Perdí la mano en un accidente laboral y horas después la tenía otra vez en su sitio

Una amasadora de hormigón me arrancó la mano derecha. Tras siete horas de operación, lograron unir cada músculo, nervio y tendón

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Hay tres cosas que me sorprendieron especialmente el día en que una amasadora de hormigón me arrancó la mano derecha.

La primera es que no sentí dolor. Los médicos me lo explicaron luego: cuando se produce un shock tan grande, en ocasiones el dolor se neutraliza.

La segunda es que apenas sangré. A diferencia de los cortes que se producen con cuchillos o hachas -que se conocen como incisos-, los cortes que se producen con materiales menos afilados -que se llaman contusos- provocan el cierre de los vasos al sufrir una especie de espasmo. Esto también me lo explicaron los médicos. Cuando llegué a casa, después de que todo pasara, mi mono de trabajo apenas mostraba una pequeña salpicadura de sangre.

Y la tercera es que recuerdo aquel momento con extraordinaria nitidez. Yo estaba terminando mi jornada laboral en las obras del AVE en Cerdedelo y por eso limpiaba la amasadora con una manguera. Era el 23 de marzo de 2016, a las 13.50, cuando noté aquel crujido.

En el instante en que la amasadora me cortó la mano -la mano y el antebrazo solo quedaron unidos por dos nervios casi insignificantes-, pensaba que estaba solo en toda la planta. Sentí una soledad inmensa. Pero, por suerte, un trabajador que estaba aparcando un camión corrió hacia mí alertado por mis gritos.

¿Y cómo actuar en un caso así? Nuestra primera decisión fue hacerme un torniquete con mi chaleco. Fue una decisión inútil, porque, como ya he dicho, mis vasos se habían cerrado y no caía ni gota. Pero en las películas siempre lo hacían y nos pareció buena idea.

Sin perder tiempo, mi compañero me llevó en coche hasta el centro de salud de Laza. No sé cómo sería mi cara en ese instante, pero la de mi compañero era blanca como el mármol. En esos momentos, pensaba: "No puede ser que esto me haya ocurrido a mí" y "Esto debe ser un mal sueño".

Por suerte, tampoco dispuse de mucho tiempo para pensar: en pocos minutos, ya estábamos en el centro de salud, donde me estabilizaron la mano con una férula y me dieron los calmantes necesarios. Fue una suerte, porque en ese momento ya empezaba a sentir dolor. En menos de un cuarto de hora, apareció un helicóptero que me llevó hasta Povisa, un hospital de Vigo. Y, una vez allí, sin dilación, me metieron en el quirófano.

Ahí tuve que enfrentarme a mi primer gran inconveniente práctico: se me acercó una chica y me pidió que firmara unos papeles. "Lo siento, pero no creo que pueda. Soy diestro y ya no tengo mano derecha", le tuve que contestar.

La operación se alargó durante siete horas en las que, como relojeros, los cirujanos unieron cada músculo, nervio y tendón. De haber pasado algunas horas más, el reimplante habría sido imposible.

El momento en que me desperté de la anestesia fue alucinante. Una horas antes, no tenía mano. Ya la daba por perdida. De hecho, así se lo hice saber al cirujano: "Usted haga lo que pueda, que yo ya no cuento con ella". Y, de repente, la mano estaba otra vez en su sitio. Estaba muy hinchada, eso sí, parecía la mano del Increíble Hulk. Pero me sorprendió que la ciencia médica hubiese llegado tan lejos como para reponer una mano, como si fuese una pieza más en una maquinaria cualquiera.

Echando un pulso al doctor Enrique Moledo, uno de mis cirujanos. Povisa

Desde aquella operación, he tenido que pasar una vez más por el quirófano. Se trataba de una cosa pequeña: reordenar algún tendón en la parte dorsal del brazo. Si la primera operación duró siete horas, esta solo nos llevó media hora. Sin embargo, la segunda vez acudí al hospital mucho más acojonado. Tuve demasiado tiempo para pensar en el quirófano, y tengo la sensación de que estas cosas es mejor hacerlas casi sin pensar, como en mi primera visita.

La rapidez con la que ocurrió todo aquel 23 de marzo de 2016 contrasta con lo leeeenta que está siendo la rehabilitación. Los médicos hablan de un plazo mínimo de dos años para recuperarme. Sueño con el día en que pueda volver a conducir. O que pueda sostener un cuchillo y un tenedor para cortar por mí mismo la comida. O que pueda abrocharme una camisa. Pero bueno, hasta entonces queda mucho camino, así que me conviene pensar en mi día a día.

Mis dos grandes batallas se centran en recuperar la movilidad y la sensibilidad de mi mano. Ahora mismo puedo flexionar todos mis dedos a excepción del pulgar. Con los cuatro dedos que ya he ido recuperando, incluso puedo hacer algo de fuerza. En cuanto a la sensibilidad, aún hay partes de mi mano a las que podrías acercar la llama de un mechero sin que me enterara.

Para recuperar la movilildad y la sensibilidad, me paso todo el día haciendo ejercicios de rehabilitación. En casa, por ejemplo, tengo seis cajas de zapatos. Cada una de ellas está llena de algo diferente: arena, arroz, canicas, garbanzos, habas y lentejas. Hundo mis manos en ellas e intento sentir sus diferentes texturas. Esto podría sonar placentero, pero no lo es. Después de casi un año repitiendo el mismo ejercicio, cuesta encontrar el placer. Como cuando sumerjo mi mano alternativamente en agua caliente y fría. Se supone que los contrastes, poco a poco, van estimulando mi sensibilidad.

En los pocos ratos en los que no estoy haciendo rehabilitación, trato de hacer vida normal. Por ejemplo, juego con mucho con mis hijas de siete y ocho años. Ellas saben que me hice un corte muy grande, aunque todavía no saben que, durante unas horas, llegué a perder la mano.

También suelo verme con mis amigos, que me han apoyado muchísimo. Cuando nos vemos en los bares, alguna vez me han traído botellas de agua con tapón de rosca. En ese caso, discretamente, sin decirme nada, ellos me las abren. A cambio, cosas de amigos, me toca soportar que alguna vez me llamen "el manco". Pero yo sé que lo hacen en tono cariñoso. Son licencias que pueden tomarse los amigos, porque en el fondo sé que están de mi lado.

Y, otras veces, cuando salgo a la calle, se producen situaciones curiosas. Si me encuentro a alguien conocido, por lo general nunca saben si estrecharme la mano. Yo les digo que tranquilos, que no se va a caer. Y entonces me la estrechan, aunque normalmente a medio gas, por si acaso.

Uno de los grandes retos de mi vida cotidiana ha sido aprender a ser zurdo. Antes, con mi mano izquierda, era un completo negado. Era incapaz de acercarme una cuchara hasta la boca sin derramar la sopa por el camino. Aún sigo siendo un poco negado, pero no tanto. Ya incluso podría escribir mi nombre y mis apellidos con esa mano. Aunque ahora, por suerte para mí, gracias a los móviles y a los ordenadores me he librado de aprender a escribir más cosas con la izquierda.

El próximo mes se cumplirá el primer aniversario del accidente. Cuando me viene a la cabeza, intento pensar en otra cosa. La recuperación está siendo muy lenta, pero me encuentro animado. Si me hubiesen preguntado antes del accidente, no hubiese apostado por mi paciencia. Pero, en mitad del proceso, me he dado cuenta de que merece la pena ser constante y de que puedo conseguirlo. La recompensa es muy grande: recuperar el control de mi mano, volver a sentirla como una parte de mí.

Texto redactado por Álvaro Llorca a partir de entrevistas con Óscar González y Enrique Moledo.

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