Soy hija y hermana de taxistas. A los dieciocho años comencé a encadenar un trabajo tras otro y, en los momentos más bajos, mi padre siempre me preguntaba por qué no me sacaba el carné del taxi. Yo entraba en cólera porque ser taxista no era mi sueño. Hasta que unos años más tarde, ya pendiente de empezar la carrera, me vi sin trabajo y con la necesidad de encontrar uno pronto. Entonces empecé a ver esa posibilidad con otros ojos. Incluso me atraía la idea de entrar en un mundo dominado por hombres y poder decir: "Yo fui una de las primeras mujeres taxistas".
Ya con mi hermano haciéndose cargo del taxi de mi padre, a mis 23 años, empecé a prepararme para la profesión. Mis conocidos se sorprendieron. Algunos también me metieron miedo: que si se trataba de un mundo muy machista, que si tendría problemas con otros taxistas, que si mis clientes no me tomarían en serio... No recuerdo que hubiera ninguna mujer el día del examen, pero sí recuerdo las miradas curiosas de todos los que esperaban en la puerta, como si me hubiese perdido y pronto fuese a darme cuenta de mi error.
Superé las pruebas y pronto me vi sentada al volante. Mi primer día de trabajo nevó y mis nervios no cabían en el coche. Pero, poco a poco, con el paso de las semanas, fui cogiendo confianza. Me di cuenta de que los clientes no eran tan fieros como me los habían pintado. Nueve de cada diez pasajeros repetían la misma fórmula: "¡Anda, una chica! ¡Y qué joven!". Supe que a la mayoría les divertía mucho ver a una chica y todos querían saber más sobre mi vida.
Mucha gente, sobre todo las señoras mayores, me preguntaban si no me daba miedo que alguien me hiciese algo. A todos les respondía lo mismo, y es que yo no trabajaba nunca de noche. Siempre de día, cuando es bastante seguro. Mi hermano nunca me dio la opción de trabajar de noche. No tanto por miedo a que me pasase algo, sino porque las cosas que pasan de noche suelen ser más raras. El asiento de un taxi es un lugar estupendo para asistir al espectáculo de cómo cambia la ciudad según la hora del día.
Un buen número de mujeres me decía lo valiente que era y me animaba a continuar. No había ni un solo día en que no me dijesen algo bueno y bonito. En el taxi se genera una energía muy positiva con la mayoría de clientes. Y eso, al final del día, te sube el ánimo.
La gente mostraba mucha curiosidad por mi experiencia. Pero, por supuesto, los pasajeros también me contaban sus historias. Los taxistas aprendemos pronto que todo el mundo tiene algo que contar: lo que le acaba de pasar, lo que ha escuchado o una reflexión de la vida. En el taxi se comparten muchas cosas en muy poco tiempo.
Una vez cogí a una chica que se dirigía a una entrevista de trabajo. Se encontraba muy nerviosa, pero al mismo tiempo estaba muy segura de sí misma. Hablaba mucho y me contagió su estado de ánimo entre eufórico y aterrado. Yo le animé y le dije que entrase con el pie derecho, lo que me ha dicho a mí mi padre cada vez que tenía alguna cita importante. También le aconsejé que sonriera. A mí siempre me ha funcionado muy bien. Se bajó del taxi como si fuésemos amigas de toda la vida y yo le deseé suerte desde la más profunda sinceridad.
En otras ocasiones, de forma inesperada, recibes consejos valiosísimos. Tengo el recuerdo, que me ha acompañado durante años, de una señora a la que conté que trabajaba en el taxi mientras esperaba empezar mi carrera de periodismo. Ella me animó y yo le conté mis dudas por empezar a estudiar con 25 años, mucho más tarde que la mayoría. Ella me respondió como solía hacerlo con sus nietos: "Cuando acabes la carrera, nadie te preguntará a qué edad la terminaste o cuántos años te costó hacerlo. Solo importa que serás periodista". En el momento me hizo mucha ilusión, pero nunca imaginé la fuerza que, con el tiempo, me darían sus palabras.
En el taxi se sube gente de todo tipo. De todos los niveles adquisitivos y de todas las edades. Me sirvió para acabar con mis prejuicios sobre los barrios de mi ciudad, que es Madrid. Una vez me llegó una carrera por radiotaxi cuya dirección me era desconocida. Puse el nombre de la calle en el GPS y llegué a Orcasitas. La verdad, sentí un poco de miedo conforme me acercaba. Finalmente, el taxi lo habían pedido dos señoras adorables que iban al médico. En aquel momento me prometí a mí misma acabar con mis prejuicios.
Todos los clientes son valiosos. Esa fue una bonita lección que aprendí. ¡Y a una señora la llevé dos veces! Cuando volví a casa llamé a mi padre para contárselo, porque eso era algo muy inusual. Era una señora muy agradable que iba y volvía a la residencia después de hacer sus compras en El Corte Inglés de Princesa.
Además de sacudirme ciertos miedos, aprendí mucho sobre mi ciudad. Gracias al taxi he descubierto calles desconocidas en barrios que antes había atravesado miles de veces. Antes de empezar, me daba mucho miedo no saber cómo ir a los sitios y que los clientes se enfadasen. Pero luego me di cuenta de que el 85% o el 90% de la gente sabe perfectamente dónde va y por dónde quiere ir. Y el resto se muestra amable, dispuesto a ayudar siempre.
Igual esto ocurre por ser chica, por una cuestión de paternalismo, pero prefiero pensar que no es así. También es cierto que algunos clientes me trataron como si fuese tonta, pero en aquellos casos concretos tuve la impresión de que se trataba más por el hecho de ser joven que por ser mujer. Hubo un cliente que empezó a darme lecciones de historia a medida que pasábamos por ciertas calles. Al final, tuve la sensación de que aquel hombre trataba a todo el mundo como si fuesen sus súbditos, por lo que no le di la mayor importancia.
Normalmente, los clientes a los que llevaba afirmaban sentirse más seguros cuando conducía una mujer. Realmente no sé si eran sinceros o lo decían por quedar bien conmigo. Con el resto de conductores percibí bastante paciencia. No recuerdo que nadie me pitase ni me gritase, y menos por ser mujer. Habrá muchas mujeres que lo hayan sufrido, pero mi experiencia fue bastante buena en este sentido.
Los otros taxistas también me echaron una mano cuando lo necesitaba. Trabajé mucho tiempo en la estación de trenes de Atocha, donde los taxistas pueden pasar mucho tiempo esperando a sus clientes. Estos, además, suelen llegar de golpe, lo que genera revuelo a la hora de mantener los turnos y saber cuáles son tus pasajeros. No es el entorno más propicio para una taxista novata. Pero, en todo momento, los taxistas veteranos se portaron bien conmigo y no trataron de aprovecharse de mi desconcierto inicial. En las esperas, incluso nos reíamos entre nosotros y todo resultaba cordial.
Después de un año y medio, cuando pude empezar Periodismo, la carrera con la que había soñado, abandoné el taxi. Pero ha sido uno de los mejores trabajos que he tenido. Te relacionas con la gente, estás en la calle, organizas tu día a día como quieres. Cuando te cansas, paras. Cuando no, circulas. Y por muy mal que vaya una carrera, como mucho, va a durar 20 minutos. Pero, por lo general, lo mejor del trabajo siempre fueron los clientes. También es verdad que yo nunca he sido una taxista al uso. Solo trabajaba media jornada, y no 12 o 14 horas diarias, como hacían muchos colegas. Pero, teniendo en cuenta mi situación vital, me vino genial para pagar los gastos de mi casa y de mi coche.
Además, en cierto modo, me permitió sentirme una especie de heroína que rompe los estereotipos entre aplausos de unas clientas que me animaban a seguir. Me gusta pensar que aporté mi grano de arena para que haya más mujeres en un mundo de hombres.
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