Peter Glotz, político y filósofo alemán, y actualmente rector de la Universidad de San Galo (Suiza) es uno de los referentes socialdemócratas europeos más destacados. En una de sus entrevistas declaraba que las victorias políticas y electorales se basaban en una combinación de “personas, programas y organización”. ¿Eso es todo? Quizás también se podría empezar a añadir los símbolos y el color. Es decir, el universo emocional ya es determinante en cualquier proceso político.
En comunicación -y en comunicación política en particular-, el simbolismo es importante. La contundencia del lenguaje no verbal, la fuerza cada vez más viral de las imágenes y la radicalidad conceptual de determinadas acciones son una vía para el desarrollo de nuevas campañas e iniciativas que sustituyen la palabra por el símbolo o, en determinadas ocasiones, por un color que representa a ese símbolo.
En Cataluña, el color ha sido el amarillo: políticos y simpatizantes de los partidos independentistas lucen lazos amarillos desde octubre, para protestar por el encarcelamiento de varios exconsellers del gobierno y de los líderes de ANC y Òmnium Cultural. Además de lazos, muchos llevan bufandas, gorros y otras prendas de este color.
Un antecedente: Ucrania y la revolución naranja
Tenemos múltiples ejemplos de ello. La noche del 21 al 22 de noviembre de 2004, el pueblo de Ucrania se echa a las calles. Muchos no aceptan el resultado de unas elecciones que consideran fraudulentas y dan la victoria al candidato pro-ruso y azul Viktor Yanukóvich. A este movimiento popular se le conoce como la revolución naranja porque la gente llevaba prendas del color del líder proeuropeísta, Viktor Yúshenko. Sus banderas y sus bufandas se veían mucho más que la propia presencia de sus seguidores. Por eso, la solución más útil provino de quienes tomaron millares de bolsas de basura naranjas. Tras abrirles unos huecos para la cabeza y los brazos, las distribuyeron entre los manifestantes: la prenda impermeable permitió permanecer a sus electores en vigilia permanente frente al fraude, a temperaturas bajo cero. La televisión hizo el resto.
El color naranja permitió -rápidamente- unir a la mayoría de los ciudadanos en una nueva identidad nacional. La del color del cambio. El color de la complicidad. Sus simpatizantes aseguran que Yúshenko lo eligió porque es diferente del rojo soviético. Naranja frente a rojo y azul. El naranja dibujaba un camino de revolución más pacífica y calmada, casi despojada de valores ideológicos, más lúdica y festiva. Más ciudadana, en definitiva.
El amarillo, un color ligado a los derechos civiles
Pero el amarillo, en los últimos años, ha entrado con fuerza en el imaginario político internacional. El color amarillo, al contrario que el rojo (izquierdas) o el azul (derechas), se asocia en la mayoría de los países europeos a los partidos liberal-demócratas, es decir, partidos transversales (que no se encuadran en el espectro izquierda-centro-derecha) sino que tienen una ideología política liberal, en política económica pero, al mismo tiempo, el amarillo se ha ligado con la defensa de los derechos civiles en todo el mundo.
Así, desde 2011 lo estamos viendo, cada vez más, relacionado con protestas, manifestaciones y movimientos sociales. Por ejemplo, en el 15M; asociado a los Hermanos Musulmanes en Egipto, tras el golpe de Estado; o al movimiento del 4% en República Dominicana, exigiendo que ese porcentaje del PIB se destinara a educación. Fue también el color protagonista de la Vía Catalana, el pasado 11 de septiembre de 2012, y de muchos otros movimientos reivindicativos a nivel internacional, como por ejemplo, el símbolo de la lucha nacional del Tíbet contra el gigante chino. El amarillo es muy vistoso, y un acierto total. Notorio, optimista, enérgico… Es, también, un color asociado a lo nuevo. Su psicología es esperanzadora y vital.
El amarillo es, además, el color simbólico de algunas grandes ONG’s internacionales como Amnistía Internacional, y la base, también, del mundo de los emoticonos y su presencia digital en nuestras vidas. La elección de este color (y del lazo como símbolo) ha sido un acierto estratégico. Permite penetrar en todo el espacio estético soberanista, genera una gran capacidad de movilización personal en la vida cotidiana (lazos, gorros, jerséis, bufandas…), y estimula la creatividad social del activismo político. La palabra queda fagocitada por el color, y el color se convierte en espacio público al vivirlo, usarlo y utilizarlo en la cotidianeidad. ¿La nueva política?
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