Antonio G. L. estaba en paro cuando volvió a la casa de su familia desde otra provincia para una boda. "Había dejado los trabajos anteriores voluntariamente porque ya no podía más", cuenta. Pero sus padres no lo entendían del todo. Su madre le pidió que no le contase a nadie durante la boda que estaba desempleado. "Yo le respondí que ella podía decirle a la gente lo que quisiera, pero que yo no iba a mentir porque no me avergonzaba de nada".
Hace ya tiempo que Antonio tiene trabajo y no afronta las mismas reacciones, pero confiesa que recuerda aquellos días con desencanto. "Se nos exige aguantar en un trabajo aunque las condiciones perjudiquen hasta tu salud, como si tener un trabajo fuese lo principal en esta vida para medir la valía de una persona", asegura.
Entonces, Antonio no tenía personas dependientes a su cargo, por lo que tuvo mayor libertad para su decisión, cosa que no siempre ocurre. Pero la de Antonio es una de las muchas historias que se esconden detrás de los titulares económicos que nos recuerdan que, en junio de 2019, la Seguridad Social alcanzó su máximo histórico de afiliados, 19,5 millones. Porque esta cifra esconde un reverso alarmante.
Solo el 3% de los contratos firmados en ese mes fueron indefinidos. Y a la temporalidad se le unen los salarios bajos —el caso más grave es el de los menores de 20 años, cuyo salario anual medio cayó un 28% entre 2008 y 2016, según datos del Instituto Nacional de Estadística—, las jornadas maratonianas y las horas extra impagadas (algo que se está intentando remediar con la nueva norma que obliga a las empresas a registrar los horarios de sus trabajadores).
Todo esto incide en nuestra salud mental. El profesor emérito de Psicología en la Universidad Autónoma de Barcelona Josep María Blanch explica en un artículo publicado en Infocop (revista editada por el Consejo General de la Psicología de España) que no solo el desempleo tiene consecuencias negativas, sino que un empleo precario y la cronificación de una situación laboral inestable provoca también efectos psicológicos como "malestar, insatisfacción e infelicidad, distrés, ansiedad, irritabilidad y depresión", entre otros.
La psicóloga experta en parejas Gemma Tió también detalla por correo electrónico cómo la inestabilidad económica tensa nuestras relaciones con los demás, como le pasó a Antonio con sus padres. Según esta experta, la inseguridad de un empleo precario "dispara nuestra ansiedad", lo que conduce a "más discusiones" y "una mayor susceptibilidad". "Ante cualquier comentario, aunque no sea malintencionado, tendemos a protegernos, ya que sentimos una sensación de peligro que nos pone a la defensiva".
Las relaciones de pareja también sufren
A Pilar López, colombiana de 35 años afincada en Valencia, la precariedad le costó su relación. Se vino a España en 2012 para hacer un máster para el que pidió un préstamo. En Valencia se enamoró de la ciudad y de un valenciano, por lo que, tras regresar a Bogotá un tiempo, decidió establecerse de forma definitiva en 2014 y de paso hacer el doctorado. En sus planes contaba con una beca que finalmente no obtuvo.
Empezó a buscar trabajo, pero "era imposible acceder porque necesitaba una autorización laboral, que es un trámite burocrático que muy pocas empresas están dispuestas a hacer", así que empezó a trabajar en B. La situación no mejoraba y se vio obligada a abandonar su piso porque "con suerte lograba ganar los 200 euros necesarios para pagar el crédito de Bogotá y poco más para la comida". No podía irse a vivir con su novio porque "él vivía con su madre y empezaba a prepararse para opositar. Estábamos los dos sin trabajo y sin dinero".
Finalmente, se fue a vivir con unos amigos que solo le cobraban los gastos y, unos meses más tarde y después de un ultimátum para que consiguiera un trabajo estable, su novio la dejó. "Uno de los problemas de que yo no trabajara era que nuestros planes se reducían a ver películas en casa y tomar pintas de un euro en un bar cualquiera. No podíamos viajar, no podíamos ir a cines, restaurantes y discotecas. O, mejor dicho, él sí podía porque le daban dinero sus padres, pero me convertí en una carga y un obstáculo para sus planes. En conclusión, siento que me dejó por no tener trabajo ni dinero". Las relaciones con su familia también se vieron perjudicadas. "Mis padres no entendían por qué seguía en esta ciudad cuando podía volver con ellos", asegura. Pero volver a Bogotá, dice, "no era una opción".
Cuando la precariedad afecta a un ser querido
Con los índices de precariedad españoles y con una cifra de parados superior a los tres millones, es muy común que en nuestro entorno haya gente en una situación laboral comprometida. Tampoco es raro que muchos padres o abuelos tengan que ayudar a sus familiares más jóvenes, "prolongando su estancia en el hogar paterno, ayudando a comprar una vivienda con la entrada para una hipoteca o cediendo un piso familiar con un alquiler bajo o incluso gratis", enumera por teléfono la socióloga Teresa Jurado Guerrero, profesora en la Universidad Española de Educación a Distancia.
Pero también sucede a la inversa: hijos que tienen que ayudar a sus padres. La situación laboral de los padres de Sara (nombre ficticio) era buena a priori, pero se vio muy afectada por la crisis y acabaron muy endeudados. "He llegado a darles en este tiempo unos cinco o seis mil euros, todo lo que había ahorrado", afirma.
Recuerda una ocasión en la que, tras una época muy intensa de trabajo, quiso comprarse un vestido. Al intentar pagar, la tarjeta no aceptaba el cargo. "Resulta que me habían quitado el sueldo porque mis padres no habían pagado el préstamo y yo estaba de avalista. Los llamé hecha una furia".
Admite también que "durante mucho tiempo, cada vez que sonaba el móvil de mi madre me subía un escalofrío —aún me pasa hoy en día— pensando que era el cobrador del frac. Puede sonar a chiste, pero llegó a presentarse en casa de mi abuela para cobrar una deuda de mi padre".
Esta situación, que duró unos diez años, hizo que el ambiente en su casa se tensara. "Las relaciones personales se deterioraran mucho". Ahora ambos han conseguido jubilarse y, aunque todavía tienen que pagar varios préstamos de los que ella sigue siendo avalista, "la cosa va para adelante". Pero reflexiona que es muy duro "tener que darles a tus padres dinero para pagar la autopista o comprar ropa a tu madre. Seguro que hay muchos casos como este pero que no se cuentan", concluye. Que dos entrevistadas nos hayan pedido conservar su anonimato es una prueba de lo complicado que resulta hablar abiertamente sobre las consecuencias personales y familiares de una crisis económica.
Cuando tus amigos ganan más que tú
Durante el pasado mes de febrero, la Comisión Europea presentó un informe en el que reconocía los avances españoles en materia económica, pero llamaba la atención sobre la "desigualdad en los ingresos y oportunidades". Estas desigualdades también generan profundas consecuencias en nuestras relaciones.
Carmen (nombre ficticio) no encontraba trabajo de lo que había estudiado, por lo que ha vuelto a estudiar a tiempo completo ya pasados los 30 años. De su grupo de amigos, la mayoría tiene trabajos estables. "Ellos quedan entre semana para cenar bastantes días", dice como ejemplo de algo que ella no puede permitirse ni por tiempo ni por dinero. "Esto ha hecho que poco a poco me vaya distanciando", admite.
Pero no todo es siempre negativo. Pilar López, la entrevistada colombiana, cuenta que en esos años en los que su situación económica fue tan mala siempre contó con la ayuda de un grupo de amigos que le abrieron "de par en par las puertas de su casa y de sus neveras". Esto, además, la ayudó a mejorar su concepción de los españoles: "Cuando llegué pensaba que eran cerrados y antipáticos", nos cuenta. Ahora todo le va mejor. Tiene trabajo, está acabando la tesis y solo le quedan tres meses para terminar de pagar el préstamo. Pero sigue recordando la generosidad de sus amigos y lo que aprendió de ella. "No cualquiera deja entrar en su casa a otro tan libremente, sin pedir nada a cambio".
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