La sesión parlamentaria de la mañana del 21 de noviembre ha sido desagradable: ha tenido un componente de insultos (¡golpista!, ¡fascista!), un parte de expulsiones (a Rufián lo han mandado a la calle), una sospecha de lanzamiento de escupitajo y una decena de llamadas al orden por parte de la presidenta del Parlamento, Ana Pastor, que zanjó el bajuno alboroto con dos quejas. Primero, ha lamentado que los parlamentarios no estén a la altura del lugar que ocupan en el Congreso y, segundo, se quejó de que los medios, a causa de tanta llamada al orden, utilicen para denominarla “un insulto machista”: la llaman institutriz.
La palabra institutriz llegó tardíamente a nuestra lengua: no se incorpora a los diccionarios del español hasta 1895 y es casi rozando el siglo XX, en 1899, cuando entró en el DRAE. El sentido peyorativo que Pastor advierte no aparece recogido en esas fuentes de saber lingüístico que son los diccionarios, donde la palabra se define como "maestra encargada de la educación o instrucción de niños en el hogar de estos". ¿De dónde viene entonces ese sesgo machista que Pastor advierte en esta palabra? Como en otros casos, vemos que no es la lengua sino el uso que hacemos de ella el que confiere ese sentido sexista o discriminatorio a un vocablo.
Ser maestra ha sido uno de los primeros trabajos remunerados que podían ejercer las mujeres. Aunque en el ámbito de la educación las mujeres han tenido (y tienen) un gran protagonismo, el hecho de que tradicionalmente las mujeres fueran solo educadoras de mujeres y que estas, a su vez, tuviesen menor recorrido por las aulas y las estructuras académicas que los hombres, provocó que su labor se sintiera menos prestigiada que la ejercida por los hombres.
La enseñanza de los niños en España ha sido, hasta hace relativamente poco tiempo, una profesión sin una estructura organizada institucionalmente, ya que la educación no estaba prevista ni como derecho ni como deber universal de la infancia. Había colegios parroquiales junto con oficiales, existían instituciones educativas formales y con ellas también se daban procesos de enseñanza no formales. Por ejemplo, fuera de los centros de enseñanza reglada se solía dar la educación infantil de los hijos de la nobleza, quienes no acudían a los colegios o escuelas y eran educados en su propia casa. En general, la enseñanza no era mixta y los centros para niñas eran más escasos que los consagrados a los varones: las niñas estudiaban menos tiempo y podían hacerlo en esas escuelas llamadas migas o miguillas.
De la señorita Rottenmeier a la Escuela de Institutrices
La palabra institutriz proviene del latín institutrix, que al español ha llegado desde el francés (institutrice) y en época tardía, en el siglo XIX, momento en que empezó a ponerse de moda en la clase alta española contratar a extranjeras para que educasen en contenido y en su lengua materna a los niños de la casa. El equivalente masculino institutor tuvo normalmente otro significado en español (el que instituye) y para denominar al maestro que enseña dentro de una casa se usaban palabras como preceptor, tutor o, en época más antigua, ayo. También muy raro fue que se usase en lugar de –triz, la otra terminación femenina, -tora, para hablar de institutora, palabra de raro uso en nuestra lengua.
Los textos españoles del XIX nos confirman el valor que tenía la palabra institutriz. Pérez Galdós dice en Fortunata y Jacinta que los niños ricos españoles van “vestidos de marineros y conducidos por la institutriz inglesa” pero que los pobres pasean “envueltos en bayeta amarilla, sucios, con caspa en la cabeza y en la mano un pedazo de pan lamido”. Pero en esa época los textos confirman también la intuición despectiva que Pastor observa en el término: Menéndez Pelayo se queja de que los filósofos desprecian el pensamiento de cierto autor por ser “metafísico de institutrices”, dando un sentido superficial y ligero a la formación de ellas.
Cuando pensamos en una figura como la de la institutriz, inexistente en el panorama educativo de la España actual, se nos vienen a la cabeza modelos de lo más variados: la seguridad y el afán de superación de Jane Eyre, institutriz en la casa del señor Rochester; la maternal y bondadosa María que atendía a la prole Von Trapp en Sonrisas y lágrimas, o la supercalifragilística Mary Poppins. Pero cuando los medios califican como "institutriz" a una mujer que amonesta a un grupo seguramente tenemos en la cabeza a la insoportable señorita Rottenmeier de Heidi. Ana Pastor se queja con razón.
Con todo, y aunque las connotaciones son ingobernables, me permito introducir un modelo más en el que pensar cuando hablamos de institutrices: el que forjó el leonés Fernando de Castro (1814-1874), un franciscano que colgó los hábitos y que creó en diciembre de 1869 en Madrid una Escuela de Institutrices que se convirtió en un centro de enseñanza femenina de referencia en España, frecuentado por mujeres que querían completar la parca formación que recibían en la Escuela de Maestras pero también por aquellas que no aspiraban a trabajar pero sí a saber y a tener conocimiento. Con sesgo laicista, la Escuela de Institutrices contenía materias revolucionarias en su tiempo como la química, la zoología o la historia natural. Esas primeras mujeres que se empeñaron en formarse y en ir a contracorriente seguramente presumían de haberse formado como institutrices en una institución tan avanzada. Ninguna de ellas alcanzaría a soñar que el parlamento español lo dirigiese una mujer. Cabalgamos.
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