Mudarse a la Ciudad de México es una experiencia de alto riesgo. Pero has tomado el valor necesario para hacer tus maletas y dejar atrás la tranquilidad de la provincia. No sabes si tolerarás el tráfico, el ruido y a los chilangos, pero estás decidido a dar el gran paso. Llegas con todas tus esperanzas bajo el brazo, solo para verlas caer una a una en la ciudad del caos. Aquí la norma es adaptarse o marcharse. Lo has logrado, pero de vez en cuando, el provinciano que llevas dentro se asoma. Estas son algunas de los retos a los que te enfrentas:
1. Sientes que todo el mundo te quiere robar/secuestrar. Este miedo te lo inculcaron tus padres o tal vez es producto de ver demasiada tele. Pero cuando pisas la Ciudad de México vas en alerta máxima, protegiendo tu cartera y tu bolso todo el tiempo. Has escuchado que en el Metro te roban el celular, así que vas todo el tiempo palpando el pantalón para saber si todavía está allí. Cuando entras al cajero miras en todas las direcciones y sospechas hasta de la abuelita que fue a sacar su pensión. Ni se te ocurre pisar Tepito, la Buenos Aires o Iztapalapa.
2.Te da un ataque de pánico cuando te quedas atorado en el tráfico. El recorrido que podrías hacer en 10 o 15 minutos en tu ciudad natal te toma una hora aquí. El velocímetro del coche nunca supera los 20 kilómetros por hora. Estás en Viaducto o Periférico y la próxima salida está a un kilómetro— que se te hace eterno— y las vías alternas probablemente estén peor que la ruta original. No hay salida y hay que pasar mucho tiempo en el coche. Vas a llegar tarde, te sudan las manos y te hiperventilas. Tu peor pesadilla en tres palabras: viernes de quincena.
3. Casi pierdes la vida en los carriles de contraflujo. En la mañana corren de norte a sur, en la noche de sur a norte. Los carriles de contraflujo te confunden al grado de casi chocar con el coche que viene en el sentido correcto. El capitalino ve las placas y sonríe, condescendiente, ni siquiera se enoja de que estuviste a punto de chocarle porque no entiendes los cambios de sentido en la gran ciudad. Las avenidas principales y las plazas del centro de tu ciudad eran mucho más fáciles de entender que esta maraña bipolar de calles que cambian de sentido.
4. Crees que los taxistas te marean porque no tienes idea de adónde vas. Volteas de reojo, te asomas por la ventana tratando de reconocer las calles solo para darte cuenta que no tienes idea de por dónde te lleva el taxi. En esta mancha urbana es necesario llevar Google Maps en el coche que te llevará a tu destino. Así evitarás que el conductor te dé un paseo por lugares inhóspitos o de vueltas en círculo por el bosque de Chapultepec sin que lo sepas. Sabes que ellos tienen un sexto sentido para detectar a los foráneos, como Terminator.
5. Sufres la tarifa dinámica de los peseros. “¿Adónde va?”, te pregunta el chofer. "¿Para qué quiere saber?", respondes en tu mente. Es tu reacción al subir a un camión y el conductor quiere cobrarte según la distancia a la que vas. En provincia todo era más simple, pagas la cuota y se acabó, pero en la Ciudad de México hay que calcular cuánto dinero se tiene que dar de acuerdo a las paradas que vas a recorrer. Extrañas las elevadas pero simples y fijas tarifas de los camiones provincianos.
6. Descubres que tienes un hooligan interno cuando viajas en Metro. Te asomas y sabes que no cabe una persona más en el vagón. Piensas que lo más razonable es esperar al siguiente metro para que esté más vacío. Olvidas que en esta ciudad hay más de 20 millones de habitantes y el siguiente Metro estará igual o peor de lleno. Con el tiempo te das cuenta de que hay que empujar, dar codazos y llevar a tu cuerpo a lugares donde nunca creíste que podías entrar. Para sobrevivir hay que pelear.
7. Sientes que tu vida se ha reducido a esperar en filas. Paciencia es lo que necesitas. No importa que te estás apunto del colapso, las colas nunca serán cortas en la capital. Ya sea que vayas a un bar o quieras visitar el Museo Rufino Tamayo, las filas de personas siempre serán tus peores enemigas. Llorarás, patalearás, harás berrinche, pero eso no cambiará las horas de espera que hay que tragarse cuando se quiere hacer algo divertido en la Ciudad de México. Recuerda que mucha, mucha gente quiere hacer lo mismo que tú.
8. Aprendes demasiado tarde que debes perseguir al camión de la basura. Estás acostumbrado a que por las noches preparas las bolsas de basura y las dejas en la puerta de tu casa. Durante esas horas, el servicio de limpia local se las lleva y estas desaparecen casi mágicamente. En la Ciudad de México no es así. Aquí hay que cazar el camión que puede aparecer a cualquier hora. Comienza un entrenamiento al estilo Pávlov con la campana de la basura y hay que salir a perseguir el camión por las calles de tu barrio.
9. No puedes dormir porque escuchas los aviones aterrizando en el aeropuerto. Ese ruido de turbinas aproximándose es inconfundible. No estás acostumbrado a que los aviones preparen su aterrizaje sobre la zona urbana. Ese nuevo ruido —sumado al de los tamales, el fierro viejo y la campana de la basura— se convierte en señal de que vives en la gran ciudad. Con el tiempo comienzas a distinguir el tamaño de las aeronaves por los sonidos que emiten y la cercanía de sus aterrizajes. Eso es lo que empiezas a sobreanalizar en esas noches de insomnio.
10. Te da el síndrome del Jamaicón, versión regional. ¿Mole poblano, cochinita pibil, cabrito, torta ahogada, tlayudas, machaca? En la Ciudad de México no. No importa a cuantos lugares vayas, en ningún sitio harán tu comida favorita como en casa. Vives recolectando recomendaciones sobre los lugares en la capital que preparan alimentos de tu Estado, pero nunca llega el día en que esos chiles en nogada tienen el balance perfecto entre lo dulce y lo salado. La decepción es cada vez peor. ¿El remedio para el alma?: unos tacos al pastor.
11. ¿Quién se robó tu queso? "Afróntalo, las quesadillas pueden no llevar queso", ¿es en serio? El eterno debate se vuelve una pesadilla cuando te despistas y pides una quesadilla de huitlacoche y te dan un taco doblado, sin queso, de huitlacoche. "¿Y el queso?", le preguntas al quesadillero. “No me dijo que con queso, joven”. Es increíble la destrucción de la etimología de la palabra quesadilla. Si no hay queso en la palabra, esta no existe, pero en la capital aprendes por la mala que no todo es lo que parece.