Mamma mía

Hay formas de crianza que se adaptan a los ritmos de vida actuales

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¡Que vuelven!
¡Que vuelven!.

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El eslogan de la campaña del día de la madre de unos conocidos almacenes rezaba este año “acierta como una madre”. Y es que a las madres siempre se les ha atribuido una capacidad casi mística para conocer los deseos y necesidades de sus hijos. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, son muchas las voces femeninas que se posicionan en contra de este concepto de madre abnegada y que incluso hablan de la posibilidad de arrepentirse de haber traído niños al mundo. Y también de la soledad de la maternidad.

Cuando tu bebé no duerme más de dos horas seguidas.

Sea como fuere, lo que parece estar claro es que la sociedad demanda nuevos modelos familiares que muchas veces chocan frontalmente con los ritmos de vida y, sobre todo, con los horarios laborales de la mayoría de los adultos que trabajan a jornada completa. Aunque estas reivindicaciones no son ni de lejos nuevas. Por ejemplo, en los años 60 a raíz de esta problemática se pusieron en marcha en Dinamarca los bofællesskab, un sistema basado en el cohousing o co-vivienda.

Cuando descubren que tus hijos ahora viven en comunión con la naturaleza.

El proyecto comenzó a materializarse después de que la periodista Bodil Graae publicase en Politiken, uno de los periódicos más antiguos y populares del país, un artículo titulado Los niños necesitan 100 padres. En él, como solución a las dificultades para encontrar tiempo para ocuparse de la crianza de los vástagos, se proponía la creación de colectivos basados en la cohabitación de varias familias. El objetivo era crear pequeñas comunidades en las que compartir espacios, en las que todos cuidaran de todos y en las que los niños se criaran en colectividad. Lo cierto es que el esquema se extendió por toda Europa y a día de hoy existen en España modelos de vivienda colaborativa bastante exitosos como el que lleva a cabo en Madrid Entrepatios.

De modelos de crianza colectiva también sabe bastante Frida Lyngstad, o como muchos la conocemos, la morena de ABBA. Cuando Frida ya era una estrella consagrada, salió a la luz que era hija de una joven noruega y de un sargento casado de la Wehrmacht. Y es que Frida nació dentro del proyecto Lebensborn, el programa de las SS destinado a la expansión de la raza aria. Como muchas otras mujeres que habían “confraternizado” con los alemanes, tras la II Guerra Mundial tanto Frida como su madre y su abuela tuvieron que marcharse de Noruega huyendo del ostracismo social.

Sobre la doble victimización de estas mujeres se hablaba en la película El libro negro, de Paul Verhoeven.

Pero bueno, no le acabó yendo mal a Frida. Además de haber acabado casándose con un príncipe sueco —que lamentablemente falleció. Ahora sale con un vizconde inglés— aquello no le impidió convertirse en cantante de éxito, primero como solista y luego como miembro del grupo ABBA que, por cierto, anunciaba hace poco la grabación de un nuevo álbum. Puede que como consecuencia lógica del hecho de que se hayan vuelto a poner de moda los pantalones de campana. Además del enorme éxito internacional del grupo, ABBA ganó el festival de Eurovisión en la edición de 1974, celebrada para más inri en Reino Unido con Waterloo, demostrando así que en Europa podemos coger nuestras mayores rencillas y convertirlas en un soberano temarraco. 

Y es que además de la preocupación por el envejecimiento de la población y el retorno de los fascismos, si algo comparten todos los países de Europa es el gusto por el despliegue de brilli-brilli y mamarrachez absoluta que supone Eurovisión, que a fecha de salida de esta carta ya tendrá una flamante canción ganadora de su edición 2018. Probablemente una totalmente fastuosa y excesiva, si hacemos caso a las quinielas de este año. Porque cada vez que el viejo continente se alza de sus suntuosas y polvorientas ruinas para afirmar con gesto solemne que la música —y el arte— no son fuegos artificiales, ahí está Eurovisión para responder “¡más brillo! ¡más artificios! ¡FUEGO!”.

Chipre te da fuegote.

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