Siempre se ha hablado de política en el bar del Tío Cuco, y esta semana, si es posible, todavía más.
Después de la emisión del Salvados del domingo, con unos asombrosos cinco millones de espectadores asistiendo a un inusual debate político sin tiempos medidos ni tribunas, han sido muchos los que se han acercado a ver el escenario del encuentro entre Albert Rivera y Pablo Iglesias de cerca. En la mañana que pasamos allí, este miércoles, nos encontramos con un grupo de funcionarios que han ido a tomarse el café y sacarse la foto en la mesa del encuentro, un vecino del barrio que llevaba quince años sin ir y al ver el debate reconoció el bar de su infancia, numerosas personas que al pasar por la puerta reconocen el interior y aprovechan para fotografiarlo y otros que, sorprendidos por la presencia de la cámara, inquieren qué hacemos allí. “Ah, por lo de la tele”, comentan con tranquilidad.
Los habituales del Tío Cuco se toman el interés generado con una mezcla de curiosidad e indiferencia. Algunos se interesan por el medio y por cuándo se podrá ver, por si salen ellos, y otros huyen de la cámara. La que atiende a todos con paciencia infinita es Cecilia, la propietaria del bar desde que lo heredó de sus padres quince años atrás, tras vivir durante una época en Lisboa. Muchos le han comentado que da muy bien en cámara y que hablaba con mucha claridad con dos de los candidatos a futuro presidente del gobierno. Ella no ha visto el programa todavía, en parte por falta de tiempo. Sí estuvo atenta durante las casi cuatro horas que duró la grabación del debate-conversación entre Rivera e Iglesias: “Me sorprendió su buena sintonía”, comenta mientras sirve cafés en vaso y prepara bikinis (sándwiches mixtos) a la clientela.
Le ha quedado de recuerdo la mesa en la que se desarrolló el debate. Como el bar del Tío Cuco sólo tiene mesas rectangulares y su tamaño no era apropiado para una conversación a tres ante una cámara, la producción de Salvados trajo dos tablas redondas de una formica muy similar a la de las mesas e instalaron una, sin atornillarla siquiera. Por eso vibraban tanto los vasos de café cuando Pablo Iglesias golpeó con el puño la mesa.
Ante la sugerencia de añadir algún cartel que señale “el asiento de Pablo” o “el asiento de Albert”, Cecilia sonríe con ironía. “Hasta han venido a preguntarme cuál es la especialidad del bar”, nos cuenta. Tiene muy claro lo que piensa, pero es discreta. Con sensatez, sabe que el interés por el local pasará rápido, aunque ahora no deje de generar sorpresas.
Cecilia no ha tocado la imagen de su bar desde su inauguración en 1976. Y sabe que esa imagen ha pasado, de una rocambolesca manera, a la posteridad. Con sus baldosas, su formica y sus lámparas de los 70, forma parte ya de un pequeño capítulo de la historia de la televisión de nuestro país y también otro de la comunicación política, igual que la tan comentada en su día cocina de Pablo Iglesias.La escena de dos de los representantes más emblemáticos de los trascendentales cambios políticos de nuestros tiempos sentados a ambos lados de Jordi Évole en el contexto del Tío Cuco tiene una fuerza icónica que hará que permanezca en nuestra memoria mucho después de que las papeletas de las futuras elecciones sean destruidas.
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