El explorador noruego Thor Heyerdahl viajó en una balsa hecha a mano desde Perú hasta la Polinesia en 1947, para probar que era posible que los sudamericanos habitaran estas islas en época precolombina. En su memoria, los primos madrileños Javier Soler, de 24 años, y Pepe de Murga, de 26, bautizaron como 'La Balsa' al Seat Ibiza del 92 que compraron con 500 euros para hacer una travesía de Madrid a Siberia. "La gente le decía a Thor que iba a morir, pero lo consiguió. Mi padre no apostaba un duro por nosotros, nos dijo que no íbamos a pasar de Zaragoza”, cuenta a Verne Soler.
A bordo de 'La Balsa' y sin GPS, guiándose solo con mapas y brújulas, recorrieron este verano alrededor de 20.000 kilómetros y atravesaron las fronteras de hasta 14 países en cuatro ruedas para imitar el Mongol Rally o Rally de Mongolia, una peregrinación que nació hace 12 años y que parte de distintos lugares de Europa. Lo han hecho al margen de la organización pero cumpliendo los requisitos de desplazarse en un vehículo viejo con un motor pequeño, sin soporte, sin ruta marcada y con el fin de recaudar dinero para un fin benéfico.
La idea de viajar en coche de esta forma era sentir cómo vas dejando atrás tu casa, poco a poco, kilómetro a kilómetro. “En un avión se pierde el concepto de distancia, de todo lo que te separa de lo tuyo”, reflexiona Soler. Cuando regresaron, después de cruzar la frontera francesa, cuenta que no pudieron reprimir su emoción y pararon en una rotonda a estrujarse en un abrazo. “¡Lo hemos conseguido! ¡Lo hemos conseguido tío!”, se decían el uno al otro.
“Es un reto duro, pasas mucho tiempo a solas con tu compañero. Hay equipos que se han roto o gente que se ha dado la vuelta a mitad del camino”. Ellos, aunque primos, nunca habían sido amigos. “Lo que sin duda nos llevamos de este viaje es un compañero para toda la vida. Hacemos un tándem cojonudo”, coinciden. No tuvieron discusiones más allá de roces puntuales por el coche. “Pepe estaba muy pesado con los baches. Cada vez que dábamos un bote le miraba de reojo y veía su cara de crispación. Yo me partía”, cuenta Soler.
En la primera etapa del periplo, de Madrid a Barcelona, no pasaron de 90 kilómetros por hora: “Estábamos acojonados. No nos podía dejar tirados”. Pero a medida que se alejaban de casa iban convenciéndose de que su coche era “una roca”. Solo pincharon una vez, en las estrechas vías del centro de Estambul (Turquía). Aunque resistente, el coche manifestó los achaques de la edad y tuvieron que remangarse para hacer alguna chapuza. “En Alemania se rompió un tubo de refrigeración y el coche empezó a chorrear agua. Hicimos un arreglo casero. Empalmamos la pieza que estaba rota y hasta España”, explica Pepe. Sin tener ni idea de mecánica fueron salvando los problemas que les regalaba el camino.
La travesía en ‘La Balsa’ también les regaló algún episodio tenso, que como ellos confiesan, es lo que iban buscando. En la República de Altái (Rusia), un coche les empezó a perseguir. “Paramos en una gasolinera para ver que quería y se bajó un señor vestido con una chaqueta militar y chanclas. Nos empezó a decir: “Documents, documents”. Como no se identificó seguimos el viaje y pronto nos paró un furgón. Acabamos en una base militar”, recuerdan. Los chicos no tenían un permiso especial para transitar por esta zona fronteriza con Kazajistán. “Al final queríamos que nos ocurrieran este tipo de historias, aunque durante la persecución nos acojonamos”, matiza Pepe.
Las canciones de Loquillo y algún tema de reggaetón fueron sus aliados contra los pesados tramos al volante y los momentos de bajón. “Conocimos a unos franceses que hacían la ruta sin música. Eso es de locos. Un temazo en unos momentos de cansancio y bajón te motiva muchísimo”, coinciden. “Al coche le cantábamos Simply The Best, de Tina Turner. Fue un campeón, nunca nos falló”.
Tras echarle el freno de mano, y poner punto final al recorrido del día, tocaba echar cuentas de lo que necesitaban: agua, comida, gasolina o buscar un sitio para dormir. “Siempre estás pendiente de algo, no paras”, explican. Si les tocaba pasar la noche fuera de una ciudad desplegaban el campamento y trataban de tener todo a punto antes del atardecer. Les encantaba deleitarse con ese momento sencillo y salvaje. Una mañana al despertar descubrieron que estaban en el campo de un uzbeko, arrugado y tostado por el sol. “Nos fumamos un cigarro con él sin entendernos más que por señas”.
“Unas señoras irlandesas, de setenta años, hacían el mismo viaje que nosotros en caravana. Ya conocían la historia de Kon Tiki y su relato les impulso a salir de su pueblo, a viajar y conocer”, explica Javi. Las conversaciones con la gente que iban conociendo, sus puntos de vista sobre la vida, fueron las lecciones que les regaló el camino. “Es genial conocer a gente que comparte tus valores y que vive intensamente”, matiza.
La hazaña de estos madrileños comenzó un año antes. Con los ahorros de su primer trabajo hicieron frente a los gastos: coche, visados, gasolina y manutención (unos 2.500 euros por cabeza). Tras conseguir el coche (500 euros) organizaron eventos entre familiares y amigos para promocionar la ruta y recaudar dinero para la ONG SOS Himalaya. Consiguieron 1.400 euros que destinaron a un proyecto de reconstrucción de casas en Langtang (Nepal), región devastada después del terremoto de 2015. “Mucha gente pensaba que queríamos que nos pagaran el viaje, pero no. Nosotros asumimos los gastos y lo que sacamos fue directamente a este proyecto”.
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