En el año 1235, un detective llamado Sung Ts'u publicó un libro en el que contaba la aparición en una aldea china de un cadáver con numerosos cortes. El encargado de investigar el caso congregó a todos los hombres de la aldea y les pidió que acudieran con su hoz. Bajo el sol del verano, las moscas se arremolinaron en torno a una hoz en concreto, la que contenía restos de sangre y fragmentos de tejido, lo que empujó a su dueño a confesar el crimen. Fue la primera vez, que se sepa, en que unos bichos ayudaron a resolver un asesinato.
Cuatro siglos y medio más tarde, en 1684, Franceso Redi, un naturalista italiano, distribuyó pedazos de carne en diferentes cajas. Algunas las dejó abiertas, mientras que otras las cubrió con una gasa. Todos los trozos de carne se corrompieron, como se esperaba, pero, a diferencia de las segundas cajas, las que estaban descubiertas se poblaron de larvas. Este experimento sirvió para demostrar que las larvas no aparecían en la carne por generación espontánea, sino que las moscas acudían a desovar en ella, y que de ahí nacían las larvas.
Estas dos historias sintetizan bien, aunque de manera muy esquemática, en qué consiste la entomología forense.
Cuando una persona muere, su cuerpo empieza a sufrir lentas transformaciones. Visto en un timelapse, el resultado se parecería a esto: empieza a bajarnos la temperatura, nuestro cuerpo se pone rígido como una tabla de planchar, nos hinchamos por los gases que producen las bacterias en nuestro interior, la temperatura se eleva considerablemente, la acción combinada de las larvas y los gases acumulados rompen nuestra piel, nos deshinchamos y olemos fatal, nuestros órganos empiezan a desaparecer, y luego también lo hace la piel hasta quedarnos, literalmente, en los huesos.
Cada etapa en este proceso de putrefacción atrae a unas especies concretas de artrópodos. En el siglo XIX, el veterinario militar francés Jean Pierre Megnin bautizó a estas especies, con una sensibilidad cercana a la de quienes titulan las superproducciones hollywoodienses, como "las escuadrillas de la muerte".
El desarrollo de cada especie
Las primeras moscas llegan al cadáver en cuestión de minutos, atraídas por el olor de los gases que emanan de los cuerpos al inicio de la descomposición. A veces, incluso llegan a los cuerpos cuando la víctima aún agoniza. Lo normal es que acudan, antes que nada, a las heridas y a los orificios naturales del cuerpo, donde, además de alimentarse, colocan sus huevos. Si lo hiciesen en cualquier otra superficie, los huevos podrían secarse.
Con el paso de los días -pueden ser entre 24 y 72 horas, en función de la especie y otros detalles-, estos huevos se transforman en larvas, que se introducen enseguida en el tejido subcutáneo. Más tarde, esas larvas pasan al estadio de pupas, durante el que se produce la metamorfosis al estadio adulto. Siempre depende de la especie, pero, entre la puesta de los huevos y su transformación en adultos, pueden pasar 15 días. Y aquí tenemos, por tanto, el primer método de la entomología forense para determinar el tiempo transcurrido desde una muerte: conocer el progresivo desarrollo de cada especie nos permite aventurar la fecha de la muerte.
Para ello, como es lógico, hay que conocer bien la evolución de cada especie. Y eso explica la importancia del hallazgo que, junto a otros investigadores, publicó en 2014 María Dolores García, profesora de la Universidad de Murcia y una de las pioneras de la entomología forense en España, en la revista Forensic Science International. Su grupo de investigación había descubierto que la mosca Telomerina flavipes también participaba de los festines cadavéricos, solo que, a causa de su diminuto tamaño, solía pasar desapercibida. Además de la descripción, su artículo aporta muchas fotografías sobre su estadio de pupa, que hasta entonces no se conocía con exactitud. "Es muy bonita", nos dice en conversación telefónica María Dolores García, con pasión de entomóloga, sobre la Telomerina flavipes.
La sucesión de especies
El segundo método de la entomología forense para conocer la fecha de una muerte es la sucesión. Pese al aparente caos, las distintas especies acuden al cadáver siguiendo un orden concreto, como si disciplinadamente hubiesen pedido la vez. A las primeras moscas le siguen gran variedad de especies: las hay que se alimentan del cadáver -las necrófagas-, las hay que se alimentan de las especies que se alimenan del cadáver -las depredadoras-, las que se alimentan tanto del cadáver como de las especies depredadoras -las omnívoras- y las hay que utilizan el cuerpo como una extensión de su hábitat -las accidentales-.
Por tanto, junto al progresivo desarrollo de las especies, la presencia de unas especies y no de otras permite lanzar hipótesis sobre el momento de una muerte. Y, de paso, nos permite responder a una pregunta trascendental: después de la muerte, lo que hay, en realidad, es muchísima vida.
Pero la labor de los entomólogos no acaba aquí, ya que estos ciclos se ven alterados por muchísimas razones: que un cadáver aparezca al aire libre o en un espacio cerrado, que haga frío o calor, que la humedad sea elevada, que un asesino haya envuelto el cadáver en una manta, que la haya trasladado de lugar, que haya cobertura vegetal, que el terreno esté en pendiente, que el cadáver esté suspendido tras un ahorcamiento, que la víctima haya consumido drogas y productos tóxicos, que haya estado en contacto con agua, que el agua sea dulce o salada... "La verdad es que nunca hay dos cadáveres iguales", nos dice María Dolores García.
Recurramos a uno de los casos que cuenta M. Lee Goff en sus estupendas memorias, El testimonio de las moscas. En un caso ocurrido en Wyoming, este entomólogo hawaiano supo que el cadáver había pasado un par de días encerrado en un maletero, de modo que los insectos no empezaron a intervenir hasta que, transcurrido ese tiempo, el asesino arrojó a la víctima en un descampado. Es por ello que los especialistas suelen decir que sus resultados no son un cálculo exacto del momento en que murió la víctima, sino del momento en que los insectos empiezan a actuar sobre un cadáver.
Como por fortuna los asesinatos no son tan frecuentes como otros delitos, los entomólogos realizan experimentos continuamente para conocer el comportamiento de los artrópodos bajo distintas condiciones, y así aplicar sus conclusiones cuando aparece un cadáver humano. M. Lee Goff explica que "el animal que más se aproxima a los patrones de la descomposición de una persona adulta es un cerdo doméstico de unos 23 kilos. Este es el animal que uso y también el más extendido en Estados Unidos para los estudios de descomposición".
Aunque sea cierto que los cerdos son omnívoros y que la configuración de su caja torácica es bastante parecida a la de las personas, María Dolores García nos cuenta que en sus primeros experimentos, allá por 1994, en Murcia usaban pollos. "Mira, son mucho más accesibles y sus resultados son bastante válidos", nos dice.
Establecer la fecha aproximada de un asesinato es muy útil para resolver crímenes, ya que permite orientar mejor las investigaciones, así como desmontar posibles coartadas. Su resolución, por tanto, muchas veces queda en manos, o, mejor dicho, en las patitas de unos bichejos que se limitan a cumplir su papel, ajenos a todo lo demás, en el ciclo de la vida.
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