El día que Juan Muñoz se enteró de que había ganado el premio Barco de Vapor estaba más preocupado por sus alumnos de la escuela que por sus textos. Una colega escritora, Consuelo Armijo, autora de El pamplinoplas y su predecesora como galardonada, le comunicó la noticia. Y también le confesó la intrahistoria. Esa parte de un concurso que no sale en el veredicto final: lo que los miembros del jurado comentan pero nunca cuentan. “Mira Juan, estuvimos toda la noche debatiendo sobre el premio. Yo te defendía mucho, decía que tu cuento era una maravilla y le iba muy bien a la editorial. Pero el resto ponía pegas, decían que esos frailes eran tontos. Al final votamos y ganaste”. Era 1979. Un año después, esos franciscanos locos se convertían en el cuento Fray Perico y su borrico (editorial SM). Han pasado 35 años. Un millón y medio de ejemplares vendidos de la serie. 65 ediciones. Y miles de niños.
El hombre que se adelantó a Harry Potter con las aventuras de un fraile regordete y patoso, las más vendidas de la historia de la colección Barco de Vapor, no vive en una mansión entre grandes lujos. Reside en una casa modesta en el barrio de Tetuán, en Madrid. Un distrito obrero que la población migrante latinoamericana conquistó hace ya una década. Juan Muñoz es alto, aunque no tanto como su hijo pequeño, recalca, que vive con él y su mujer Maruja. Tiene los ojos pequeños y redondos. Grandes orejas. Un recuerdo de su melena rubia sobre la cabeza. Y una lucidez envidiable a los 86 años.
“No sé si tienes preguntas escritas, pero primero quiero enseñarte esto”, dice antes de empezar a conversar. En una librería de su salón guarda ejemplares raros, ediciones traducidas a otros idiomas. Coreano, árabe, italiano, portugués… El escritor se detiene en una serie de cuentos. Abre uno. En la primera página, una anotación a lápiz le recuerda que es del año 2002. “Un profesor chino preguntó qué libros tenían éxito en España y le dijeron Fray Perico y el pirata Garrapata”, explica mientras pasa las páginas con pasajes en mandarín y en castellano. “Así que usó mis libros para enseñar español a sus alumnos de la universidad”.
Ojeados sus tesoros, se dirige a su despacho. Una habitación al lado de la cocina donde sigue escribiendo cada día. “Está hecha un desastre”, advierte. “Aquí se come, se plancha, juegan mis nietos. Yo ya ni ordeno, es una tomadura de pelo”, dice con resignación pero ni pizca de enfado. El lugar es pequeño. En el centro, en una mesa camilla con mantel tiene preparados recortes y papeles para ayudar a la memoria mientras habla de su vida y de sus libros.
Antes de que alguien le chivara a un profesor chino que las aventuras de unos franciscanos y los viajes por el mundo de un pirata se leían tanto en España como El Quijote, Juan Muñoz había sido maestro, había fundado varios colegios, había trabajado en lo que antaño era la seguridad social (el instituto de previsión) rellenando fichas con nuevos medicamentos, había regentado una tienda de electricidad, había trabajado en una academia… “Eran otros tiempos, se podían encontrar y tener varios trabajos a la vez”. Incluso había sido director de una rondalla y un coro escolar con el que había competido contra un colegio de franciscanos en el que destacaba un joven portento que después se convertiría en Raphael. “Alguna vez les ganamos”, cuenta con media sonrisa con regusto a victoria.
Pero si tiene que elegir una profesión, Muñoz es maestro y escritor. O al revés. Antes de que la colección de libros infantiles Barco de Vapor le premiara, ya escribía. Mientras sus alumnos hacían las tareas, él inventaba en un papel. La primera vez que se atrevió a sacarlos de casa fue en 1966. El día antes de que se cerrara el premio Doncel, se pasó la noche en vela –“con café y cigarros”- atando sus creaciones. “Maruja entregó los cuentos y gané”. Le cayeron 10.000 pesetas y un galardón de manos de Fraga Iribarne. “Para la época era bastante”.
Después llegó Fray Perico. Juan Muñoz y sus hermanos promocionaban un colegio que habían fundado al lado de la plaza de la Cebada de Madrid. El reclamo que usaron fue un nacimiento, con tanto éxito que ganó un premio. “Un inspector de colegios me regaló el libro Las florecillas de San Francisco”. Termina la frase y se levanta en busca del viejo galardón. Vuelve a refunfuñar por el desorden que solo él percibe. Y encuentra el trofeo. “Me hicieron mucha gracia algunos episodios. Así que parodiando un poco el libro, me inventé al personaje, un hombre muy inocente que quiere ser fraile”.
Durante los años ochenta y noventa ideó aventuras para sus dos personajes fetiche: fray Perico y el pirata Garrapata se convirtieron en largas sagas. Compartían protagonismo con Ciprianus, Gladiator Romanus, Baldomero el Pistolero o su favorito, Los trece hijos brutos del rey Sisebuto. Siempre cuentos infantiles. “Bueno, lo de para niños depende, los libros de Perrault también los leen los adultos”.
No dejó la enseñanza, aunque ya entonces dice que solo con los libros ganaba 50.000 euros al año. “Se podía decir que era rico, por ejemplo me compré unas parcelas en Ávila para hacerme otra casa”, cuenta. “Ya no. Ahora todo es el libro electrónico. Me he negado a firmar nuevos contratos para convertir mis textos. Solo es un 1% de beneficios. Para eso me lo hago yo”. Aunque reconoce que no se lleva muy bien con la tecnología. Nunca la ha necesitado. Juan Muñoz escribe a boli y luego Maruja le pasa los textos. “No he podido aprender, sé que es una vergüenza”. Del resto del éxito son corresponsables sus pequeños lectores y los profesores que recomendaban en sus aulas estas lecturas. Internet, en aquel momento, era solo un embrión. Tal vez por esta razón y como dice su ficha editorial: "Es uno de los autores españoles que más venden, aunque poco conocido".
El día lo reparte entre cuentos y charlas. Cada vez menos, dice. "Hubo una época que me pasaba las tardes recorriendo pueblos de Madrid. Los niños ahora tienen televisión, antes cuando ibas a leerles Fray Perico era lo mejor que les había pasado ese día". Detrás de él, siempre su mujer. Ya sea en un encuentro en un colegio en un viaje promocional hasta Beirut, allá va ella para acompañarle. Siempre a su lado. A mitad de la conversación, aparece por la puerta. Maruja tiene cáncer. Viene de lidiar con médicos y trámites. “Ya le he contado que tienes más moral que el alcoyano”, dice el escritor. Esta pequeña y vigorosa mujer, que no deja de sonreír, tampoco pierde el humor: “Me va a dar lo mismo”. “Mírala, está esplendorosa, mejor que yo”, apostilla el marido. Se despide rápido, tiene que seguir luchando con las recetas y con la vida.
De vuelta a la mesa camilla, Muñoz recuerda la anaquelería donde iba a buscar lectura en la casa de su infancia. “Mi padre no me dejaba leer”, cuenta, “manías de la época”. Aún así, cogía los libros hechos a partir de separatas de la prensa donde descubrió sus primeros cuentos. Después se pasó a Dickens y Stevenson. “He leído de todo, ahora menos porque no tengo tiempo, tengo que escribir”. ¿Y con qué está ahora? “Eso no te lo puedo contar”, dice con cara de pícaro.
Han pasado casi dos horas desde que empezamos a conversar. Vuelve a repasar sus papeles. Encuentra algunos de los relatos que publicó en ABC y en Ya. Aparece Las tres piedras, su primer cuento con premio. “Este para ti. Y tengo que dar otra serie de cosas, que ni hemos empezado”. Me da una lista de sus libros publicados, reseñas, un recorte de prensa del día que ganó el Cervantes chico, (el hermano pequeño del que recibieron Caballero Bonald y Ana María Matute) fechado el 9 de octubre de 1992. Y entonces el maestro se detiene. “Ahora sí, vete corriendo, que te van a poner falta”.
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