Los selfies -los autorretratos hechos con la cámara del móvil- rara vez aparecen en los medios de comunicación como algo positivo. Salen en las noticias cuando alguien se cae por un acantilado posando para uno, cuando se prohíben los palos de selfies o cuando se filtran las fotos privadas de las famosas. Los selfies conjugan en nuestra mente lo peor de la sociedad de hoy en día: la superficialidad de los adolescentes, el exhibicionismo de las redes sociales y el egocentrismo de una generación absorta en sí misma.
¿Qué podría tener de bueno una foto de una adolescente poniendo morritos frente al espejo de un baño mal iluminado? ¿Cómo va a ser *glups* feminista?
La sociedad nos ha enseñado, especialmente a las mujeres, que la vanidad es un pecado. La ficción nos inculca que la humildad es la mayor virtud a la que aspirar. Las canciones nos recuerdan que eres guapa porque no sabes que lo eres. En el momento en el que te das cuenta, dejas de serlo y te conviertes en una creída. Son otros quienes deben valorarte, no tú misma. La estigmatización de la autoestima genera, además, una industria muy rentable, la de los productos de belleza que prometen solucionar todas tus imperfecciones.
Para mí, los selfies son una rebelión contra todas estas imposiciones. En un mundo en el que la autoestima tiene connotaciones negativas, son una celebración del yo. No esperan a que nadie venga a decirte cuándo eres aceptable, no necesitan ninguna excusa ni ninguna validación exterior. Los selfies te convierten en artista y en protagonista de la obra.
La mujer ha sido durante siglos un objeto pasivo en el arte, retratada en las poses y estados más variopintos, pero raramente controlando su propia representación. Por eso, muchas artistas como Frida Kahlo, Cindy Sherman o Suzy Lake han utilizado el autorretrato como forma de expresión personal y política. Algo tan mundano como un retrato se convierte en radical cuando es la mujer la que tiene el poder sobre la imagen de sí misma que proyecta al mundo. Y los selfies, algo que pocos considerarían arte, asociados incluso al mal gusto, democratizan este poder. Nos permiten escoger el ángulo, la iluminación, el vestuario, la ocasión, el gesto.
Esta democratización tiene otro efecto secundario positivo. Al ser algo disponible para cualquiera que tenga un móvil o una cámara, los selfies nos exponen una variedad de cuerpos e identidades que los medios nos niegan. Frente la abrumadora cantidad de imágenes retocadas con las que nos bombardean a diario y que conforman los estrictos cánones de belleza, nos recuerdan lo que es la belleza real. Y el hecho de que los famosos participen de este fenómeno también contribuye a combatir las imágenes idealizadas que plagan las revistas.
Si nos damos un paseo por Instagram no es difícil encontrarnos selfies de Miley Cyrus con la cara manchada de comida, de Taylor Swift recién levantada o de Cara Delevigne poniéndose bizca conviviendo con los retratos medidos al milímetro de Beyoncé o Kim Kardashian. El selfie permite toda esta variedad de representaciones, nos da la oportunidad de inmortalizar tanto el día que nos maquillamos especialmente bien como la pinta que tenemos al salir del gimnasio. No se necesita una razón especial para hacerse un selfie. Validan todas nuestras experiencias. Subvierten la idea de que solo somos aceptables y dignas de atención cuando resultamos atractivas. Existe incluso un subgénero, el ugly selfie, en el que se ponen caras raras, se saca papada o se enseñan los granos a propósito; a la vez que otro subgénero, el sexy selfie, se usa para expresar y reivindicar la sexualidad. No son más que dos facetas, igualmente válidas, de la experiencia humana.
Los selfies son un chute de autoestima en cualquier ocasión. Subir una foto de ti mismo a internet requiere confianza, pero internet recompensa esta valentía en forma de “me gusta”. Las redes sociales como Facebook o Instagram fomentan con un simple botón la discusión positiva sobre nuestra propia imagen.
Susan Sontag repitió cientos de veces a lo largo de sus ensayos que fotografiar algo es darle valor, es dignificarlo. Cuando nos retratamos en nuestro día a día nos reivindicamos a nosotros mismos, reivindicamos nuestra propia existencia. “Nadie exclama: ‘¡Qué feo es eso! Tengo que fotografiarlo’”, dice Sontag en Sobre la fotografía. “Aun si alguien en efecto lo dijera, todo su sentido sería: ‘Esa cosa fea me parece… bella’”.
Así que podemos reírnos todo lo que queramos de las chicas que ponen morritos delante del espejo y considerar un sacrilegio comparar el libro de selfies de Kim Kardashian con el arte “de verdad” de Frida Kahlo. Pero ese gesto aparentemente tan narcisista, tan intrascendente, realmente sirve para algo. Sirve para darle a las mujeres una autoestima que se les niega, para expresarse, para reivindicarse a uno mismo, para exponernos a imágenes diversas y marginadas en los medios de comunicación. Las chicas de las que nos reímos están cambiando el mundo, aunque sea poco a poco, selfie a selfie.
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