La famosa vista aérea del atestado puente de Verrazano es la imagen icónica del maratón de Nueva York. Desde arriba, los atletas quedan reducidos a minúsculos puntitos de color. Este 4 de noviembre yo fui uno de esos puntitos. De color naranja, exactamente. Las crónicas periodísticas hablan de las victorias de la keniana Mary Keitany y el etíope Lelisa Desisa. El eterno pique de los países dominadores de la larga distancia. Pero fuera de la minoría de la élite, Nueva York es el paradigma del atletismo popular por ser el más masivo: casi 55.000 corredores dando zancadas y miles de muros de Facebook e Instagram narrando marcas personales aderezadas con dosis de épica o sonoros derrumbes bajo el peso de la distancia reina.
A ras de asfalto el paisaje del evento deportivo más concurrido del mundo es un reguero de estímulos. En Staten Island, más de 50.000 personas le dan vueltas a la cabeza vestidas con ropa vieja que luego tirarán y será donada a beneficencia. Están envueltos en mantas en el césped, tumbados, haciendo filas interminables para entrar al baño o paseando de un lado a otro para calmar los nervios. El maratón es una larga duda, dice el escritor Alfredo Varona. Y nunca es tan fuerte la incertidumbre como minutos antes de enfrentarse a los 42 kilómetros y 195 metros.
Con las pulsaciones disparadas entre las masas, en la tribuna hablan el director de la prueba y el alcalde. Se interpreta el himno de Estados Unidos y suena el New York, New York de Frank Sinatra. Meses después del primer entrenamiento, llega el examen para el que corredores de casi 150 países se han preparado. Entre ellos una pléyade de consejeros delegados, artistas o meros influencers en busca de una marca, una vía de escape al estrés o una foto que llenar de likes.
Desde la salida en el puente de Verrazano ya se aprecia que España es uno de los países con más participantes. Este año son (somos) 1.057. Y nos hacemos notar. Dos corredores con camisetas de la Brigada Paracaidista avanzan a unos metros de otro vestido con una en la que se lee "República de Catalunya". Más allá trota un sevillano del Coro ferroviario rociero. Y eso solo en el primer kilómetro. Cruzar el Verrazano tiene el toque de irrealidad de estar en un lugar familiar, conocido por fotografías y vídeos, pero al que nunca se ha ido. "Soy yo el que está aquí, ahora", te dices. Y hay quien quiere embotellar esa experiencia y, ajenos a la urgencia de la marca, se detienen y suben a una barrera para hacerse un selfie con el que mostrar al mundo que ellos han estado entre los privilegiados que han corrido Nueva York.
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Un corredor se toma un selfie encaramado a las vallas del puente Verrazano. El hashtag #NYmarathon2018 se ha utilizado en 27.000 fotos en Instagram.
Se trata de un maratón atípico. Es uno de los más caros (la inscripción para los extranjeros cuesta casi 400 dólares, varios miles si se busca dorsal a través de obras de caridad). Uno de los más incómodos en su logística (llegar a Staten Island supone una hora en autobús y levantarse antes de las cinco de la madrugada). Y en él conviven frivolidad y sacrificio. Postureo con devoción verdadera hacia los 42 kilómetros. La artificiosidad del negocio (un masaje el día antes en el Hotel Four Seasons cuesta más de 800 dólares) con la gratuidad de un esfuerzo sin sentido que supone correr durante tres, cuatro, cinco o seis horas.
La fiesta de Brooklyn
Superado el puente, Brooklyn recibe al corredor con estruendo. Los kilómetros vuelan porque estamos empezando y alguno se acelera más de la cuenta. Los niños compiten entre sí por ser los que más veces chocan la mano de los maratonianos. Hay música en directo. Un corredor disfrazado de Capitán América exalta al gentío. Otro vestido con ropa de esquí y una tabla de snowboard en la mano te hace preguntarte qué apuesta o justificación hay detrás de algo tan estrafalario y duro en un día donde el sol pega sin contemplaciones. También pegan, pero con los puños, algunos corredores. Un espectador sujeta una especie de saco de boxeo con la cara del presidente Donald Trump. Me uno al linchamiento y le arreo un mamporro. Sobran las fuerzas, los kilómetros caen sin darte cuenta, y aunque casi todos sabemos que llegará el momento en que la cosa se ponga seria, el maratón y sus muros parecen algo lejano de lo que ya habrá tiempo para preocuparse.
Sin salir de Brooklyn, el primer gran momento de silencio tras la explosión de euforia inicial llega en el barrio judío. Es domingo, día laborable para su comunidad (descansan en el Sabbat), y la carrera no parece ir con ellos. Caminan en la acera con túnicas negras, sombreros, largas barbas y tirabuzones sin soltar una palabra de aliento.
La carrera de verdad empieza en Manhattan
La hora de la verdad empieza en la segunda parte del recorrido. Con más cuestas, con más cansancio. Las pisadas resuenan en el solitario puente hacia Manhattan. Allá por el kilómetro 24, en medio de un clima de introspección, un jerezano se acerca a un gaditano y le desea suerte antes de seguir su camino cada uno a su ritmo. La de Jerez y Cádiz es una de esas absurdas pugnas locales que abundan en España. "Mi ciudad es más grande. Mi carnaval mejor que tu feria. Tengo playa y tú no". Pero el esfuerzo hermana. En la carrera más concurrida del planeta no hay lugar para rivalidades territoriales. Lo sé porque el jerezano era yo.
Manhattan te recibe con una larga recta, moles de acero y cristal que rozan el cielo y mucho público. En todo el recorrido casi dos millones de personas salen a animar. El maratón es para la mayoría de neoyorquinos una fiesta. Y en esa parte final, cuando las piernas empiezan a fallar, es cuando los ánimos se hacen más importantes. Los padres besan a hijos que sujetan pancartas con su nombre. Las parejas inmortalizan con el móvil el paso hacia la gloria de sus enamorados. Y el que no tiene grupo de apoyo se conforma con saludar a los compatriotas que llevan la bandera de su país.
Enfilando hacia el Bronx, empieza a ser más habitual ver a gente caminando. El famoso muro –la sensación psicológica y física de agotamiento, de no avanzar– empieza a aparecer. Hay avituallamientos bien surtidos cada pocos kilómetros y cada vez más algunos se detienen para beber con tranquilidad, lo que provoca aglomeraciones, choques y duchas de Gatorade en todos los idiomas.
Es el momento en que la mente te empieza a decir la mentira de siempre: "Este es el último maratón que corro". "Mensaje para mi yo del futuro: nunca más". El cuerpo se vuelve robótico y rígido. Llegan pensamientos absurdos. "Maratón podía haber estado un poco más cerca de Atenas". Y para qué negarlo, maldices a la reina Alexandra de Inglaterra, aquella que en los Juegos de Londres 1908 tuvo la feliz idea de ampliar de 40 a 42,195 kilómetros la distancia para que saliera del Castillo de Windsor y acabara justo frente al palco real del estadio.
La prueba final de Central Park
Con el cuerpo al límite, te lías a hacer cuentas complejas: “Si hago cada kilómetro en 5 minutos, me quedan…”. Fragmentas el recorrido para que todo parezca menos. "En solo tres kilómetros llego al 35". Y vuelves a hacerlo. "Solo cinco para Central Park y ya está hecho". Pero no lo está. En Central Park aguardan más de dos kilómetros de toboganes. Es ahí, en el gran pulmón de Nueva York, donde emergen las grandezas y miserias del maratón. Su verdadera naturaleza. Paradójicamente, los que terminan más rápido, son los que mejor llegan. Conforme caen los minutos, las caras parecen más demacradas. Los pasos más pequeños. Los cuerpos menos atléticos. Tal vez porque si un profesional impacta contra el suelo unas 25.000 veces durante el maratón, los populares multiplican esa cifra.
Pasada la meta, llega el otro maratón. Caminar más de media hora para salir del parque con el cuerpo hecho trizas. Ahí está, envuelto en la bandera de España, el madrileño Óscar Fernández, que a sus 50 años ha mejorado su marca. También el mexicano Rodrigo Serrano, que con 34 dice que esta vez, a diferencia de en Berlín el año pasado, puede caminar. Voluntarios como Raquel diciéndote con sinceridad, sin la frialdad de las sonrisas profesionales, lo que luego te repetirán durante todo el día si llevas tu medalla visible. "Congrats".
En un país donde se venera a los deportistas, los maratonianos son por unos días el centro de atención. El alcalde Bill di Blasio resumió así esa comunión entre el maratón y la ciudad. "No es solo la forma en que vemos a personas de todas las naciones reunidas. No es solo la forma en que los aficionados se sienten cercanos a los atletas. También hay algo acerca de la resistencia. Del espíritu. Nos inspira la capacidad de hacer algo que parece fuera del alcance humano. El maratón nos ayuda a ver cosas en nosotros mismos que ni siquiera sabíamos que estaban allí".
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