Mi esposo Jorge y yo podemos tardar meses en planear un viaje o decidir qué auto debemos comprar, pero tuvimos tres semanas para decidir si queríamos ser padres. Fue en marzo de 2011 durante una reunión familiar, que el tema salió a colación por primera vez. “¿Quieren tener hijos?” No recuerdo quién lo preguntó pero todos querían saber la respuesta. “Sí, nos gustaría adoptar, pero no de inmediato”, respondió Jorge. En realidad no estaba en nuestros planes. Con trabajos tan demandantes—yo, periodista y él, empleado bancario—tener hijos parecía una idea descabellada.
Dos meses después, un domingo a las siete de la mañana, mi hermano Luis Enrique me llamó por teléfono:
—Oye Antonio, ¿tú y Jorge quieren adoptar?
—Eeeh...ahorita, ahorita, no—respondí. No entendía por qué me estaba preguntando eso un domingo en la mañana.
—Es que conozco a una persona que quiere dar a su hijo en adopción, ¿cómo ves?
—No sé, danos chance de pensarlo.
—Cuanto más rápido tomen la decisión, mejor.
Ese día, Luis Enrique nos invitó a comer a su casa. Ahí nos dijo que una empleada de su empresa estaba embarazada y por complicaciones en su vida no podía cuidar del bebé. Le había propuesto a mi hermano y a mi cuñada ser los padres adoptivos, pero ellos no tenían las posibilidades financieras para criar a otro niño. Luis Enrique le preguntó si consideraría otorgarle la paternidad a una pareja gay. Ella dijo que sí, que lo único que importaba es que los padres le dieran amor y todo lo que ella no podría darle.
Tres semanas para decidir. Dedicamos cada hora del día a discutir el tema. Jorge siempre ha sido más práctico que yo. Mientras yo pensaba en opciones de universidad para nuestro futuro hijo, él me recordaba que no podíamos emocionarnos tan pronto. La madre aún podía cambiar de parecer, no quería hacer planes de algo que aún no era concreto. Pero dejamos las dudas a un lado cuando vimos un corazón latir a través del monitor del ultrasonido. Ese día, ambos experimentamos un embarazo psicológico.
El proceso de adopción avanzó de forma fluida, gracias a que la madre nunca cambió de parecer y colaboró al 100 % con las autoridades. Muchas personas critican a las madres que dan sus hijos en adopción, pero para mí lo que ella hizo fue el máximo acto de amor, algo que siempre valoraremos.
Mateo nació el 22 de agosto de 2011, un mes antes de lo calculado. Al día siguiente lo recogimos a las 11 de la mañana. Yo no me atrevía a cargarlo. Era tan pequeño y delicado que sentía que le podía hacer daño tan solo con tocarlo. Tuve que sacudirme el miedo porque en ese instante, el bebé era nuestra responsabilidad. Sin haber leído ninguna guía o tomado algún curso de entrenamiento, iniciamos nuestra vida a cargo de un recién nacido. Le cambiamos su primer pañal y de ahí pa’l real.
Yo dejé de trabajar ese año para dedicarme de lleno al cuidado de Mateo. Jorge dice que no es activista pero consiguió que su empresa le diera los mismos derechos de incapacidad que una madre adoptiva. Hicimos lo que todos los padres primerizos hacen: le pedíamos mil consejos a otros padres, le hacíamos mil preguntas a la pediatra, lo mirábamos toda la noche para cerciorarnos de que respiraba, nos angustiamos cuando se enfermó de reflujo, aunque no fue grave. No encuentro la diferencia entre esta experiencia y la de una pareja heterosexual, ni mejor, ni peor.
Pero de vez en cuando notamos diferencias cuando salimos de nuestro hogar. Un día fui con Mateo a un restaurante del centro de la Ciudad de México. El bebé necesitaba un cambio de pañal, pero no había una mesa cambiadora en el baño de hombres (algo que ya existe en la mayoría de los restaurantes de franquicia). Le pedí al gerente permiso para entrar al de mujeres. Recibí un rotundo no. “El baño de las damas es únicamente para las damas. Si quiere puede cambiarlo ahí”. Apuntó hacia una banca en el pasillo, muy cerca de los comensales. No tuve alternativa más que cambiarlo ahí, enfrente de todos. “Si no quieren ver la popó de mi hijo, convenzan a este señor de que me deje entrar al baño de mujeres”, les dije a los quejosos.
No queríamos que Mateo estuviera expuesto a esos prejuicios a tan temprana edad. Por eso y muchos otros factores, recorrimos más de 25 escuelas, siempre fijándonos que no hubiera muchas cruces colgadas en la pared. En las entrevistas con los directores nunca oculté mi preocupación de la discriminación que podía sufrir Mateo por tener dos papás. Una de esas directoras me dijo que es más común que los niños se burlen de otros porque usan lentes o están chimuelos que por su situación familiar. Me aseguró que en su escuela la discriminación no se toleraba y que cuando sucedía, siempre buscaba estrategias para acabar con ella. Nos convenció y para nuestra suerte esa escuela está a dos cuadras de nuestra casa.
Cuando Mateo comenzó el kinder, revisamos el material escolar. En algún punto del año, los niños tendrían que hacer su árbol genealógico a partir de figuras que él debía recortar de un libro. “Tenemos que hablar con él antes de que le pidan hacer el ejercicio”, le dije a Jorge. Pero se nos olvidó. Un día, en el auto, Mateo dijo: “¿Verdad que tengo dos papis?” Jorge y yo nos quedamos fríos. Había llegado el día que tanto temíamos. Pensamos que algún niño le había comentado algo, pero luego Mateo nos mostró su árbol genealógico con las figuras de dos papás. Más tarde, su maestra nos explicó que Mateo le dijo que él tenía dos papás y en el libro de recortes solo existía la opción de mamá y papá. Ella le dijo que tenía razón y creó una segunda figura de padre para Mateo. Lo que creímos que sería todo un conflicto, resultó ser una cosa de nada para él.
Nunca le hemos mentido a Mateo. Él sabe que es adoptado, pero creemos que aún no es el momento para explicarle a fondo lo que eso significa. De todas formas, él ya ha encontrado la manera de explicar cómo llegó al mundo: “Diosito me soltó y mis papis me cacharon y me adoptaron”. Él no se ve distinto de los demás. Convive con familias homoparentales, heterosexuales y de un solo padre. Para él no existe un solo tipo de familia o una familia normal. Podrá haber prejuicios allá afuera , pero lo más importante es que él entienda que siempre debe respetar a los demás.
Aunque Jorge y yo somos los padres de Mateo, no somos los únicos que lo criamos. Hemos formado un sistema de apoyo con nuestra familia, en especial con su tía Wendy y su tía Rocío. Es la única forma de sobrevivir, los padres deben quitarse la idea de la cabeza de que solo ellos son responsables de la crianza de sus hijos. Hay que saber pedir ayuda.
En la familia tenemos un mantra, que Mateo ha memorizado: “Si practico, aprendo y si aprendo, me hago más listo”. No solo es una lección para él, porque Jorge y yo seguimos aprendiendo. Un tarde en el supermercado, andaba de travieso y corrió sobre un piso resbaloso y se golpeó la cabeza contra un refrigerador. Jorge le dio una nalgada aunque nuestra política es nunca pegarle. Fue una reacción del momento. Ese día los tres hablamos de lo que había pasado y aprendimos de nuestros errores. No sé si otras familias lo hacen, pero a nosotros nos ha funcionado.
Nuestra vida de gais libres, con vidas flexibles ha quedado atrás. Mateo nos ha obligado a tener una vida disciplinada, con horarios y desconexiones del trabajo, el celular y el internet. Eso puede ser muy difícil, pero nos queda claro que es más importante ayudarle a inflar una pelota que responder un correo o atender una llamada. Jorge y yo podremos tener nuestros altibajos, incluso un día el amor entre nosotros podría terminar. Pero ambos sabemos que a partir de ahora todo lo que hacemos será por Mateo. No importa lo que pase.
Texto redactado por Mónica Cruz a partir de entrevistas con Antonio Medina Trejo y Jorge Gabriel Cerpa Velázquez
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