El pasado 19 de junio era un día importante para mi equipo de fútbol, el CD Algar (Murcia); nos jugábamos el ascenso a tercera división contra el SFC Minerva. La victoria nos daría la gloria y la derrota sería algo duro de digerir, pero al final no pasó ninguna de las dos cosas. Durante el minuto 28 me desplomé en pleno partido y sufrí cuatro paradas cardíacas.
Yo mismo he podido verlo en un vídeo que han subido a YouTube. Entraba en parada, me hacían un masaje cardíaco, me daban una descarga que me causaba espasmos, me levantaba del suelo medio metro y vuelta a empezar. Así cuatro veces seguidas hasta que llegó la ambulancia.
Recuerdo con detalle todo lo que hice durante el día. Me levanté, saqué al perro a pasear, comí, me puse 300, la película que siempre veo antes de los partidos para motivarme, y fui al bar donde nos reunimos los jugadores. En el campo reservé una entrada para mi novia y mi amigo antes de ir al vestuario a cambiarme. Recuerdo que decidimos la alineación, pero hasta ahí llega mi memoria. Desde ese momento todo está en blanco y solo sé lo que pasó porque me lo han contado.
Mis compañeros dicen que me vieron hacer cosas raras, pero como era un día en el que todos estábamos nerviosos y cada uno lo expresaba de una forma, no le dieron importancia. Yo, que soy de los que no paran de hablar, no pronuncié palabra durante el entrenamiento y la media hora de partido, y en el vestuario me puse a dar vueltas en redondo descalzo.
En el calentamiento salí de sprint. Iba pasado de vuelta, según me han contado, y durante el partido yo mismo he podido ver en el vídeo que en el saque de banda voy con demasiada fuerza. Mi preparador físico se quedó preocupado en una jugada en la que, mientras corría, me quedé mirando al banquillo. Mis ojos pedían socorro, dice él. Al momento me desplomé, me levanté y me puse a correr. Segundos después me volví a desvanecer.
Mi novia, a escasos 10 metros de donde caí, tuvo un ataque de ansiedad y mi mejor amigo, que al principio intentó tranquilizarla, lloraba. La gente se llevaba las manos a la cabeza, sollozaban. Un compañero se tiró al suelo desesperado. El portero se puso de rodillas a rezar. En esos momentos yo estaba muerto.
Por suerte, en el campo había varios ángeles de la guarda que consiguieron mantenerme con vida. Las gradas estaban a rebosar y entre el público había un médico, Paco Belda, que se hizo cargo de la situación. Francisco, que trabaja en el 061 y ese día estaba de baja, Maite, que es la novia de un compañero y es enfermera, y Nacho, que también estaba en las gradas, se fueron turnando para hacerme masajes cardíacos. Cristóbal, mi entrenador físico, fue a por el desfibrilador y volvió en 20 segundos en una carrera de olimpiada. Gracias se queda corto para expresar lo que siento hacia ellos. Siempre serán personas especiales en mi vida. Los médicos no se explican cómo sobreviví; para mí fue un milagro.
En los estadios de fútbol pequeños como el nuestro no hay enfermería, solo un botiquín. Lo que nosotros sí teníamos es un desfibrilador, por suerte o, más bien, por el empeño del presidente del club, Antonio Pérez de Tudela. Todo el mundo se negaba a gastar los 1.300 euros que cuesta, pero gracias a su cabezonería lo recibimos en abril. Yo tardé poco en estrenarlo.
A pesar de que el partido se preveía calentito por la rivalidad entre los dos clubes, no había ninguna ambulancia en el campo o preparada para salir hacia allí en caso de emergencia. Es una cuestión de dinero -¿quién lo paga?-, pero parece que para enviar a unos seis coches de la Guardia Civil no hubo problemas de financiación. A mí esto me parece inaceptable porque por muy cara que sea una ambulancia o un desfibrilador, no son más caros que lo que vale la vida de una persona. Si me llega a pasar en otro campo no lo cuento.
La ambulancia tardó unos 20 minutos en llegar para trasladarme al Hospital Santa Lucía de Cartagena. Allí me ingresaron en la UCI, donde permanecí durante dos semanas. Al principio no daban un duro por mí. Estuve cinco días en coma inducido, un tiempo muy duro de angustia, nervios y paciencia para mi familia y allegados, que no sabían si conseguía sobrevivir y si tendría secuelas. No las tuve. Una de las primeras cosas que hice al despertarme fue pedir un kebab con una Coca-Cola.
Al final estuve 42 días ingresado, hasta el 28 de julio. Me hicieron todo tipo de pruebas y aún no tienen claro qué me pasó. En mi caso tienen varias hipótesis, pero cada médico tiene la suya propia. En el hospital me estuvieron monitorizando a diario para estudiarme y buscar alguna pista, porque tengo 20 años, no fumo ni bebo, y una prueba que me hice hace dos años decía que tenía el corazón perfecto, musculoso, aunque mi padre falleció hace cuatro años también por problemas cardíacos.
Ahora llevo un DAI (Desfibrilador Automático Implantable) en el pecho. Me encuentro perfectamente. Jugaría esta misma tarde, pero los médicos me han dicho que no haga ejercicio en los próximos seis meses y que me olvide de la competición. Así que por ahora me tengo que conformar con seguir los entrenamientos como preparador físico. Me muero de envidia, la verdad, pero esta experiencia, que por suerte puedo contar, me ha enseñado muchas cosas.
Lo más importante que he aprendido es que en cualquier momento todo se puede perder. Por eso conviene tenerlo todo arreglado, que no es otra cosa que no irte a la cama enfadado con las personas que quieres, no vivir con rencor y tratar de estar en paz con uno mismo.
Pero además, tengo claro que no hay que dejar de hacer cosas por tonterías como el qué dirán. Lo que quieras hacer, hazlo, y no dejes nada para mañana. Disfruta de las pequeñas y las grandes cosas y dale valor a lo que realmente lo tiene. Por ejemplo, darle un beso a tu madre al despedirte, decirle que la quieres.
Otros también han aprendido con lo que me pasó. Al menos en Murcia, donde la Federación de Fútbol va a garantizar que haya desfibriladores en cada estadio, por pequeño que sea.
Texto redactado en colaboración con Gloria Rodríguez-Pina.
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