La distancia que separa Pekín de Torre Val de San Pedro, en la provincia de Segovia, es de 12.000 kilómetros. De 25 millones de personas a 90 almas. De los Jiaozi (las empanadillas chinas) a la caldereta de cordero. Del licor Baijiu al vino con gaseosa. La transición desde China a España, sin embargo, es más fácil de lo que cabe imaginar.
Eso de llorar de alegría sucede pocas veces en la vida, así que tengo un recuerdo muy claro de la última vez que me ocurrió. Fue hace dos años. Por cosas de la vida acababa de abandonar Pekín y me dirigía a Torre Val con el coche cargado con las maletas de toda la familia, y entonces sentí que se me humedecían los ojos al fijarme en ese cielo azul intenso que pasaría a formar parte de mi vida a partir de entonces. Llorar ante un cielo azul es una cursilada salvo que hayas pasado un año en la sala de fumadores de un aeropuerto o que hayas vivido el #Airpocalypse, la etiqueta de Twitter que nació el espantoso día en que la polución en Pekín superó en casi 40 veces el límite recomendado por la Organización Mundial de la Salud.
A continuación haremos un recorrido de ida y vuelta desde Pekín a Torre Val, para comprobar que la adaptación puede ser sencilla, siempre y cuando aprendamos bien la fábula que leerás al final de este artículo.
1. La mascarilla
La mascarilla es a Pekín lo que la visera al norteamericano. O, si se prefiere, lo que el abanico a la señora de Torre Val de San Pedro (o La Torre, como lo llaman los paisanos) que espera en verano, sentada en el banco de piedra, su cita con el médico, que visita los miércoles de 12 a 2.
La contaminación en las grandes ciudades chinas ha sido portada en numerosas ocasiones en los medios, que suelen publicar terroríficas fotos del smog. De lo que no se habla tanto es de la humilde mascarilla, que enseguida se convierte en acompañante fiel de cualquiera que no quiera salir con los pulmones hechos trizas tras su estancia en el país asiático. Elegir la apropiada no es fácil, así que a lo largo del tiempo acabé reuniendo una colección que ya quisiera Michael Jackson. No conseguí ninguna, no obstante, con la que no se me empañasen las gafas y me picase la nariz. Igualmente complicado resultó encontrar una mascarilla apropiada para mi hija de seis años. “Hija, hoy procura no respirar mucho” es la broma con la que los expatriados nos despedíamos de nuestros niños al salir de casa por las mañanas.
2. La bicicleta (y el arte de la guerra)
Antes incluso que la mascarilla me compré una bicicleta. La bici es una prioridad porque el transporte público es una tortura y, como escuché alguna vez, coger un taxi en hora punta en Pekín es más difícil que conseguir hueco en un bote salvavidas del Titanic. A los taxistas les horrorizan los niños, que dan patadas y ensucian los asientos, y los extranjeros, que apestan a mantequilla (eso dicen) y no se les entiende. La combinación de ambos elementos resulta fatal.
En Pekín hay carriles bici en todas las calles. Sólo que por el carril bici también circulan motocicletas cargadas hasta los topes, peatones, autobuses urbanos o coches, y no siempre en el sentido que corresponde. A pesar de las dificultades, le cogí afición a pedalear y, durante mi estancia, pasee en bicicleta con lluvia, nieve, con una niña en el asiento de atrás, transportando la compra de la semana y, a veces, todo ello al mismo tiempo. El truco para salir ileso de este trance, al igual que de cualquier aventura en China, es hacer caso de las enseñanzas de El arte de la guerra: “Aquel que sabe cuándo puede luchar y cuándo no, obtendrá la victoria”. En este caso significa que cuando vas en bici, has de dejarte llevar y fluir con las masas. Otra cosa es suicida.
En La Torre también voy en bicicleta. Sólo que aquí, en lugar de esquivar autobuses y viandantes me cruzo con vacas y perros de pastores, que también tienen su aquel. No sé qué dirá El arte de la guerra a este respecto.
3. Las colas
1.500 millones es un número que no significa gran cosa fuera de contexto. 1.500 millones de granos de arena, 1.500 millones de hormigas, 1.500 millones de euros estafados aquí o allá, 1.500 millones de chinos. Pero prueba a salir al campo un día festivo en las inmediaciones de Pekín y te darás cuenta de lo descomunal de la cifra. No es inusual tener 75 personas delante de ti esperando en la cola del banco. O en el supermercado. No digamos ya en Ikea, donde hay tanta, tanta gente que acabas por confundir a una señora nacida en Guilin con el sofá Kivik.
Este apartado, por razones obvias, no tiene parangón en La Torre, donde a lo sumo se juntan diez o veinte personas, y eso en fiestas.
4. Las voces enlatadas
Advertencia en los cajeros automáticos: La división Chao Yang de la Oficina de Seguridad Pública de la Ciudad de Beijing te recuerda solemnemente, para aquellos que han recibido textos y llamadas de teléfono de extraños pidiendo la transferencia de dinero, por favor no escuchen, no confíen, no transfieran fondos, marquen 110 inmediatamente para informar del incidente a la policía para evitar que los engañen.
Cuando menos te lo esperas, te asalta una voz enlatada en Pekín. No sólo en el bus o en el metro, como cabe esperar; también en ascensores, supermercados, puestos de frutos secos o cajeros automáticos. Están por todas partes, y el deseo de saber qué demonios dice la voz enlatada del restaurante, por ejemplo, me llevó, entre otras cosas, a querer aprender algo de chino. Pronto te das cuenta, no obstante, de que antes aprenderías de memoria el directorio telefónico de Ciudad de México.
Cuando, varios lustros atrás, tomaba clases de inglés en una academia, seguíamos un popular método con viñetas protagonizado por un tal Arthur. Al pobre Arthur todo le salía mal. Se le quemaban las lentejas, perdía autobuses, le dejaba su novia, pisaba pieles de plátano. Arthur era un personaje entrañable con el que era fácil simpatizar. A su lado, aprendías casi sin querer. Nada que ver con el chino. Las frases no se construyen con nada que se asemeje a nuestra lógica, así que o las aprendes de memoria o no serás capaz de hacerte entender. Como dice la revista The World of Chinese, de donde está tomado el ejemplo de voz enlatada de arriba: “Aprende chino o muere intentándolo”. La tercera vía es marcharse a Torre Val.
5. Las farmacias
Las farmacias chinas son un encuentro entre Oriente y Occidente donde el ibuprofeno y los antibióticos se dan la mano con el Ziziphus spinosa, la Rosa rugosa, la Paeonia lactiflora y otras muchas hierbas con nombres que excitan la imaginación. Si la picadura de una araña permite trepar por edificios de 50 alturas, y un sorbito de poción acaba con el ejército romano, ¿qué no harán estas plantas?
Estos establecimientos catalogan en pequeños cajones, como los que usaban las farmacias de antaño, docenas de raíces y hierbas, muchas de ellas tremendamente difíciles de encontrar en cualquier otro lugar del mundo. La farmacéutica lee la receta y va abriendo cajoncitos de los que extrae pequeñas cantidades de raíces y hojas. Las pesa y coloca en pliegos de papel que luego dobla cuidadosamente hasta formar pequeños paquetes. Al llegar a casa, has de cocer durante largo tiempo esta mezcla antes de conseguir la poción que, en mi caso, supuestamente corrigió el “pulso débil” con el que me diagnosticó el doctor de medicina tradicional, un anciano de 100 años de largas barbas blancas (sí, piensa en Kill Bill) que también me observó la lengua y el blanco de los ojos.
En La Torre también hay farmacia: es el único comercio junto con el bar. La pequeña farmacia del pueblo vive su apogeo los miércoles a partir de las 2 del mediodía, cuando se marcha el médico y los paisanos van a comprar los medicamentos que les acaban de recetar. Si quieres saber algo sobre alguien o necesitas informarte sobre cualquier asunto (por ejemplo, a qué hora llega al pueblo el camión de la fruta) has de preguntárselo a la farmacéutica. Se hará de rogar inicialmente, pero terminará contándote mucho más de lo que quieres saber. Como en los últimos meses han ido falleciendo, uno tras otro, los ancianos (los principales consumidores de medicinas), la farmacéutica está considerando cerrar su negocio. La Torre perdería, así, su centro neurálgico, junto con el bar de la Marce.
6. El vino con gaseosa
En China hay un vino llamado Gran Muralla bastante conocido entre la comunidad española porque se elabora con uva de nuestro país, principalmente. Es malo malísimo, pero no tanto como el que se sirve –con gaseosa, por supuesto– en las fiestas populares de Torre Val para acompañar la caldereta de cordero, el plato único en cualquier celebración popular (¿he dicho ya que soy vegetariana?). De postre, copa de chocolate Danone.
En Asia uno aprende pronto que el único vino decente que beberá por allí es el que llevan los franceses a las fiestas, y que para beberlo necesitas aguantar largas conversaciones (en francés) en habitaciones llenas de humo sobre el nuevo chef (francés) que han contratado en el Hilton. Para beber buen vino en La Torre, has de irte a tu casa. En su bar, la Marce te sirve un botellín y, si está de buenas, unos torreznos que la gente se come mientras juega al futbolín y comparte chistes de este estilo:
María, ojalá todo fuese como antes.
¿Como cuando nos conocimos?
No, antes.
7. El camión del pan
Aunque sea en Torre Val, distinguir por los bocinazos la visita del camión del panadero y del frutero, del carnicero y del de los congelados, del que anuncia la reparación de canalones o del que tapiza sofás probablemente sea tan complicado como entender las voces enlatadas chinas a las que me refería antes. Se necesitan muchos, muchos años de entrenamiento para atesorar este arte. Y aun así las señoras del pueblo, esas que se abanican mientras esperan al médico en verano, todavía se confunden.
Yo, por mi parte, a menudo voy a por el pan y en su lugar me encuentro con Pepe, el de los congelados, que intenta convencerme para que me lleve una merluza que posiblemente pescaron en los tiempos de Mao. En esas ocasiones me toca coger el coche y conducir hasta el pueblo más cercano, donde hay un pequeño súper que despacha, además de pan, algo de fruta y un jamón de York que no se come ni el gato.
8. Las moscas
La vida en un pueblo está ligada a las moscas en verano y otros bichos de diferente tamaño el resto del año. Por ejemplo: el otro día descubrí, pegadas a los marcos de las ventanas, unas pequeñas caracolas, a falta de mejor palabra para describirlas, de color parduzco. Al romper una de ellas me encontré con docenas de minúsculas arañitas verde claro que movían las patitas al unísono. ¡Ah, el campo!
Mención aparte merecen los bichos grandes. Desde casa se escucha el canto del gallo, el mugir de las vacas y a veces hasta el relinchar de los caballos. En invierno, los gamos dejan sus huellas en la nieve, y a menudo puedo observarlos desde la ventana en los prados de enfrente. Son cosas que hacen la vida en La Torre más dulce y que compensan por el vino con gaseosa con torreznos y hallazgos como el de las pequeñas caracolas.
9. La chimenea
Siempre quise una casa con chimenea, ya que me parecía la condición número uno para vivir en un entorno rural. La chimenea es una quitapenas, como la visión de los gamos en el prado de enfrente. Una entra en casa aterida de frío después de caminar el par de kilómetros que a la máquina quitanieves se le ha olvidado recorrer y se sienta frente a la chimenea y se siente un poco como Thoreau. Como dejó escrito el pensador y naturalista estadounidense: “No podemos olvidar que durante tres meses la suerte de la humanidad está envuelta en pieles. Nuestro lujo no es oriental, sino boreal, alrededor de una estufa de hierro y un fuego”.
10. La fábula
Mulla Nasrudin, un personaje mítico de la tradición sufí, decidió sembrar un jardín con flores. Preparó la tierra y plantó un montón de semillas. Pero cuando las plantas crecieron, se encontró con que su jardín estaba lleno no sólo de las flores que había elegido sino también de dientes de león. Pidió consejo a otros jardineros y probó todo tipo de métodos para librarse de ellos, sin resultado. Finalmente, fue a la capital a hablar con el jardinero del reino. El sabio jardinero sugirió varias fórmulas para librarse de las molestas plantas, pero Nasrudin ya las había probado todas. Se sentaron en silencio durante un tiempo y, finalmente, el jardinero miró a Nasrudin y dijo: “Bien, lo que sugiero es que aprendas a amarlos”.
Después de vivir durante años en varias ciudades de Estados Unidos, en Brasil y Pekín, además de Madrid, La Torre y otros lugares menos exóticos, presiento que lo de menos es dónde te encuentras: con alguna mala hierba siempre te vas a topar, a no ser que, además de casa, también cambies de mente. El truco está en que aprendas a amarlas. Incluido el vino con gaseosa. Y los torreznos.
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