Yo trabajaba como programador informático en el Banco Pastor cuando sufrí el accidente que me tuvo 15 años en coma. Entonces, en mi trabajo, me ocupaba de ordenadores gigantescos que funcionaban con tarjetas perforadas, nada que ver con los pequeños portátiles de ahora. Pero este no es el único contraste con el que me encontré al despertarme. Es increíble lo que cambió el mundo desde 1987 a 2002, el año en que volví a nacer.
A mí lo que más me gustaba era la velocidad. Incluso llegué a ganar la vuelta motociclista a Galicia y estuve viajando con mi BMW 1000 RS por países como Escocia, Grecia, Alemania o Italia. Precisamente, el exceso de velocidad fue la causa de mi accidente. Me dirigía hacia Santa Cristina, que en aquella época era la zona de fiesta para los coruñeses, con dos chicas y otro chico en mi Renault 5 GT Turbo. Pero en una curva perdí el control y nos estrellamos contra el muro de un reformatorio. Murió una de las chicas y yo, a mis 32 años, quedé en coma.
No recuerdo nada de aquellos momentos, pero debía estar muy mal, porque mi padre incluso llamó al cura del hospital para que me diera la extremaunción. Sin embargo, ahí aguantaba. Al ver que mi estado no mejoraba, los médicos le preguntaron a mi padre si querían desconectarme. Pero él, que era muy católico, dijo que Dios era el único que podía quitar una vida. Gracias a esa convicción, ahora puedo contarlo. Años más tarde, en 2009, se habló mucho del caso de Eluana Englaro, una italiana que pasó 17 años en coma y a quien su padre quería practicar la eutanasia. Mi padre insistía en que no debían hacerlo, y después de lo que me ocurrió a mí, cualquiera le llevaba la contraria.
Pero lo cierto es que mi caso debe ser uno entre un millón, como me dijeron una vez en el hospital de Santiago. Desde luego, yo no he conocido nunca a nadie que viviera algo semejante. Me cuentan que mi madre pasó todo el tiempo a mi lado, en el hospital, hasta que un día de 2002 abrí los ojos. En ese preciso instante tenía a mi hija delante. "¿Tú eres Almudena?", le pregunté. Cuando perdí la conciencia mi hija tenía 12 años, pero al despertar era una mujer de 28. Imagínate el susto y la alegría que se llevó. El cerebro es algo increíble.
La cara de mi hija es el primer recuerdo que guardo de mi nueva vida. Y a continuación llegó la tarea de adaptarme a todas los cambios. El primero, la moneda. Cuando tuve el accidente se usaban las pesetas, pero al despertar la gente ya pagaba con euros. Fue como despertar en un país extranjero con otra divisa. Al salir del hospital también pensé que todo el mundo se había vuelto loco porque les había dado por hablar solos. Pero claro, es que yo nunca antes había visto un teléfono móvil. Y también tuve que ponerme al día con la geografía: ya no existían la URSS ni Checoslovaquia ni Yugoslavia. Pero bueno, pude acostumbrarme a todo sin demasiado esfuerzo.
Me llamó mucho la atención cómo se había disparado el número de coches en A Coruña. ¿Es que habían empezado a regalarlos? Todo estaba lleno de aparcamientos subterráneos. Y las zonas por las que yo iba a montar con mi moto de repente estaban urbanizadas. Me sentía como un forastero en mi propia ciudad.
También tuve que acostumbrarme a mi nuevo físico: la primera vez que me enfrenté a un espejo me di cuenta que mi pelo se había vuelto blanco. La ropa previa al accidente tampoco me valía porque la medicación me había hinchado (por no hablar de que todo estaba muy pasado de moda, claro). Pero esos 15 años tuvieron una ventaja y es que no me salió ni una sola arruga. Pasé tanto tiempo sin ejercitar mi rostro que ahora aparento menos de mis 60 años.
Al recuperarme me dieron la invalidez permanente absoluta, por lo que nunca volví a trabajar. Habría sido una labor titánica ponerme al día en mi trabajo, porque si hay algo que avanzó en aquellos 15 años, eso fueron los ordenadores. Eso sí, ahora me aburro muchísimo. A las diez de la mañana ya me he leído toda la prensa y me he tomado cuatro cafés. Además, casi no puedo dormir. Se ve que durante aquellos quince años agoté el cupo de sueño. La mayor parte de mis amigos todavía están trabajando, así que me paso el día viendo vídeos musicales. De verdad, no me explico cómo hay gente quiere vivir sin trabajar. Eso aburre mucho, créanme.
De los 15 años que pasé en coma, lo que más echo de menos es haberme perdido los primeros triunfos del motociclismo español. Antes de mi accidente, siempre ganaban pilotos extranjeros como Randy Mamola. Por suerte, esa costumbre de ganar títulos aún dura con Marc Márquez y Jorge Lorenzo. Aunque a veces, cuando veo las carreras, se me caen las lágrimas. Es una de las cosas que más me pesan del accidente: las secuelas me han impedido subirme nuevamente a una moto. Ahora estoy pensando en hacerme con una de tres ruedas para matar el gusanillo. Al menos, desde mi recuperación sí que he podido coger el coche. Y si antes de mi accidente me tocaba cambiar el aceite cada 5.000 kilómetros, ahora lo hago cada 30.000. Es otra cosa en la que hemos evolucionado.
Pero tampoco voy a quejarme mucho: ahora echo la vista atrás y pienso que aproveché muy bien mis 32 años de vida antes del accidente. Mi actitud ante la vida siempre fue de "A vivir que son dos días". Y pese a haber perdido 15 años por culpa de aquel accidente, puedo decir que he aprovechado bien mi tiempo.
Texto redactado por Álvaro Llorca a partir de entrevistas con Miguel Parrondo.
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