Es imposible no sentir un poco de ansiedad durante la presentación de Carne y Arena (virtualmente presente, físicamente invisible), la obra de realidad virtual del cineasta mexicano Alejandro González Iñárritu. Está en la Ciudad de México desde septiembre y he ido al Centro Cultural Universitario en Tlatelolco para visitarla. Este tipo de exhibiciones son raras y excepcionales en México y quería comprobar si la experiencia era capaz de contagiarme de la angustia y soledad que miles de emigrantes pasan al intentar cruzar la frontera de México y Estados Unidos. (Actualización: la obra de Iñárritu ha sido premiada con un Oscar especial).
Lo más difícil, para mi sorpresa, ha sido conseguir las entradas. Los boletos salen a la venta todos los lunes de cada semana y se acaban en minutos. Después de intentarlo tres semanas, al fin puede conseguir un espacio. Cada comprador solo puede obtener un máximo de dos entradas y cada una tiene un horario estricto de 15 minutos. Las advertencias sobre que es una experiencia abrumadora son bastantes y te ponen a pensar un momento sobre tu salud. Vamos, que si padeces del corazón no hay que ir.
La experiencia es solitaria de principio a fin. Al llegar al CCU Tlatelolco te encuentras con una parte de la antigua cerca fronteriza que recubre el salón donde ocurre la experiencia virtual. Si planeas acudir a la exhibición y no quieres espoilers, deja de leer a partir de este punto.
Entras absolutamente solo a una serie de cuartos. El primero es una sala oscura donde se ve un texto en el que Iñárritu explica su obra: no es un montaje teatral, tampoco es una película, pero todo está basado en historias reales. El misterio comienza a intrigarme.
Paso a la segunda habitación y es nada menos que la recreación de un cuarto de detención, conocido popularmente como hielera. Es un cuarto con muros blancos donde hay algunas bancas de metal. La llaman hielera porque el aire acondicionado está a su máximo y los inmigrantes pasan allí horas, sino es que días, cuando la patrulla fronteriza los arresta. Alrededor de las bancas hay varias decenas de zapatos viejos y sucios, el cineasta se ha dado a la tarea de recolectarlos para exhibirlos ya que en algún punto pertenecieron a migrantes que los perdieron en el desierto o al llegar a los centros de detención.
En los muros hay una lista de indicaciones. Hay que quitarse los zapatos y meterlos en una gaveta. Esperar hasta que una alarma suene. Durante la espera empiezo a angustiarme y el frío comienza a calar primero en los pies, así que a ratos pongo uno sobre otro para no sentir el suelo helado. La estancia en ese cuarto dura 15 largos minutos, lo que debes esperar a que el asistente antes de ti viva su experiencia virtual. En ese tiempo he mirado los zapatos y he notado uno en especial: uno de niño con dibujos animados de Cars. Pienso que un niño de tres años habría sido el dueño y que no habría manera de que el chico soportara el frío por el que estoy pasando sin enfermar.
Siento que me están mirando
Suena la alarma y es la hora de entrar en la experiencia virtual. De alguna forma el preámbulo del cuarto de detención te prepara para lo que sigue. El episodio anterior ya ha generado suficiente angustia. Mis pies, aún descalzos, sienten una superficie arenosa. Tras la puerta hay una habitación cuadrada como de 15 metros por cada lado llena de arena y con una luz naranja en el fondo. Un par de personas me espera en el centro del cuarto con el equipo de realidad virtual: visor y auriculares. El contacto humano ha roto un poco la atmósfera.
Un desierto al amanecer es la primera imagen que se presenta. Estoy de pie en medio de ese lugar y comienzo a escuchar la voces de un grupo de emigrantes. Poco a poco comienzo a verlos avanzando hacia mí. Entiendo por la conversación que han dejado a alguien en el camino y que están pidiendo al pollero (traficante) volver por él. Una ráfaga de viento golpea ligeramente mi rostro. Miro que en el grupo hay niños. Una mujer se queja y se tira al piso, dice que ya no puede más. Súbitamente aparece un helicóptero, es la migra. Los agentes también llegan en camionetas. La sensación de que el helicóptero se acerca es tan real porque toda la habitación vibra.
Los agentes de migración aparecen sin que me dé cuenta y aunque trato de mantenerme como espectadora siento que me están mirando. Uno de ellos le pregunta su edad al niño, él con sus dedos le explica que tiene cuatro. “You’re a big boy” (ya estás grande), le dice el agente. Ese personaje me resulta familar, probablemente para cualquiera que haya cruzado un control migratorio en Estados Unidos. Un latino que habla inglés y español pero que te ve con cierto cinismo.
Una figura que personalmente me produce nerviosismo cada vez que viajo a Estados Unidos. Imagino que si yo —una mexicana con visa— se enfrenta a ellos con angustia y temor, para un emigrante mexicano o centroamericano debe ser presentarse ante un personaje que le provoca terror solo de verlo. Mientras esto pasa, hay otros incidentes en la misma escena y trato de poner atención. En una entrevista con EL PAÍS, Iñárritu ha explicado que hay al menos 14 puntos de vista diferentes en esta historia. Y a mí, si acaso, me ha dado tiempo de entender un par.
Escucho también que los guardias preguntan por el pollero pero nadie en el grupo lo delata. Realmente comienzo a sentirme más angustiada pero a la vez tengo curiosidad sobre a dónde nos va a llevar todo esto. En la penumbra algo sale mal y alguien dispara un arma, aunque no me agacho tengo el reflejo de protegerme. Nadie sale herido pero los agentes insisten en que todo el grupo se mantenga en el suelo y con las manos a la vista. Todo a gritos. Sus luces me deslumbran y limitan mi vista.
De repente, uno de los agentes apunta directamente hacia mí. Honestamente tardé en comprender que se trataba de un diálogo dirigido hacia el espectador porque buscaba mirar más hacia otras partes. Cuando la historia te pone en el centro, ya lo has creído todo. De repente todo desaparece y está allí el desierto solo otra vez. La imagen es preciosa y te ayuda a volver a la calma.
En el siguiente cuarto recupero mis zapatos y sigo adelante a un pasillo donde puedo ver a través de otro muro de lámina a la siguiente persona que se sumerge en la realidad virtual. La curiosidad me mata y me quedo a mirar por las rendijas del muro que, creo, están aposta allí para eso. El espectador al que veo sí ha alzado las manos cuando llega la patrulla fronteriza. El efecto de la llegada del helicóptero se siente tan real porque hay ventiladores tan potentes que hacen vibrar las ventanas y puertas del centro.
Para cerrar la visita hay un despliegue de una decena de pantallas con las historias reales de los emigrantes que ayudaron a Iñárritu a construir esta obra. En sus rostros y en sus historias reconocí a los personajes que vi a mi lado.
El cineasta, que ha llevado la exhibición a Cannes y Los Ángeles, alienta a los espectadores a verla una segunda vez porque, asegura, que el estrés y la angustia ante lo desconocido es menor y la audiencia es capaz de mirar más allá. Al 26 de octubre, los boletos siguen a la venta. CCU Tlatelolco no ha indicado la fecha final de la exposición. La dosis de realismo es tal que al salir la gente ha expresado su reconocimiento a Iñárritu en un libro de visitas al final del recorrido. “¡Brutal!”, escribe uno. “Me has hecho valorar todo lo que tengo y todo lo que doy por sentado”, escribe otro.
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