Mi relación con el fenómeno 50 sombras de Grey se limita a un intento fallido de lectura del primer libro y un esfuerzo más que intencionado por esquivar los cañonazos publicitarios que durante el último año y medio ha disparado la maquinaria hollywoodiense sin compasión. Una relación bastante precaria, digamos.
Son las 21.00 del viernes 13 de febrero, el estreno mundial de la película. Hace tres horas mi jefa me dijo que tenía que ir, ver y contar. Así que me subo al coche con dos amigas, también treintañeras, que por suerte no practican la liturgia de San Valentín y deciden acompañarme al cine. Para ser sincera, les he prometido un cubo de palomitas y parece que ha sido excusa suficiente para entregarse sin miramientos a este experimento.
De camino a los cines Kinépolis, los más grandes de Europa, Marta me cuenta que han censurado la escena más comprometida del libro, esa en la que Christian Grey le quita el tampón a Anastasia antes de practicar con ella una de sus artes amatorias sadomasoquistas. “¿De esto va el porno light?”, pregunto. “Creo que de lo que hablas es de los 14 cachetes”, responde Noemí. Sé poco de las crónicas y las críticas publicadas en los últimos dos días tras el estreno del filme en el festival de cine de Berlín. Lo suficiente como para prever que esa orgía sensorial que convirtió a la saga en el mayor best seller de la historia de Gran Bretaña se ha quedado en gatillazo. O en una docena de azotes como dice mi amiga.
Dispuestas a descubrir por qué 180.000 personas han comprado la entrada en la preventa solo en España entramos en este complejo mastodóntico. Proyectan la película en 11 salas, una de ellas, la 25, alberga en cada pase a 996 espectadores.
El pasillo principal por el que se reparten las salas lo vertebra una zona de autoservicio de palomitas, todo tipo de dulces, refrescos... una fantasía propia de un parque de atracciones. Un grupo de amigas corre entre los estantes acumulando provisiones hasta llegar a la caja. Una de ellas tira su Coca Cola. “Madre mía, no llegamos”, dice. “Tranquila, hay más de 10 minutos previos de publicidad”, le responde el vendedor. Efectivamente, una sala abarrotada con un público variado en edad y sexo (hay muchas parejas y los grupos, en su mayoría, son de mujeres), ingiere palomitas al mismo ritmo que anuncios a una temperatura casi insoportable. Primero aparecen los geles lubricantes. “Uy, nos están poniendo a tono”, comenta una pareja a mi lado. Después llegan las ofertas para depilación de ingles y axilas y se oye un murmullo: “Uuuuuhhh, van a lo que van”.
Cuatro mujeres cercanas a la cuarentena suben las escaleras buscando su asiento. “Mira, no te agobies, si esto es más de risas, una película romántica y subidita de tono”, le dice una a otra. “A mi chico hasta le gustó el libro”, continua en lo que parece un intento de convencer a su amiga. “Podemos dejar las críticas para el final”, zanja una tercera. Se hace el silencio. Comienza 50 sombras de Grey.
Lo que sigue son más de dos horas de “clichés uno detrás de otro”, comentan dos chicas. La historia entre un joven y exitoso empresario y una estudiante de filología inglesa dispuesta a dejarse dominar (literalmente) por amor está plagada de chistes fáciles y frases hechas que provocan constantes risas entre los asistentes. No soy capaz de distinguir si se ríen por vergüenza ajena o en serio cuando se oyen frases como:
- “Has dado en el calvo, perdón en el clavo”.
- “Este es mi cuarto de juegos”, dice Grey refiriéndose a su escondite sadomasoquista. “Ahí guardas la Xbox”, contesta ella.
- “Quiero bridas, cuerda y cinta adhesiva para mi casa”, pide él. “No me va la actividad en grupo”, responde ella.
Espero esos momentos de sexo duro prometidos. Y me vuelvo a encontrar con carcajadas cuando entre interminables secuencias edulcoradas se cuelan planos esquivos de los pubis de los protagonistas acompañados de supuestas sentencias eróticas.
- “Yo no hago el amor. Yo follo… duro”.
- “Te follaría siete días seguidos”.
- "El fisting vaginal y anal no están contemplados en el contrato".
Según avanza la película se empiezan a encender pantallas de móvil como luciérnagas entre el público. Las risas cambian de tono y se mezclan con bostezos. El chico de la pareja de al lado le dice a su novia: “¿Esto es un poco previsible, no?”. Ella le devuelve una carcajada por respuesta. Ni siquiera cuando llega el momento cumbre, los seis latigazos que justifican la fama de la película, los espectadores se reaniman. “¿Cuánto queda?”, me dice Marta. “¿Nos vamos ya?”. La experiencia se está haciendo tan interminable como un viaje de Madrid a Gandía en un 600 la segunda quincena de agosto.
De repente acaba. Se cierra el ascensor y la pantalla se va a negro. Los que han leído los libros no se sorprenden. "Se nota que las tías sabían lo que iba a pasar", escucho en mitad de los créditos finales. El resto seguimos sin entender qué ha sucedido durante las últimas dos horas y media.
Se enciende la luz y los asistentes empiezan a salir. Detrás de mí, tres mujeres de unos 50 años, siguen sentadas:
- “Esto ha sido de serie B, un telefilme. A ti es que estas películas te encantan, pero sabes que son malas”, comenta una.
- “Es malísima, pero…”. Baja la voz, cuchichea sobre una secuencia y vuelve a reírse en alto.
- “Él es malísimo, mucho de sexy y poco de sexo. Está claro que el libro te deja volar mucho más la imaginación”.
En esa misma fila, a unos pocos asientos, otro grupo comparte sus impresiones.
- “¿Está casado? No me digas eso que me da todo el bajón, he visto todas sus películas”, dice una.
- “Me he enamorado”, contesta otra.
- “Había momentos que me daban tanta vergüenza las escenas de sexo que no sabía dónde meterme”, se confiesa una tercera.
Mientras bajamos las escaleras, tres parejas intercambian opiniones. Una se queda rezagada. Ella, tras escuchar las críticas de sus amigos, mira a su novio y le pregunta: “¿A ti también te ha parecido un circo?”. Él opta por un gesto indescifrable por respuesta ante la reacción del resto de novias a comentarios como: “Este es un mal follado, eso es lo que le pasa, ¿para esto me traes al cine?”. O ese otro que mirando a todas sus acompañantes femeninas termina la noche diciendo: “¿Y por este tipo de pelis pagáis esta pasta?”.
Comienza a llover. Son más de las doce. Resguardadas bajo un techo del centro comercial un grupo de mujeres de distintas edades aprovecha para hacer tertulia mientras apuran las últimas caladas. "Pásame la foto que se la mando a José para que vea lo que has aprendido esta noche”. A su lado, chicas más jóvenes plantean un debate más bien de logística:
- “Pero… ¿tú no vivías con tu padre?”, dice una de ellas.
- “Sí, él vive en la planta de arriba y yo tengo la de abajo para mí. Podría montar un cuarto rojo en una caseta que tenemos. No se enteraría”.
Miro a ambos lados. Siguen las risas. Y yo, como en tierra de nadie, en zona franca, vuelvo a buscar respuestas en mis dos amigas: "¿Se ríen de verdad o esto ha sido una broma?".
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