte y me ha dado la oportunidad de intercambiar esta experiencia con mis compañeras. Porque ahora, al igual que ellas, he aprendido a defenderme en otro idioma, he convivido entre culturas diferentes, he vivido experiencias inolvidables y he conocido otro sistema educativo. Y mi satisfacción es aún mayor ahora que sé con certeza que, como mi padre en su día, he dado el primer paso, un paso al que seguirá el de otra persona sordociega que ya tiene las botas puestas. Porque no avanzamos por ningún camino, hacemos el camino al andar. He salido vencedor de una guerra que ya no es sólo mía.
Pero la lucha no alcanza la tregua y una aerolínea de bajo coste así me lo recordó el pasado 9 de diciembre, día en que, alegando razones de seguridad, me comunicó la imposibilidad de viajar solo en sus aviones de regreso a España desde Londres el día 21 de diciembre, ello a pesar de que reunía los requisitos mínimos para poder viajar sin acompañante. La aerolínea dejó clara su posición desde el momento en que me ofreció como única alternativa la posibilidad de que, por mi cuenta, hiciera una reserva adicional en el mismo vuelo y encontrara una tercera persona que me acompañara. De lo contrario, me dijeron, sólo podían denegarme el vuelo y reembolsarme mi dinero.
Y lo peor de todo es que, al igual que yo, multitud de personas sufren abusos que van desde la denegación del embarque por cuestiones de seguridad hasta la exigencia de viajar con acompañante a su costa, pasando por la obligación de solicitar el servicio de acompañamiento en el aeropuerto con una antelación mínima. Sí, estos abusos vienen reiterándose durante años al amparo de una regulación europea que los permite, una regulación que olvidó hace ya mucho los derechos fundamentales de las personas con discapacidad o movilidad reducida.
Seguro que coincidiréis conmigo en que mi experiencia no fue un problema, sino una oportunidad, una oportunidad para decir basta ya. Basta ya de aerolíneas que justifican conductas discriminatorias en las imperfecciones de la vigente regulación y basta ya de un Parlamento Europeo que, pese a las reivindicaciones del Comité Español de Representantes de Personas con Discapacidad (CERMI), lleva más de año y medio mirando hacia otro lado, como si la cosa no fuera con él. Basta ya de cortarnos las alas a quienes queremos volar. Porque, creedme, que te digan que no puedes volar solo por el mero hecho de tener unas necesidades diferentes a las de los demás duele casi tanto como que te propinen treinta golpes en clase cuando apenas eres un niño de trece años.
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