Hace un año me enteré de que me iba a mudar a un pueblo español de 5.000 habitantes. Y después me enteré de que iba a ser la única extranjera.
Lo recuerdo como si fuera ayer. Recuerdo comprobar mi email cada 10 minutos durante dos meses seguidos, esperando con impaciencia mi destino. El siguiente año de mi vida estaba por completo en las manos del gobierno español, y me parecía bien. De hecho, mejor que bien… ¿adónde me mandarían?
¿Sevilla?
¡¿Madrid?!
¡¿Barcelona?!
Y entonces me llegó el email...
¡Fregenal de la ¿QUÉ?!
SOCORRO. Resultados de Google: “Pueblo agrícola de 5.000 habitantes situado en la comunidad autónoma de Extremadura, España. Conocido por”... ¿su jamón?
Lloré un poquito. Me cuestioné mis decisiones vitales. ¡¿En qué demonios me iba a meter?! Aquí estaba yo, una chica del área metropolitana de Nueva York. Una chica que había sido becaria en la empresa de medios de comunicación más grande de Nueva York (¡un saludo a Clear Channel!), había trabajado en el backstage de conciertos en el Madison Square Garden, había asistido a la fiesta de cumpleaños del hijo de Puff Diddy (si quieres reirte, mira el minuto 4:14 de este episodio de Super Sweet Sixteen...) y me iban a mandar a VILLAOVEJA.
8 meses después y aquí estoy, intentando no llorar mientras meto mi bol de gazpacho personalizado en la maleta, envuelvo con papel de periódico las manualidades que me han hecho mis alumnos, lleno a rebosar los bolsillos de la maleta de paquetes de jamón y rezo porque a los de aduanas no les entre hambre y decidan quedárselos (y no me sorprendería que lo hicieran. Un buen español NUNCA desperdicia la oportunidad de comer un poco de jamón gratis...)
No solo he aprendido cómo es la vida en una cultura completamente distinta. He aprendido cosas sobre mí misma, sobre lo que realmente importa en la vida, y sobre las cosas de las que podría prescindir. Recuerdo justificarlo hace un año con “¡todo ocurre por alguna razón! El tipo de ahí arriba tiene que tener alguna razón...”. Pues si antes no creía en “el gran plan del Grandullón”, ahora sí. Me siento más que bendecida por haber tenido esta experiencia que ha cambiado mi vida, en la que me he sumergido en un mundo completamente opuesto al mío. Podría hablar horas y horas sobre lo increíble que ha sido mi estancia aquí, pero nadie tiene tiempo para eso. Así que he intentado condensar mi experiencia en una lista buena, bonita y a ritmo de ciudad.
9 maneras en las que mi pueblo ha cambiado pa’ siempre mi perspectiva sobre la vida
1. Saludar a desconocidos por la calle no da miedo
En la ciudad tenemos la mala costumbre de evitar por todos los medios el contacto visual con los transeúntes. Cuando vamos por la acera, no tenemos visión periférica. Solo existes tú, lo que está justo delante de ti y los cordones de tus zapatos (a los que os miráis a los pies para no tropezaros... me declaro culpable). Llegamos incluso a mirar nuestros mensajes inexistentes en el móvil o a buscar en el bolso algo que no necesitamos. Todo para evitar un potencial segundo o dos de contacto visual. Bueno, ¿quieres saber qué pasa en un mundo en el que la gente intenta establecer contacto visual? Que dices... HOLA. Una locura, lo sé. Cuando llegué a Fregenal me confundía por qué todo el mundo me decía “hola”, “adiós” o “buenas” al pasar. ¿Me conocían todos? ¿Nos habían presentado sin darme cuenta? Estaba muy confusa, y quizá hasta me resultaba un poco inquietante. Ocho meses después, le digo “hola” a todo el que se me cruza. Como si es un abuelito con un bastón al que le falta un diente (hay muchos de esos aquí), o dos adolescentes cotilleando en español a la velocidad de la luz... les caerá un gran HOLA. ¡Y hasta una sonrisa! Porque ¿sabes qué? Sí que te alegra bastante el día.
2. Lo que sea que necesites AHORA puede esperar
Los que somos de la acelerada Nueva York, si queremos algo AHORA, lo tenemos. Y si no... Bueno, mejor no te cruces con nosotros. Esa era la mentalidad tan impaciente que tenía hace tan solo 8 meses. Y fue una de las cosas que más me costó cambiar. Tanto si tardo unos dos días entre lavar y secar la ropa, como si el cajero decide ponerse al día con toda la vida de la clienta que va delante de mí, o si el camarero se olvida de mi existencia... lo que sea, lo conseguiré. Al final. La paciencia es realmente una virtud, y no vale la pena subir mis niveles de cortisona por conseguir nada 5 minutos antes.
3. Un horario fijo de comidas es lo mejor del mundo
Y aquí, es el único horario que existe. Como te lo cuento, ¡las prioridades de la gente de aquí son las correctas! No, en serio. ¿Recuerdas cuando llevaba un mes aquí, que escribí aquel artículo sobre los horarios de las comidas y las siestas? En ese momento lo odiaba. No, lo despreciaba. Lo recuerdo como si fuera ayer -eran las 7.30 de la tarde y quería un bocadillo. Así que, como haría toda persona hambrienta con algo de lógica, fui a un restaurante y pedí un bocadillo. ¿Sabes lo que me dijeron? NO. No podía tener mi maldito bocadillo. EH PERDONA LA ÚLTIMA VEZ QUE LO MIRÉ ESPAÑA ERA UN PAÍS LIBRE. Bueno, lo es, mientras no intentes meterte con sus horarios de comidas. Porque las 7.30 es la hora “del café”, y con el café no hay bocadillos. Solo galletas. Espera a las 9.30, la hora de la cena, me dijo. Bueno, vale, si quieres ver desmayarse a una chica...
Tardé unos siete de mis ocho meses aquí en comprenderlo. Pero he llegado a apreciarlo, e incluso ha llegado a gustarme. La hora de comer es tan estricta porque comer es una actividad que las personas hacen juntas. Es un momento para sentarse con las personas a las que quieres, compartir comida, conversación, y hacerlo de forma relajada. Y el horario no te deja otra opción que hacerlo. Lo que me lleva a...
4. Si compartes comida, no te morirás de hambre
Como producto del mundo occidental que soy, era muy territorial con mi comida. Era como un animal en la selva; tocas lo que hay en mi plato, te arranco la mano de un mordisco. Y si es el mejor trozo, adiós a tu cabeza. Bueno, pues si quería hacer amigos, me di cuenta de que tenía que cambiar esta mentalidad. Y rápido... La cultura española de las “tapas” gira entorno a compartir. Por lo tanto, no hay ningún tipo de límites en cuanto a tocar el plato del otro. ¿Recuerdas cuando un camarero se comió un pescado de mi plato? Me quedé en shock total. Pero en realidad no está tan fuera de lugar en la cultura española. Compartir es querer, y la comida es un placer; así que compartir comida es un placer. ¿Y lo más increíble de todo? He llegado a creérmelo de verdad. Mi nivel de estrés ya no se dispara cuando te veo acercar la mano a mi plato. Así que, amigos americanos, buenas noticias... cuando vuelva a casa, podréis comer de mi plato. E incluso el mejor trozo. Mientras yo pueda coger el vuestro.
5. La diversión no acaba cuando cumples los 30. O tienes hijos
El verano pasado, trabajé para una campaña de márketing estadounidense cuyo eslogan era “ya dormirás a los 30”. Era una marca de licor que promocionaba la idea de los 20 son para divertirte, y a los 30 acaba la diversión. Esta es básicamente nuestra mentalidad en Estados Unidos. Después de graduarme en la universidad, recuerdo estar sentada en el sofá de mi piso con mis 4 mejores amigos. Estábamos llorando a moco tendido, lamentándonos porque se nos acababa la diversión para siempre... LOL. ¡¡¡Teníamos 22 años!!! En EE.UU. tememos hacernos mayores porque con la edad llega la responsabilidad, más “reglas sociales”, y menos diversión. ¿Pero por qué tiene una que influir en la otra? En mi pueblo es todo lo contrario. De hecho, la gente más desmadrada que he conocido aquí tiene más de 40. ¿Y el rey de las fiestas? Tiene 50 años y tres hijos. Fuera prejuicios. La vida está para divertirse. ¡Y mi vida acaba de empezar!
6. No hace falta emborracharte para divertirte
A lo mejor esto es por lo que los españoles pueden divertirse toda la vida. Me gradué en una de las universidades más fiesteras de EE.UU. La mentalidad era que si no podías beber, no salías. O chupitos o agua. Una noche de fiesta normal en América va así:
Chupitos de alcohol antes del partido. Cuando estás lo bastante borracho, ir a un bar. Beber más. Después, ir a la discoteca. Más chupitos. Al borde del desmayo. Triunfo. Ir a casa.
MAL MAL MAL. GENTE. ¡¿QUÉ FUE DE DISFRUTAR DE LA COMPAÑÍA DE LOS DEMÁS?! En serio. La gente de mi pueblo bebe. Pero no para emborracharse. Para socializar. Y si pasa que te emborrachas, pues pasa. Pero a un ritmo natural y humano. Eso explica por qué la gente en EE.UU. dura hasta las 2 de la mañana, mientras que aquí la gente sale hasta el amanecer. ¿Y lo mejor? Puedes ver el amanecer con tus personas favoritas…
7. No hay nada más bonito en este mundo que una puesta de sol española
Sin palabras.
8. El español es mucho más sincero
Sí, he aprendido a hablar español con soltura. Pero lo que es mejor, he aprendido a hablar con sinceridad. No hay forma de andarse con rodeos en español. Un chico gordo es un chico gordo. No está un poco rellenito, está gordo y ya está. Lo sabe él, lo saben sus padres, y no pasa nada. Uno de mis alumnos respondió de verdad a “¿Cómo estás hoy?” con “Estoy gordo”. LOLOL. ¡Pero lo sabe! Y pasa lo mismo con los negros, que se llaman negros. No hay un nombre “políticamente correcto”, como “afroespañoles”. La gente aquí es sincera consigo misma, probablemente gracias a lo sensual del idioma. Deja de ir de puntillas culturales y simplemente dilo.
9. Lo que importa es la gente
Hay nueve restaurantes, dos bares “guays” y dos tiendas de ropa en mi pueblo. No hay cines, ni centros comerciales, ni discotecas. Mi piso no tiene secadora, ni calefacción, ni aire acondicionado, ni horno. Y he pasado uno de los años más increíbles de mi vida.
Una tarde de febrero, perdí mi cartera. En menos de 5 minutos desde que me di cuenta, el pueblo entero entró en alerta. Las madres de mis alumnos salieron pronto del trabajo para buscar por las calles, el director del colegio paró las clases para ejecutar una búsqueda y rescate, y la policía vino A MÍ. Tres meses después, todavía me paran desconocidos por la calle para preguntarme “¡Casie, hola! ¿Has encontrado tu cartera?” No, María, no he encontrado mi cartera, pero gracias por preguntar...
Esta gente es increíble de verdad. Pero INCREÍBLE. Al ser del área metropolitana de Nueva York, estoy acostumbrada a que la gente viva por y para sí misma. Si perdiese la cartera en la Gran Manzana, me llevaría muchos “¡oh, vaya, pues qué mal!”. Mi mayor shock cultural en Fregenal fue la impresionante sensación de comunidad. La gente se preocupa de verdad por los demás.
Nunca he conocido a gente tan acogedora, feliz y genuinamente atenta en mi vida. Conozco a la gente de esta comunidad desde hace 8 meses; la mitad de los cuales, podía comunicarme a duras penas. Aun así, siento como si tuviera 5.000 nuevos familiares hispanohablantes (cursi a más no poder, lo sé. ¡Pero es VERDAD!)
He forjado amistades que sé que nunca olvidaré, con mayores y pequeños; un grupo increíble de 20 mejores amigos, una pareja de casados que regenta una piscifactoría, y un mejor amigo que ha sido mi Ángel los últimos 8 meses. Y resulta que se llama Ángel... ¿no es IRÓNICO? Ah, ¿y lo más loco de todo? Todos estos lazos que he formado han sido en español.
Podría seguir hablando horas y horas. Pero voy a acabar con este (ñoño) pensamiento final:
La lección más importante que he aprendido es que la felicidad no tiene que ver con el dinero. No tiene que ver con el bar pijo o el restaurante de moda. Sino que está en la gente con la que la compartes. Está en la gente que se sienta a tu mesa. Dónde estéis no es tan importante.
Gracias, Fregenal. Me has enseñado de qué va en realidad la vida y, por eso, TE QUIERO MUCHO.
¿Y en cuanto a Nueva York? ¡Allá voy! Señoras y señores, pueden esperar un post sobre el “choque cultural inverso” en cualquier momento...
[Actualización: Después de tres años viviendo en España, Casie Tenner se mudó de vuelta a Estados Unidos. Pero antes escribió este artículo como despedida: Soy de Nueva York y así me ha cambiado la vida pasar tres años en España]
(Artículo originalmente publicado en A Wandering Casiedilla y visto en Menéame. Traducción de Eva Millán)
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