En 1780, casi dos décadas antes de convertirse en el segundo presidente de Estados Unidos, John Adams envió una carta al congreso de las Trece Colonias (el país estaba en plena formación y guerra de independencia de Inglaterra) en la que expresaba la necesidad de una Academia Americana de la Lengua Inglesa. Citaba como grandes ejemplos de éxito a las academias francesa, italiana y española, y le parecía llamativo que ninguna de las propuestas para una institución similar en Inglaterra hubiese llegado a buen puerto. Ese vacío, opinaba Adams, no debía arrastrarlo el nuevo país. Su petición no fue ni debatida.
No fue la primera y no sería la última vez que alguien proponía la creación de un organismo oficial para “arreglar y mejorar” —palabras de Adams— el inglés, tanto a un lado como al otro del Atlántico. Sin embargo, ya fuera porque se consideraba innecesario o incluso poco americano (en el caso estadounidense) intervenir en cómo se hablaba o escribía, ninguna de las propuestas llegó nunca a nada. Según Ethnologue, el inglés es el idioma más hablado del mundo (contando a hablantes cuya lengua materna es otra), pero aun así es una de las pocas lenguas reconocidas por uno o varios Estados que no tiene su propio equivalente a la RAE.
Las academias de la lengua fueron una idea europea que causó furor entre los intelectuales y eruditos de los siglos XVII y sobre todo XVIII, cuando empezaron a florecer por el continente. La primera fue la Accademia della Crusca, nacida en Florencia en 1583. La siguió la Académie française en 1635. En el siglo XVIII se produjo la gran explosión: nacieron la Real Academia Española en 1713; la Academia das Ciências de Lisboa, con una sección dedicada a la lengua, en 1779; la Academia Rusa en 1783, la sueca en 1786…
Nacidas bajo el manto protector de las monarquías europeas, casi todas las que se fundaron en el siglo XVIII seguían el modelo francés y buscaban algo similar a lo que era la misión de la Académie française: “Dar unas reglas seguras a nuestra lengua y volverla pura, elocuente y capaz de tratar las artes y las ciencias”. La idea de la pureza estaba también detrás de la Accademia della Crusca (crusca significa “salvado” y hace referencia a la criba del cereal; también a la lengua querían cribarla de impurezas).
En la actualidad, la mayoría mantiene su carácter oficial y sigue unida a las monarquías en los países en los que las sigue habiendo. Estas academias realizan labores de investigación y promoción, y dicen ser más descriptivas que prescriptivas. Para el pueblo llano, son la autoridad a la que recurrir cuando se tiene una duda o un conflicto en pleno juego de mesa. ¿A quién recurren los hablantes de inglés? ¿Quién vela por la ortografía y por la pureza de una lengua con casi 900 millones de hablantes no nativos?
Elige tu propia autoridad lingüística
Fiona McPherson, editora senior del Oxford English Dictionary (OED), decidió en edad adulta volver a estudiar alemán, que había aprendido en el colegio, según cuenta a Verne por correo electrónico. Se encontró con que mucho de lo que le habían enseñado de pequeña sobre cómo escribir el alemán ya no valía, ya que en esos años había tenido lugar una reforma oficial de la ortografía (en 1996). Como hablante de una lengua sin RAE, le pareció “fascinante”.
El inglés no tiene ninguna autoridad o regulador lingüístico oficial, pero sí instituciones a las que los hablantes han otorgado ese papel de referencia a la que acudir. El diccionario en el que trabaja McPherson, el OED, es una de ellas. La editora, que insiste en que Oxford University Press, la editorial responsable del diccionario, no tiene el estatus oficial de las academias de otras lenguas, cree que ese estatus de referencia que mucha gente le confiere al OED posiblemente tenga que ver con la “escala de la ambición” y el alcance que tuvo el proyecto desde que empezó a gestarse en 1857, aunque su publicación —por fascículos— no se inició hasta 1884.
“Ningún otro diccionario ofrecía el mismo tipo de panorama histórico ni una cobertura tan exhaustiva del inglés”, cuenta la editora. Además, para crear el diccionario se tuvo en cuenta a la gente y se buscó siempre un enfoque que describiera la lengua “como la usan y experimentan los lectores y hablantes”, cuenta. Añade que tampoco hay que subestimar el papel jugado por “la independencia editorial y la neutralidad del OED”.
Eso en el Reino Unido. En Estados Unidos, los diccionarios de Merriam-Webster son una de las referencias lingüísticas por excelencia del inglés americano, como prueba que sean también los editores del diccionario oficial del Scrabble. Sin embargo, no son las únicas opciones. Un ejemplo es que ni el diario británico The Guardian acude al OED ni The New York Times al diccionario de Merriam-Webster cuando tienen que tomar alguna decisión lingüística que no está recogida en su libro de estilo.
“La autoridad para la escritura y el uso de cualquier palabra no recogida en el libro de estilo del NYT es la última edición del Webster’s New World College Dictionary”, explica a Verne Phil Corbett, editor de estándares en el diario estadounidense. Pese a su nombre, el diccionario lo edita Houghton Mifflin Harcourt y no Merriam-Webster. En The Guardian, por su parte, la referencia externa es el Collins Dictionary. Kirsten Broomhall, editora de producción en el diario británico, asegura a Verne por correo electrónico que es ese diccionario y no otro porque cuando hace unos años un miembro del equipo de libro de estilo investigó las opciones, concluyó que Collins era el mejor: “El que tenía un orden más sensato, más palabras, y en el que era más fácil encontrar lo que buscabas”. Desde entonces, ese ha sido el diccionario de referencia al que acuden redactores y editores cuando el libro de estilo no les ofrece la respuesta que buscan.
Dice Fiona McPherson, del Oxford English Dictionary, que le cuesta opinar sobre la necesidad de instituciones oficiales como las academias de la lengua por ser hablante de un idioma que nunca ha tenido una. El OED, de hecho, ni siquiera hace recomendaciones sobre lo que considera “buen uso” de la lengua. Cualquier palabra que pueda “demostrar evidencia de su uso” es candidata para entrar en el diccionario, aunque —como hace la RAE en su diccionario— sí ofrece una guía sobre lo apropiado o no del uso de cada palabra en determinados contextos: poniéndoles la etiqueta de coloquial u ofensivo, por ejemplo, o incluso “indicando que ciertas palabras o usos de palabras no son considerados estándar”. Un poco como el “no recomendado en el habla culta” que a veces indica la RAE.
Están también atentos a lo que hacen otros diccionarios, aunque es su propia investigación y monitorización lingüística la que motiva los cambios que hacen o las palabras que añaden a su publicación. Desde The Guardian y The New York Times afirman un poco lo mismo: para sus libros de estilo tienen en cuenta los cambios de autoridades lingüísticas externas, pero al final es su propia observación de la lengua la que más tienen en cuenta.
Cuando las academias no llegan a tiempo
Que los medios de comunicación sean muchas veces los que tomen decisiones sobre los usos o formas de escribir una palabra no es extraño y ocurre también en lenguas con instituciones lingüísticas oficiales. Al estar tan pegados a la actualidad, son también con frecuencia los primeros que se encuentran con nuevas necesidades que no recogen ni sus libros de estilo ni la autoridad lingüística que usan de referencia. 2020 es un buen ejemplo. Phil Corbett, de The New York Times, explica que la última gran revisión del libro de estilo tuvo lugar en 2013, pero actualizan las guías y recomendaciones de forma constante. A principios de este año, por ejemplo, añadieron las entradas ”coronavirus” y “covid”.
Algo similar cuenta Kirsten Broomhall desde The Guardian. No tienen un editor dedicado únicamente a la guía de estilo —disponible, por cierto, en su web—, pero un equipo de editores de producción revisa las recomendaciones cuando es necesario. Esto puede ser a petición del equipo editorial, porque los lectores “plantean alguna cuestión sobre estilo” o a raíz de alguna noticia de última hora en la que existen varias formas de escribir un topónimo o el nombre de una persona y “hay que escoger una”. El equipo debate el tema por email (antes de la pandemia lo hacían en persona) y toma una decisión por mayoría.
Al final no hay tanta diferencia con lo que ocurre en las lenguas que sí cuentan con una academia. Siguiendo con el ejemplo de 2020, la RAE recomendó al principio usar COVID en mayúsculas y en femenino, pero muchos medios de comunicación no siguieron ese modelo. Ahora, en la actualización del DLE que acaban de presentar esta semana, sigue proponiendo las mayúsculas del acrónimo pero ya dice que puede ser masculino o femenino.
Claro que quizá no haya que tomar 2020 como ejemplo de nada: el propio Oxford Dictionary of English no ha sido capaz de escoger su palabra del año y ha optado por elegir en su lugar una serie de palabras y expresiones. El título del informe de este año es Palabras de un año sin precedentes. Ese “sin precedentes” parece ser la conclusión final.
No hay RAE, pero sí hay polémicas: el caso de la coma de Oxford
Una de las materias troncales que estudian los niños británicos en el colegio es, naturalmente, el inglés. En el National Curriculum, el documento que detalla el contenido educativo que se debe enseñar en cada nivel, se habla constantemente del Standard English, el inglés estándar. Sin embargo, ni se define de forma clara a qué se refiere ni se indica qué publicaciones lingüísticas se pueden usar como referencia.
La mayor parte de las obras de referencia del inglés coinciden en ortografía, gramática y puntuación cuando pertenecen a una misma área geográfica. Es decir, no hay mucha diferencia entre lo que dicen las publicaciones de Oxford University Press, las del British Council y las de Cambridge University Press, pero esto no significa que el mundo angloparlante esté libre de polémicas lingüísticas. La que suele levantar más pasiones, su equivalente a la tilde de solo, es la llamada Oxford comma, la “coma de Oxford”.
Es la coma que se coloca (o no) en las enumeraciones antes de la conjunción y el último elemento. Es decir, en “Oxford, Cambridge, y el British Council” sería la coma antes de la y (nos tomamos la licencia de ponerla en el ejemplo, pero no sin recordar que en castellano a la RAE no le gusta). La mayor parte de guías de estilo británicas son flexibles con respecto a su uso, mientras que en Estados Unidos sus defensores son mayoría.
Y no es una cuestión menor: en 2014, tres camioneros de la compañía de productos lácteos de Portland (Maine) Oakhurst Dairy demandaron a su empleador porque, decían, les debía cuatro años de trabajo que habían realizado en forma de horas extra. Camioneros y compañía láctea hacían una interpretación distinta de lo que recogía la legislación estatal, que dice que cada hora extra trabajada debe pagarse como hora y media, con una serie de excepciones. Oakhurst Dairy entendía que los conductores entraban en la excepción; los trabajadores, no.
Las excepciones eran “el enlatado, procesado, preservación, congelación, secado, almacenamiento, embalaje para envío o distribución de” una serie de productos. Los camioneros entendían que, al no haber coma antes de la conjunción o, el último elemento de la enumeración quería decir “embalaje para envío o embalaje para distribución”. Ellos no embalaban, solo distribuían, así que no eran una de las excepciones. La compañía de lácteos entendía que la distribución era una de las excepciones.
Aunque era una disputa pequeña y muy local fue muy seguida por aficionados a la lengua de ambos bandos, los defensores y los detractores de esa coma. Pero no se llegó a un veredicto que unos u otros pudieran utilizar para siempre como prueba de victoria: la compañía aceptó zanjar el asunto pagándoles 5 millones de dólares a los camioneros. El texto de la ley, por cierto, tiene ahora una coma (un punto y coma, en realidad) antes de la conjunción “o”.
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