Todos somos víctimas de los sesgos cognitivos, que son interpretaciones erróneas e ilógicas de la información disponible. "Más que errores, son atajos -explica la catedrática de psicología de la Universidad de Deusto Helena Matute-, son mecanismos que usamos en el día a día y que funcionan muy bien para tomar decisiones rápidas".
Pero, como añade Daniel Kahneman en Pensar rápido, pensar despacio, estos atajos solo son eficientes "si las conclusiones son probablemente correctas y los costes de un error ocasional son aceptables". Pero no tanto si no estamos familiarizados con la situación, los riesgos son altos y no tenemos tiempo para informarnos: es decir, precisamente cuando es más probable que cometamos un error.
No es fácil corregir nuestros sesgos. Sobre todo porque la mayor parte del tiempo ni siquiera somos conscientes de ellos. Lo único que podemos hacer es "estar más alertas y ser más críticos en situaciones importantes". En lo que se refiere a la política, la situación se agrava porque se juntan más elementos, como el componente emotivo y el sentimiento de pertenencia.
Estos son algunos de los sesgos que pueden influir en nuestro voto y ante los que deberíamos estar atentos:
1. Sesgo de confirmación: solo hacemos caso a los datos que apoyan nuestras ideas y somos escépticos con la información que nos contradice. Lo vemos continuamente en economía, por ejemplo: se suelen escoger los datos que confirman que bajar impuestos reactiva la economía, pero se desechan los contrarios de modo más emocional que racional. Y viceversa.
Además y como explica Michael Shermer en The Believing Brain, primero viene la creencia y después la racionalización: nos identificamos con una posición política, usualmente heredada de nuestros padres, grupos sociales o por educación. Una vez nos hemos comprometido con esa posición, escogemos nuestro partido político "y seguimos sus dictados". Nuestras decisiones políticas se basan más en sentimientos morales automáticos "que en cálculos deliberadamente racionales". A partir de ahí, interpretamos la información que nos llega para que encaje en nuestro modelo de la realidad.
2. Efecto halo: confundimos apariencia con esencia. Nos pasó por ejemplo en el caso de Rodrigo Rato, como recordaba en Verne Antoni Gutiérrez-Rubí: cuando nos llama la atención un rasgo positivo de alguien, tendemos a generalizarlo a toda esa persona. Por eso, un candidato atractivo nos parece más inteligente y bondadoso que uno no tan agraciado, a pesar de que una cosa no tenga relación con la otra. También nos pasa cuando escuchamos las opiniones políticas de actores y cantantes: extendemos su influencia a otras áreas que no tienen nada que ver con sus dotes artísticas.
3. Efecto de encuadre: tendemos a extraer conclusiones diferentes según cómo se nos presenten los datos. Matute nos pone un ejemplo clásico: “Si dices que la carne tiene un 30% de grasa, no la comprará nadie. Pero los resultados cambian si dices que es un 70% magra, a pesar de que es lo mismo". Por poner un ejemplo político: no interpretamos del mismo modo el número de parados (un dato negativo) que la cifra de altas en la seguridad social (un dato positivo).
4. La correlación ilusoria: es la tendencia a asumir que hay relación entre dos variables aunque no haya datos que lo confirmen. Se da especialmente en el caso de los estereotipos y nos lleva a “sobreestimar la proporción de comportamientos negativos en grupos relativamente pequeños”, como explican en Reactancia.
La mente crea modelos de la realidad, escribe Gerald Smallberg en This Book Will Make You Smarter. Los sesgos nos ayudan a procesar la información de forma rápida, pero a veces, esto se traduce en tópicos. Por ejemplo, si sabemos que alguien está a favor de recortar los derechos de los desempleados, asumimos que es de derechas y, por tanto, está en contra del aborto, a favor de los toros, de la guerra de Iraq y de llevar corbata en el Congreso. Hay correlación entre estos rasgos, pero no causalidad.
Matute recuerda que esto también se da cuando asumimos que la continuidad temporal implica causalidad. Es decir, si primero vemos A y luego B, pensamos que B es la consecuencia de A, cosa que ocurre con frecuencia, pero no siempre.
En Spurious correlations podemos ver algunos ejemplos de hechos que parecen relacionados si hacemos caso a las gráficas, pero que obviamente no lo están. De entrada, mejor no fiarse de un gráfico que sostenga un político en un debate.
5. Efecto señuelo: sigamos un ejemplo de Predictably Irrational, de Dan Ariely, que es una oferta de suscripción al Economist que ofrece tres opciones:
A. Suscripción anual solo a internet. 59 dólares.
B. Suscripción anual solo a la edición impresa. 125 dólares.
C. Suscripción anual online y a la edición impresa. 125 dólares.
En las pruebas que hizo Ariely en sus clases, casi todo el mundo escogió la opción C y nadie optó por la B, que actuaba como señuelo. De hecho, cuando la quitó y probó en otra clase, la mayor parte optó por la A, lo cual tiene sentido porque la C es más cara. La C parece mejor que la A solo cuando la presentamos también con la B, que no es más que una versión empeorada de la C.
Por eso el PSOE juega a veces a presentar a Podemos como extremistas o Ciudadanos califica al PP de vieja política, por ejemplo. Quieren dar a entender al público por el que compiten que ese otro partido es su versión empeorada.
6. Efecto Barnum o Forer. Los candidatos a menudo se dirigen a "esos ciudadanos honrados, trabajadores, que hacen frente a las adversidades, que quieren disfrutar de su gente, que están hartos de la corrupción, que quieren prosperar sin dejar de vivir una vida plena". Quizás te sientas identificado. Pero solo es porque tendemos a tratar las descripciones vagas y generales como si fueran descripciones específicas y detalladas. Los horóscopos parecen creíbles por culpa de este sesgo.
7. Coste irrecuperable: nos cuesta más cambiar de voto si llevamos muchos años votando a los mismos. Valoramos lo que llevamos tiempo haciendo porque lo identificamos como propio. Por eso las ideologías son tan rígidas, como explica también Ariely.
En relación con este sesgo, Matute añade el efecto de anclaje que se produce cuando opinamos en voz alta. "Ya nos hemos posicionado, por lo que nos cuesta más cambiar nuestra opinión". Es más, si alguien sugiere que estamos equivocados, tendemos a reforzar nuestras ideas, en lugar de ponerlas en duda. Matute recomienda "esperar a tener más información antes de hablar", consejo especialmente valioso en la época de las redes sociales.
8. Sesgo de atribución: nosotros elegimos nuestro voto porque somos inteligentes y estamos informados, pero los demás no tienen ni idea o están llenos de prejuicios, y por eso votan lo que votan. En esta línea, Matute recuerda un tuit que apareció por su timeline en el que el autor se avergonzaba porque millones de personas aún votan a cierto partido, sin darse cuenta de que los votantes de ese partido también podrían decir lo mismo de él.
9. Sesgo de autoridad: nos influye más quién dice algo que lo que dice. Es decir, no cuestionamos lo que nos pueda explicar un analista o un político: asumimos que sabe de lo que está hablando y que el contenido de su discurso es correcto solo porque es quien es. Este es un claro ejemplo de que los sesgos son atajos que suele funcionar: tiene sentido fiarse de tu médico, por ejemplo. ¿Pero qué ocurre cuando dos expertos sostienen opiniones contrarias, cosa que ocurre continuamente en política? O nos fiamos ciegamente del que nos gusta (con lo que podemos caer en el sesgo de confirmación) o nos cuestionamos en qué se basan y cómo han llegado a esas conclusiones.
10. Subirse al carro: nos dejamos llevar por lo que opina nuestro entorno. Si todos nuestros amigos son de izquierdas, nos costará más decir que somos de derechas (a no ser que nos guste especialmente llevar la contraria, claro). Uno de los ejemplos clásicos es el experimento de Asch, en el que mostraba tarjetas como esta:
¿Cuál de las tres líneas de la derecha mide lo mismo que la de la izquierda? A lo mejor te parece evidente que es la C, pero cuando el resto de la sala (compinchados con Asch) dijeron que era la B, el 75% de los participantes dio una respuesta incorrecta con al menos una de las tarjetas. “El porcentaje de error pasó del 1% cuando actuaban independientemente a casi el 37% cuando se veían influidos por el grupo”, escribe Kathryn Shulz en su libro En defensa del error.
Si crees que eres inmune a lo que piensa tu círculo social más cercano estás cayendo en lo que Schulz llama “la fantasía de la Resistencia Francesa”. A todos nos gusta pensar que de haber vivido la ocupación de Francia por los nazis, habríamos colaborado en la lucha contra los alemanes. Pero “la probabilidad está en nuestra contra”.
11. Falso consenso: sobreestimamos el grado en que otras personas están de acuerdo con nosotros. Y, relacionado con este, encontramos el sesgo de proyección: atribuimos a los demás nuestras propias creencias.
12. Observación selectiva: ocurre cuando, por ejemplo, nos rompemos una pierna y salimos a la calle y solo vemos a gente con muletas. Nos fijamos mucho más en lo que nos atañe de forma directa y le atribuimos más presencia e importancia de la que tiene.
13. La aversión a la pérdida y el sesgo de statu quo: valoramos más lo que tenemos que lo que podríamos conseguir, aunque a veces esto signifique perder oportunidades, como explica Kahneman. Es decir, por lo general somos reacios a los cambios.
14. El punto ciego: no somos conscientes de nuestros propios sesgos. Los vemos clarísimos en los demás, pero no nos damos cuenta cuando nosotros caemos en uno. Esto pasa sobre todo y precisamente "cuando empezamos a aprender sobre sesgos", añade Matute.
15. Aquí influye también el sesgo por interés personal. Todos nos creemos mejores que la media y si no, preguntad a cualquier conductor. Esto tiene su parte positiva, porque nos protege de depresiones y estrés, además de alimentar nuestras esperanzas. Pero nos lleva a creernos inmunes a los errores.
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