En España no es fácil emanciparse. El porcentaje de independizados entre los 16 y los 29 años bajó del 20% por primera vez en 12 años durante el segundo trimestre de 2016, según el Consejo de la Juventud de España (CJE), debido a la dificultad de acceso al mercado laboral y al inmobiliario. Lograr la emancipación es complicado. Mantenerla, también: son muchos los que, después de haber vivido solos o en piso compartido, tienen que regresar al hogar familiar.
En el año 2008 el porcentaje de jóvenes que vivían con sus padres era del 68,7%, según la Oficina Europea de Estadística. El último dato que posee este organismo es de 2013, y en ese año ya ascendía al 74,30%. Más de un punto por año. De esa ingente cantidad de jóvenes que viven en el hogar familiar, el 3,5 % son emancipados que han tenido que regresar. "Es lo que hemos denominado desde el CJE la Generación Boomerang", explica este organismo a Verne, "que se fue y tiene que volver debido al paro o la precariedad".
La convivencia en el hogar familiar no es igual al retornar a casa. Los jóvenes regresan más formados, con mayor experiencia laboral o académica… Y después de haber sentido en sus carnes las ventajas e inconvenientes de la vida autónoma. Toca entonces reaprender a vivir en familia. Verne ha hablado con tres jóvenes españoles que han vuelto después de haberse emancipado para trabajar o realizar sus estudios. Esto es lo que han reaprendido de su segunda vida en familia.
Sus historias
Mireya Hernández (25 años) regresó con 24 años a su casa en Hellín, Albacete. Estuvo estudiando Traducción e Interpretación de Alemán y Chino en Granada y pasó año y medio trabajando en Alemania. No tenía becas ni ayuda y, cuando este curso su hermana pequeña también quiso comenzar una carrera, sus padres no podían mantener a ambas fuera. Ahora se encuentra terminando la carrera desde casa y trabajando a media jornada dando clases particulares.
David Sánchez (28 años) trabajó tres años tras concluir el bachillerato y después regresó a los estudios. Cursó un ciclo y después Ciencias Ambientales en Granada. Durante la carrera, hizo una erasmus en Coimbra. Al concluir el grado ha regresado a su casa en Campello (Alicante), y hace prácticas en un Jardín Botánico. Ha pasado de vivir en una casa con 10 personas a compartir hogar solo con su padre y su madre.
Enrique Fajardo (27 años) estudió Historia en Valencia y, tras licenciarse y volver a casa, marchó a Murcia para realizar el Máster en Formación del Profesorado. Después de terminarlo el pasado verano, volvió a casa de sus padres, en Hellín, para preparar las oposiciones al cuerpo de profesores.
Para los tres, la vuelta no ha supuesto solo el regreso al hogar familiar, sino también a una pequeña localidad después de haber estado en ciudades grandes y con vida universitaria. “Lo que más echo en falta es la oferta cultural y la vida social, y eso no es por estar en casa de los padres, sino por haber regresado al pueblo”, cuenta la hellinera. Muchas de las amistades de su infancia, además, se han marchado a otras ciudades.
Esto es lo que han reaprendido en su vuelta a casa:
Más estabilidad y tiempo, para bien y para mal
“En un piso compartido cada uno tiene sus clases y sus horarios, así que cada uno hace su vida: se levanta, come y se acuesta a la hora que quiere”, cuenta Hernández. En el hogar familiar, los horarios son mucho más cerrados y no hay tanto ajetreo.
El que más lo ha acusado es Sánchez, que vivía con 10 personas: “Estaba acostumbrado a salir del cuarto y encontrarme con alguien, y a veces tenía conversación para horas”, recuerda. En casa fue muy distinto, especialmente al principio: “Tenía mucho tiempo libre, para bien y para mal”.
Para Fajardo, sin embargo, esa tranquilidad – y la mayor rigidez de horarios– es una ventaja: “Para mí es positivo, te estructuras más y mejor la vida”, cuenta. “Estudiando para las oposiciones, está bien tener horarios fijos y tener rutinas, aunque no sean exactamente las que llevaba antes”.
Las tareas del hogar se entienden de otro modo
Fajardo afirma que siempre ha participado mucho en las tareas domésticas, pero que la vuelta a casa le ha hecho implicarse de otra forma. “En ese sentido, haber salido de casa te permite valorarla más”, explica. “No la ves como ese piso de estudiantes que sabías que ibas a abandonar al año siguiente, sino como tu hogar, el que tienes que cuidar”.
Mireya Hernández, también valora de otra forma las labores del hogar, aunque por otro motivo: el trabajo en equipo. “En un piso compartido si no te da tiempo a fregar porque tienes que ir a clase la pila de platos está esperándote cuando vuelvas”, cuenta. “Cuando vives solo te ocupas de muchas más cosas que en casa se reparten”.
Las comidas son mejores, pero son sagradas
“La comida es mucho más equilibrada porque cuando comes solo te haces lo primero que pillas, pero al cocinar para tres personas acabas cocinando de verdad”, cuenta Mireya Hernández que, al trabajar por las tardes, se ocupa en muchas ocasiones de las comidas en su hogar.
La contrapartida es que son sagradas: “Las comidas juntos son obligatorias y a mí me gusta, pero hay veces que produce conflictos”, reconoce Hernández. Sobre todo cuando se contrapone lo sagrado en casa y lo sagrado para muchos jóvenes y no tan jóvenes: “Este verano estaba viendo el último capítulo de Juego de Tronos y me llamaron para comer, pero les pedí que, por favor, se esperaran diez minutos”, cuenta la joven. “Me esperaron, y me echaron una buena bronca, aunque sus razones tenían, claro. ¡Pero era el último de Juego de Tronos!”.
En el hogar familiar no se permiten búhos
En la población adulta, tal y como explicamos en este artículo de Verne, hay tres grupos: matutinos –también llamadas alondras–, vespertinos –búhos–e intermedios –colibríes–. Muchos jóvenes descubren que son búhos al emanciparse, pero tienen que dejar de serlo al volver a la casa familiar.
“Tienes que cambiar mucho tus rutinas”, cuenta Mireya Hernández. “Yo soy muy nocturna, trabajo y estudio mucho mejor por la noche, pero mi madre piensa que las noches son para que la gente duerma”.
Enrique Fajardo no es búho, pero reconoce que “cuando vivía solo alargaba más los días”. Sus padres opinan lo mismo que los de Hernández. “No entienden el interés de estar despierto a partir de determinada hora y haces por cambiar el horario”, cuenta. “Más que nada por respeto a ellos, que lo hacen porque se preocupan”. También Hernández ha hecho por cambiar: “Hago todo lo posible por madrugar para estar cansada por la noche y acostarme temprano, pero no siempre funciona.”
Más confianza, menos intimidad
Con 10 personas bajo el mismo techo, David Sánchez lo tenía complicado para estar solo en casa. “Viviendo todos los que vivíamos no es que tuviéramos mucha intimidad”, reconoce, “pero al menos nadie te abría la puerta”.
Entrar a la habitación sin permiso –o “llamando antes de entrar, pero dejando un segundo entre el golpe y abrir la puerta”, como dice el campellenero, entre risas, que ocurre en su casa– es un exceso de confianza que se repite también en el hogar de Hernández: “Yo he cambiado bastante de piso, de forma que nunca tienes con los compañeros la confianza que tienes con los padres”, explica. “Eso es agradable, pero también se producen situaciones que nunca te pasan en un piso compartido. Por ejemplo, que entren a mi cuarto sin llamar o incluso al baño”.
La vida sexual se complica, solo y acompañado
“Si conoces a alguien, no te lo puedes llevar a casa”. David, Mireya y Enrique repiten esa frase cuando se habla de intimidad en el hogar familiar. “No tienes sitio a dónde ir”, cuenta Hernández, “y no vas a decirle a tus padres ‘vamos a mi habitación a escuchar música”, bromea.
La masturbación tal vez sea más discreta, pero tampoco es sencilla: “A menos que sea muy de noche desde mi habitación se escucha la tele y te corta un poco”, cuenta Hernández. “En cierto modo deja de convertirse en algo espontáneo para ser algo planeado, tanto que a veces cuando llega el momento ya ni te apetece”.
La vida vuelve a ser en familia, pero no es igual
Todo el mundo cambia con el paso del tiempo. Y las familias también: al regresar a casa, los vínculos no son iguales que en el momento de partir. Para Sánchez, la relación ha mejorado, pero no solo en una dirección: “Creo que mis padres están mejor conmigo y creo que hacen mucho por mí, pero siento que no es recíproco”, reconoce el alicantino. “Es un poco frustrante porque no es que esté mal con ellos, es sencillamente que preferiría no estar en casa”.
A Mireya Hernández le ocurre algo similar. “Yo me llevo genial con mis padres, estamos muy unidos y cuando estoy fuera los echo mucho de menos”, explica, “pero ya no me siento parte de ese núcleo familiar de la misma forma que me sentía antes de irme por primera vez”.
Enrique es más optimista y considera que su vuelta a casa le ha hecho valorar más a la familia. “Regresar te permite entender un poco más a tus padres y a su generación”, cuenta. “Cuando eres joven a veces ves en ellos una figura autoritaria y no prestas atención a lo que están haciendo por ti. Después descubres lo que cuesta ganar dinero y tener un trabajo, y es cuando empiezas a valorarlo realmente”.
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