Los experimentos mentales son escenarios imaginarios que nos ayudan a replantearnos nuestras ideas y a elaborar otras nuevas. Son herramientas que han usado científicos, economistas, historiadores y pensadores para provocar “una intuición sincera que haga golpear la mesa”, como escribe el filósofo Daniel Dennett. En esta serie de artículos examinamos algunos de los experimentos mentales filosóficos más conocidos.
Imaginemos que un científico maligno ha extraído un cerebro del cuerpo y lo ha colocado en una cubeta de nutrientes que lo mantienen vivo. Las terminaciones nerviosas han sido conectadas a un ordenador que provoca en esa persona la ilusión de que todo es perfectamente normal. Se despierta cada día para ir al trabajo, se va a tomar unas cervezas con los amigos, queda con su pareja por la noche. Todo igual que siempre, él no sospecha que nada haya cambiado. “La víctima puede creer incluso que está sentada, leyendo estas mismas palabras acerca de la suposición, divertida, aunque bastante absurda, de que hay un diabólico científico que extrae cerebros de los cuerpos y los coloca en una cubeta”.
La cita es de Razón, verdad e historia, libro del filósofo estadounidense Hilary Putnam, publicado en 1981. El objetivo de este experimento mental es sugerir que todo puede ser una ilusión e inocularnos una buena dosis de escepticismo. Es una idea que lleva siglos rondando y que además ha servido de inspiración para libros y películas de ciencia ficción, como Matrix. Y que es tan extravagante como difícil de refutar.
La vida es simulación
La misma idea se puede encontrar en el mito de la caverna, de Platón; en La vida es sueño, de Calderón de la Barca; en el velo de Maya del hinduismo, y en el genio maligno de Descartes, tal y como nos recuerda por teléfono Jesús Zamora Bonilla, autor de En busca del yo: una filosofía del cerebro y catedrático de Filosofía de la Ciencia en la UNED. La idea es que si nuestras percepciones y nuestra actividad cerebral tienen lugar en el cerebro, “causadas por estímulos externos”, podrían “llegar de una fuente diferente al mundo real, ya sea un científico loco o un demonio maligno, y no podríamos distinguirlas”.
El argumento, explica, es imposible de rebatir al cien por cien, porque al final se trata de “un hecho empírico: o somos cerebros en una cubeta o no lo somos”. Otra dificultad para refutar estos planteamientos es que se le suele dar un poder casi absoluto a este científico maligno. Por ejemplo, podría haber creado todo el mundo, incluidos nuestros recuerdos, hace cinco minutos, como sugería, sin tomárselo muy en serio, Bertrand Russell. O cada medianoche podría volver a empezar todo de cero, como en la película Dark City.
El propio Putnam expone esta idea en su libro precisamente para intentar refutarla mediante un argumento lógico: si en nuestro universo todos fuéramos cerebros en una cubeta, no habría un mundo exterior al que nuestro lenguaje pudiera hacer referencia, por lo que la frase “somos cerebros en una cubeta” ni siquiera tendría sentido. Como el lector puede intuir, esta propuesta ha dejado insatisfechos a muchos filósofos, por más que prácticamente toda la humanidad esté de acuerdo con él en la conclusión.
Las versiones más modernas del experimento sugieren que podríamos estar viviendo en una simulación, en la línea de Matrix. El filósofo Nick Bostrom, autor del libro Superinteligencia, apuntaba a esta posibilidad en un artículo publicado en 2003. Su argumento se basa en dos premisas: la primera, que la conciencia podría llegar a simularse por ordenador. La segunda, que civilizaciones futuras podrían tener acceso a una cantidad ingente de poder computacional. En tal caso, estas civilizaciones podrían programar simulaciones de millones de mundos enteros. Si es así, habría muchos más universos simulados que reales, por lo que sería más probable que viviéramos en una simulación que en un mundo real. Como los Sims, pero con casas más feas.
Entonces, ¿nada es real?
Que sea casi imposible refutar por completo estas hipótesis no significa que sean necesariamente ciertas. Tampoco podemos descartar (al menos de momento) que el universo tenga la misma forma que la cara de Homer Simpson, aunque hay muy pocas probabilidades de que sea así.
En su libro, Zamora Bonilla apunta que es muy difícil pensar que pueda diseñarse un mundo virtual tan detallado: “No solo la capacidad computacional necesaria está fuera de lo tecnológicamente posible, sino que es probable que nunca podamos averiguar, con todo el detalle necesario, el código que convierte una cadena de conexiones sinápticas y de impulsos nerviosos en una experiencia mental determinada”.
Por otro lado está el asunto de por qué iba a hacer algo así un genio maligno, con todo el trabajo que lleva. ¿Solo porque está loco? ¿Y en Matrix no les saldría más a cuenta usar baterías de litio? Pero, claro, quizás el Sim al que retiramos las escaleras de la piscina también se pregunta por qué tanta crueldad.
De todas formas, el experimento mental no tiene solo el objetivo de hacernos creer que todo es una ilusión. Probablemente, ni Bostrom lo piensa, ya que publicó su artículo en 2003 y desde entonces sigue trabajando y publicando libros, como si el universo existiera. Pero nos ayuda a entender mejor cómo funciona nuestra relación con el mundo. En este sentido, Zamora Bonilla recuerda que en cierto modo sí somos cerebros en una cubeta. O en un cráneo: “Lo que percibimos no es el mundo real sin más, sino que reproducimos el mundo real a través de un proceso físico”.
Por ejemplo, nuestros ojos no son cámaras de vídeo que captan la realidad tal cual, sino que interpretamos y reelaboramos toda la información que nos llega de nuestros sentidos. Siguiendo con el ejemplo de la vista y como escribe el neurocientífico Ignacio Morgado en La fábrica de las ilusiones, “la luz y los colores que vemos son solo la lectura que nuestro cerebro y nuestra mente consciente hacen de lo que verdaderamente hay fuera de nosotros, que no es otra cosa que materia y energía”. Todo apunta a que esta información es fiable, ya que llevamos decenas de miles de años usándola para sobrevivir, pero no hay una correspondencia total y absoluta entre ese mundo real y nuestra actividad mental.
Como escribe el filósofo Thomas Nagel en Una visión de ningún lugar, el escepticismo que destila la idea del cerebro en una cubeta (y películas como Dark City) nos ayudan a darnos cuenta de que “nuestras ideas acerca del mundo, por sofisticadas que sean, son el resultado de la interacción de una pieza del mundo con parte del resto, de formas que no entendemos muy bien”. Así, este escepticismo es en realidad una manera de reconocer nuestros límites, sin que por eso vayamos a pensar que nuestra vida no es más que un espejismo.
Es decir, puede parecer que el experimento pone en duda que haya otra cosa en el universo que no sea YO, que era el punto de partida de Descartes. Pero al final resulta que es al revés: el mundo existe y, en todo caso, lo que está en duda es lo que yo sé de él.
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