Yo ayudo con los envíos, ellos me invitan a migas: así es mi rutina como cartera rural

Un pueblo pequeño, de primeras, es un laberinto para carteros. Pero a la larga compensa mucho

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He venido a contaros la historia de mi trabajo: es sencilla, pero me hace profundamente feliz.

Hace quince años mi madre me sacó de la cama: "Hija, hija, que el director de la oficina de Correos me ha pedido que vayas a trabajar". Aquel fue el despertar más disparatado de mi vida, básicamente porque yo acababa de terminar la carrera de Estadística y, aunque no tenía trabajo, jamás me había planteado ser cartera.

El trabajo de mi madre se encontraba al lado de una oficina de Correos. Y cada vez que mi madre se cruzaba con el responsable de la sucursal, le decía en tono de broma (o eso creía yo): "A ver si le consigues un trabajo a mi hija".

Y llegó el día en que el jefe de Correos se lo propuso: "Mira, que hemos tenido una baja y necesitamos reemplazarla con urgencia. ¿Está disponible ahora mismo tu hija?". En el momento en que mi madre me sacó a rastras de la cama, ninguna de las dos sospechábamos, ni de lejos, que me estaba descubriendo una profesión que me vendría como anillo al dedo.

Empecé cubriendo una baja en un pueblo grande, me saqué las oposiciones, trabajé como repartidora y en oficina, un puesto me llevó a otro, y ahora, a mis 39 años, soy cartera rural en tres pueblos extremeños de unos trescientos habitantes. En este artículo no daré los nombres de los pueblos porque creo que mi historia representa a muchos otros pueblos y carteros.

Las primeras semanas en mi nuevo trabajo fueron complicadas. En las esquinas de las calles no había lustrosas placas con sus nombres. Las propias calles serpenteaban de manera inexplicable y lo que en una ciudad serían ocho calles distintas, aquí era todo el rato la misma. Me encontré con muchas casas en las que, directamente, nadie se había molestado en colgar el número. Y los buzones, a veces, no eran más que una grieta en una puerta. Un pueblo pequeño, de primeras, es un laberinto para carteros.

Perdida la fe en el callejero, dejé de fijarme en las direcciones que figuraban en las cartas y empecé a asociar cada una de las casas con el nombre de sus moradores. Esto no solo me me permitió organizarme, sino también conocer más rápido a los vecinos. En los ocho años que llevo haciendo esta ruta, nuestra relación ha ido mucho más allá de lo imaginable: ellos forman parte de mi vida, y yo formo parte de la suya.

Por ejemplo, me piden que les ayude a escribir una felicitación o un pésame. "¿Tú qué pondrías, hija?", me preguntan con discreción, aunque sé que muchos tienen problemas para expresarse por escrito y que para ellos mi colaboración es importantísima. A cambio, ellos me hacen una funda de ganchillo para el móvil.

O, por poner otro ejemplo, me piden que les ayude a preparar un paquete para su familia que vive lejos. Lo empaquetamos con mucho cariño, a ser posible con alguna sorpresa dentro, y a cambio ellos me preparan un plato de migas, porque saben que me encantan.

Pero no vayáis a pensar que nuestra relación se sustenta únicamente en esta especie de trueque. A veces, nos gastamos cariñosas trastadas. Durante mis rutas, siempre llevo un rotulador encima para escribir mensajes en sus ventanas. Y ellos a veces dejan algún detalle, como una nota cariñosa, para que lo encuentre en sus buzones.

Esta es la serenidad que transmite mi trabajo. Ana T. E.

Y no solo eso. Con el tiempo, han acabado abriéndose y contándome sus preocupaciones: que si se sienten un poco solos, que si están pendientes de unos resultados médicos, que si están esperando un giro postal...

-¿De verdad que no me ha llegado el giro? -me preguntan a veces-. Si mis hijos me aseguran que lo enviaron hace unos días...

Cómo decirles que eso es imposible, que si no lo han recibido todavía es porque no se lo han enviado... Por eso, cuando sabes que llevan mucho tiempo esperando una carta, se la entregas con la emoción más sincera.

En otra ocasión, una de las vecinas me pidió ayuda después de haber discutido con su hija. Como la hija había dejado de contestarle al teléfono, trazamos el siguiente plan: la madre empezó a mandarle una postal a la semana pidiéndole perdón y buscando reconciliarse. A los pocos meses, aquella mujer me envió por el móvil una fotografía en la que, por fin, aparecían las dos juntas. "Para mi cartera preferida", decía en su mensaje.

El motivo de la discusión entre ambas era que la madre no quería abandonar el pueblo, pese a la insistencia de su familia. Es un problema común que, por el envejecimiento de sus habitantes, sus familiares prefieran tenerlos cerca. Pero claro, muchos vecinos se niegan a marcharse porque no se imaginan una vida encerrados en un piso. O, en el peor de los casos, en una residencia.

Esta es una de las preocupaciones más frecuentes que suelo encontrarme en mi visita diaria a los tres pueblos, que me lleva a recorrer sesenta kilómetros cada día. Las otras grandes preocupaciones son la retirada de los servicios más básicos y el trágico olvido del entorno rural por parte de las autoridades. Los médicos, que antes tenían más presencia en los pueblos, ahora solo pasan consultas fugaces. A veces me cruzo con ellos, casi siempre rumbo a su siguiente parada.

Y el banco acaba de anunciar que ya no mandará más su oficina móvil a uno de mis pueblos. Antes solo pasaba algunas horas, una o dos veces a la semana, pero ahora ya ni eso. Para hacer alguna gestión, muchas personas tendrán que tomar un autobús hasta el pueblo más cercano. Y hay personas con problemas hasta para salir de su casa.

Pero, lejos de lamentarse, los vecinos enseguida se han puesto a buscar soluciones. En las ciudades suele mirarse a quienes viven en las poblaciones rurales como personas desvalidas, habitantes de un mundo que irremediablemente se bate en retirada. Pero no es así. Aunque se manifieste de una forma discreta, pese al silencio reinante, detrás de sus puertas recias, estos lugares están llenos de vida.

Lo están, especialmente, en verano. Los coches de los familiares llegan vacíos y se marchan con el morro ligeramente levantado por la carga de sus maleteros, a reventar con frutas y verduras de los huertos, como cohetes a punto de despegar. Es una época especial porque las personas mayores me presentan emocionados a sus hijos y a sus nietos, esas personas a las que, de vez en cuando, envían paquetes llenos de emoción (y con algún chorizo, claro).

Pero, si os digo la verdad, yo prefiero las Navidades. Es el momento idóneo para expresar mi gratitud hacia los vecinos. Por eso, dejo en sus buzones una postal personalizada, generalmente animándoles en las preocupaciones que me han expresado durante el año. Al día siguiente me esperan para darme un achuchón. Y me cuentan que, nada más recibirla, han llamado por teléfono a sus familias.

-¡¡¡Que tengo una postal de Ana!!!

-Pero, ¿qué Ana?

- La cartera, hija, la cartera.

Ya os avisé de que esta historia estaba compuesta por emociones sencillas. Gracias a mi trabajo y a los destinatarios de mis cartas, he aprendido que no hay nada tan importante como que nos prestemos atención y que nos regalemos sonrisas. Porque las sonrisas enriquecen a quienes las reciben sin empobrecer a quienes las reparten. Y también he aprendido que, al fin y al cabo, no hay nada tan bonito como ayudarnos a que nos sintamos vivos.

Texto redactado por Álvaro Llorca a partir de entrevistas con Ana T. E.

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