El invierno de 2012 se hizo especialmente largo en Navarra. Por eso, pese a nuestras circunstancias, nos puso de buen humor que el día 14 de abril de 2013 amaneciera tan soleado y con muy buena temperatura.
Pedí permiso a los médicos y a los enfermeros de la unidad de paliativos del Hospital San Juan de Dios para dar una vuelta con mi padre por el jardín.
-Tu padre está muy mal y podría desmayarse en cualquier momento -me respondieron.
-Pero, ¿qué más le puede pasar a mi padre? Si ya sabemos que le queda muy poco...
-Está bien, está bien... Id a dar una vuelta y volved si necesitáis algo -sentenciaron con la inmensa humanidad que atesoran.
Ese día correteamos por el jardín como si fuéramos niños, yo empujando su silla de ruedas, los dos recibiendo unos rayos de sol que llevaban mucho tiempo sin acariciarnos. Incluso algunos coches nos pitaron porque cruzamos una pequeña carretera sin detenernos. Disfrutamos como enanos.
Antes de volver a la habitación, mi padre me pidió que le hiciera una foto para enviársela a mi madre. Y posó con el pulgar hacia arriba, en un gesto cargadísimo de optimismo, de paz consigo mismo y hacia los demás.
Yo no quise que se quedara solo en eso, así que, para prolongar ese instante, con la ayuda de mi amiga Diana creé un grupo privado de Facebook para que mis amigos me enviaran fotografías imitando el gesto de mi padre. Lo llamamos 'Abrazos de Pulgarcito'.
-Estáis chalados -me dijo mi padre al ver las 250 fotografías con las que me respondieron mis amigos.
Algunos de ellos, incluso, se lo habían pedido a otros amigos. Hubo unas personas, a las que ni siquiera conocíamos, que nos mandaron una foto desde Sevilla, en plena Feria de Abril y con el pulgar hacia arriba.
-No, no estamos chalados, papá. Ahora mismo todas estas personas son tus mejores amigas. Te están mandando ánimos. Es un homenaje para ti.
Fue una corriente increíble de solidaridad, optimismo y alegría.
El aprendizaje de la muerte
En realidad, el invierno se había instalado en mi familia mucho antes que en 2012. Concretamente, en 2008, cuando a mi madre le diagnosticaron un cáncer.
Mi madre pronto se convenció de que quería salir adelante, de que le tocaría remar mucho a partir de entonces. De hecho, resistió durante varios años los embates de la enfermedad.
Sin embargo, mi padre se vino abajo. Yo llevaba trabajando desde mis 17 años a su lado en el negocio familiar. Lo conocía francamente bien y noté que no estaba siendo capaz de procesar la enfermedad de su mujer. Le había vencido la tristeza.
Así que contacté con Goizargi, una asociación de Pamplona que ayuda a personas en proceso de duelo. De ahí, mi padre salió muy reforzado, hasta el punto de que, en marzo de 2013, cuando le diagnosticaron su enfermedad fulminante, ya había aprendido a convivir con la enfermedad.
Tampoco digo que fuese fácil. Mi padre tenía una salud de roble. En un día cualquiera, ya jubilado, podía pasear a los perros, arreglar el sistema de riego, plantar unas alubias, recoger unos tomates... Yo me cansaba solo con escucharlo, pero ahí estaba él, siempre trabajando duro.
Por eso, que de repente sufriera mielofibrosis, una enfermedad sin cura ni tratamiento, nos dejó helados. Solo aguantó cuarenta y tres días. Pero nos esforzamos mucho en disfrutar y aprender en cada uno de esos cuarenta y tres días.
Unas semanas antes de su muerte, hubo un día en que pensamos que mi padre se marchaba definitivamente. Le estaban haciendo una trasfusión de sangre y empezó a sufrir convulsiones. Se elevaba diez o quince centímetros sobre la cama. Yo me asusté mucho, le tapé con mantas, me abalancé sobre él y toqué el botón para avisar a los médicos. Entonces, llegaron a tiempo, y mi padre me dijo:
-¿Qué? Te has acojonado, ¿eh? ¿No serás un poco gallina?
-Hombre, papá, no me digas eso.
-No te preocupes, hijo, es broma. Yo también me he acojonado.
-¿Y qué has sentido?
-He sentido que podía marcharme a gusto. Que ya nos hemos dicho las cosas que teníamos que decirnos. Eso sí, dile a los médicos que la próxima vez me pongan sangre de un labrador navarro, que esta última debía ser de alguien de otra provincia.
Sí, desde luego, mi padre había aprendido a convivir con la muerte.
Pero entonces le tocó el turno a mi madre. Ella debió masticar un duelo inesperado. Se había pasado cinco años enferma, con recaídas periódicas, pero sobrevivió a mi padre, que tenía la salud de roble.
Para ella, fueron especialmente útiles los grupos de duelo en Goizargi. Estos grupos reúnen a personas que, por su edad o su situación vital, atraviesan un duelo parecido. Y allí hablan con absoluta libertad de lo que sienten, sin que nadie les censure por hablar de la muerte.
Dos años y medio después de la muerte de mi padre, mi madre también murió. Aunque arrastraba su enfermedad desde siete años atrás, los últimos análisis habían arrojado buenos resultados.
Sin embargo, la ingresaron un viernes, porque pensaban que sufría una perforación en el intestino, y murió el domingo, dos días más tarde. El cáncer se había apoderado de la mayoría de sus órganos. Pedimos a los médicos que, antes de sedarla, nos dejaran despedirnos de ella. Y así pudimos recordarle cuánto la queríamos.
La pedagogía de la muerte
En mi casa, como en tanto hogares españoles, nunca se había hablado abiertamente de la muerte. Mis abuelos, que murieron cuando yo era niño, "se habían marchado en un viaje muy largo". Y después de haber convivido con una enfermedad larga y otra fulminante, he comprendido que hablar sobre la muerte es un acto liberador en sí mismo.
Por eso acepté cuando el Hospital San Juan de Dios me ofreció, a la vista de mi experiencia, participar en el programa Sé+, que trata de normalizar la muerte, a través de charlas, ante alumnos de infantil, primaria y secundaria. El programa está destinado a varias edades, aunque yo siempre he participado en grupos de 14 a 16 años.
Ellos me reciben en absoluto silencio y me escuchan con el máximo respeto y sin cuchicheos. Sus miradas son limpias.
Cuando los tengo enfrente, les cuento mi historia igual que os la he contado a vosotros, con sus luces y sus sombras, sus momentos malos y buenos, de la misma manera en la que les contaría cualquier otro episodio de mi biografía. Ellos se emocionan en algunas fases de mi relato.
Les digo que no hay ningún manual sobre el duelo, que cada uno lo lleva a su manera, y que hay que estar muy atentos a lo que necesita cada persona.
A los chicos les sorprende especialmente el momento en que le comuniqué a mi padre que sufría una enfermedad terminal. "¿Cómo se le dice algo tan duro a una persona a la que quieres?", preguntan.
Y yo les explico que mi padre odiaba las mentiras, que era un defensor acérrimo de la verdad, y que eso nos obligó, después de consensuarlo entre los tres hermanos que somos, a ser sincero con él: "Tienes mielofibrosis, una enfermedad incurable. Pregúntanos todo lo que quieras saber, que te lo responderemos". Hasta el último momento, incluyendo la sedación, él tomó todas las decisiones. También nos pidió que donáramos sus órganos para el estudio de su enfermedad, que no es muy común.
"¿Y qué hay que decirle a una persona que acaba de sufrir una pérdida?", me preguntan también. Muchas veces somos víctimas de nuestros prejuicios: no quería molestar, no sabía muy bien qué decir... Pensar así es un error: lo que la persona necesita es la cercanía física, sentir la proximidad de las personas. Desde mi experiencia, un abrazo siempre será mejor que una llamada o un mensaje de WhatsApp.
Otra cosa que se repite muchos en los grupos de Goizargi, y que yo traslado a los chavales, es que no hay que buscar porqués a la muerte. Es mucho más sano preguntarse qué podemos aprender de ella.
A veces, una experiencia como la muerte nos impulsa a disfrutar más las cosas sencillas, a cuidar más de nuestra familia, a descubrir nuevos horizontes.
En mi caso, yo los he descubierto. En un grupo de duelo conocí a mi mujer y a su hijo Marco. A Marco suelo decirle que mi padre y el suyo murieron para que él, su madre y yo nos conociéramos, que del duelo nació nuestro lazo.
Y tampoco me considero una persona demasiado espiritual, pero en mi familia hay una conexión en la que me gusta mucho pensar. Mi sobrino nació nueve meses y once días después de que falleciera mi padre. Y los dos se llaman igual, Javier. Ese detalle, para mí, es casi una celebración, un símbolo de cómo la vida florece de entre las cenizas de la muerte.
Texto redactado por Álvaro Llorca a partir de entrevistas con Oskar Echavarri.
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