De Pablo Escobar, histórico narcotraficante colombiano, se ha hablado y escrito tanto que el personaje superó hace tiempo a la persona. Sobre el jefe del cartel de Medellín que llegó a ser diputado de Colombia y poner en jaque al gobierno, se han hecho películas, documentales y libros. Parece que siempre hay algo más que decir y, en ocasiones como ésta, que lo más interesante estaba todavía por descubrirse. Lo revela su hijo Juan Pablo Escobar en un libro que acaba de salir a luz titulado Pablo Escobar, mi padre.
El libro hace un recorrido por la vida del capo colombiano. Primero a través de los recuerdos de su hijo durante su infancia y después mediante una profunda investigación. De la primera parte, la referida a la niñez de Juan Pablo, el autor recuerda cómo creció en un contexto criminal:
Mi papá era el jefe del cartel de Medellín. Sus mejores amigos eran los peores criminales de Colombia. Y como a ningún niño le dejaban jugar conmigo, yo pasaba los recreos y las tardes con los hombres de mi papá.
Fue durante esta época –finales de los 70 y principios de los 80- cuando Pablo Escobar se aproximó a su cima de poder y fortuna. Su hijo recuerda en el libro que tenía tanto dinero que no sabía qué hacer con él. En las piñatas de las fiestas de cumpleaños, por ejemplo, en lugar de caramelos, el capo metía fajos de billetes. Y en estos años decidió construir la Hacienda Nápoles, la mansión en la que tenía elefantes, avestruces, rinocerontes, jirafas y todo tipo de animales salvajes, además de una colección de coches deportivos y otra de motos, dos jets y dos helicópteros.
Escobar traía tres avionetas a la semana desde Perú cargadas de coca base y otras tantas enviaba a Estados Unidos una vez sintetizada. Las ganancias eran inabarcables. La cocaína, según relata el libro, iba en fardos a través de barcos pesqueros que llegaban a Miami o en avionetas que soltaban la carga en pantanos de Florida. El hijo de Escobar hace una revelación sorprendente: asegura que el contacto del cartel para vender la coca en Estados Unidos era el cantante Frank Sinatra, muchas veces relacionado con la mafia italiana.
La insaciable actividad de la organización de Escobar volvió loca a la Drug Enforcement Adminitration (DEA), la agencia antidroga estadounidense. Sin todavía los medios actuales para combatir un fenómeno reciente y relativamente desconocido, Escobar -tal y como rememora su hijo en el libro- se jactaba de jugar con ellos. En una ocasión la DEA interceptó una partida de pantalones vaqueros impregnados de cocaína. El capo siguió enviando los siguientes meses los mismos vaqueros sin droga, solo para que cada semana los agentes tuvieran que registrar las prendas.
El colmo es que en 1981 Escobar comenzó una serie de viajes a Miami para supervisar personalmente el negocio y comprar propiedades allí. “Lo más increíble –cuenta su hijo- es que mi papá ingresaba en los Estados Unidos sin ocultarse. Llegaba a la aduana, enseñaba su pasaporte y le decían ‘bienvenido a los Estados Unidos señor Escobar”. En casi todos sus viajes el capo portaba cientos de miles de dólares que jamás le requisaron. La DEA buscaba desesperada al responsable de los envíos mientras éste entraba y salía de Florida como Pedro por su casa.
A estos viajes, tal y como recuerda su hijo en el libro, le acompañaba a veces el pequeño Juan Pablo. En una de las escapadas visitaron Disney World y en otra ocasión se les ocurrió conocer Washington DC, el epicentro de las agencias que le buscaban. Allá fueron Escobar, su mujer y el pequeño Juan Pablo. Los tres pasearon por Washington y visitaron la Casa Blanca. Era el año 1981. Fue en aquel viaje cuando María Victoria, su mujer, tomó la histórica fotografía. Pablo Escobar y su hijo se colocaron frente a la verja como unos turistas más y posaron frente a la casa del presidente Ronald Reagan. Como si tal cosa. Después continuaron su paseo. Y no a cualquier sitio: Escobar decidió visitar a continuación el edificio de la sede del FBI. En esta ocasión, como recuerda Juan Pablo en el libro, Escobar optó por usar un documento falso. Pero el hijo y la mujer entraron con sus identidades auténticas. Los tres completaron el tour guiado y se fueron. El narco más buscado del mundo visitó Washington, se fotografió delante de la Casa Blanca, recorrió la sede del FBI y volvió a su casa sin molestias. Un gesto épico que alimenta más si cabe su leyenda.
Después de aquello su figura se consolidó. Escobar se convirtió en uno de los hombres más poderosos de Colombia: manejaba el 80% del tráfico de cocaína del mundo, entró en política y extendió su exportación a Europa. ¿Adivinan con quiénes mantuvieron reuniones sus hombres para introducir la cocaína en Europa? Sí, con los clanes gallegos, especialmente con Sito Miñanco, su alter ego en miniatura en las rías gallegas. En 1984 todo frenó en seco tras el asesinato a manos de sicarios de Escobar del ministro de Justicia colombiano, Rodrigo Lara. El gobierno declaró la guerra a los carteles y sus dirigentes huyeron. Los de Medellín se instalaron en España mientras que a Escobar lo acogieron en Nicaragua. Todos regresaron al cabo de un par de años a Colombia y continuaron sus actividades. Sin embargo, con la guerra declarada al gobierno y con Estados Unidos cabreado por no haber conseguido la extradición, la impunidad de Escobar se vio reducida. Y capítulos de leyenda como hacerse una foto delante de la Casa Blanca no se volvieron a repetir.
Escobar murió en 1993 después de un tiroteo con el ejército en Medellín. La familia asegura que el capo se suicidó, pero la versión oficial señala que fue abatido. La foto en la Casa Blanca, eso sí, ya es eterna y no ofrece discusión. Una imagen de leyenda. En términos ciber-modernos, tal vez la troleada más grande jamás llevada a cabo.
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